Sábado, 12 de septiembre de 2009 | Hoy
HISTORIA DE UN CONCEPTO ESCURRIDIZO
Concepto intermitente, los atomistas lo postularon. Platón y Aristóteles lo impugnaron. Torricelli dio vuelta un tubo de vidrio y lo volvió a inventar. Las teorías de la luz intentaron reemplazarlo por el éter. Michelson y Morley, con un célebre experimento crucial, lo revivieron. Y la mecánica cuántica volvió a establecer su imposibilidad teórica. Esta es la genealogía inconstante del vacío.
Por MatIas Alinovi y Denisse Sciamarella
¿Es la historia de la ciencia un camino de precisión conceptual creciente? ¿Entendemos cada vez mejor, a medida que la ciencia progresa, qué es la luz, o la energía, o el tiempo? A partir de T. S. Kuhn, podemos pensar que no. Que basta con invocar el éter inaprehensible de la física del siglo XIX, o los miasmas colectivos de la crónica de las epidemias, para entender que los conceptos científicos –porque bien dice Kuhn que las teorías anticuadas no dejan de ser científicas por haber sido descartadas– pueden significar algo durante un tiempo y, al cabo, vaciarse de sentido. Es más, sabemos que su abandono puede significar un progreso. Prescindir del éter condujo a la relatividad; impugnar los miasmas, a la epidemiología estadística.
Pero si el progreso científico no supone la acumulación continua de conocimiento, sino que procede por rupturas que necesariamente destruyen para volver a construir, entonces habrá que admitir que, filosóficamente, quizás no sea lícito examinar la historia de la ciencia concentrando la atención en la evolución de los conceptos. Siguiendo a Kuhn, los conceptos no evolucionarían por acumulación, sino por revoluciones que necesariamente los transforman: los crean, los alteran y, eventualmente, los hacen desaparecer.
Hay, sin embargo, quién puede negarlo, recipientes conceptuales que perduran a través de los cambios de paradigma. Conceptos que soportan el cambio, en la expresión de Aristóteles. Si examinar su evolución –no acumulativa, sino disruptiva– supone asomarse sesgadamente a esa sucesión de revoluciones, la genealogía de esos conceptos puede ser un ejercicio estimulante de la divulgación que permite considerar, en perspectiva, los distintos problemas que ataca una disciplina –o incluso varias– apelando a un mismo concepto.
Algunos conceptos perduran por acuerdos operativos externos, anteriores al concepto mismo, por pactos preexistentes. La energía sería el ejemplo paradigmático: cambiar para perdurar. A través de la historia de la ciencia, podría decirse que la verdadera transformación de la energía ha sido conceptual. La energía es un concepto que ha ido tomando forma en el sostenimiento de una convicción, la del principio de conservación. En toda transformación material hay algo que se conserva. Esa convicción griega, del siglo V a. C., nunca abandonada, es la intuición filosófica que preexiste a la energía. El acuerdo que transforma a cada paso lo conservado.
Otros perduran porque parecen estar en el orden mismo de las cosas. La materia es un concepto que difícilmente podría no existir, y sin embargo, el poder reduccionista de la energía la amenaza. ¿Qué alternativa conceptual podríamos imaginar a la materia? Es una comodidad del pensamiento. Pero los conceptos cómodos reservan sorpresas. La materia, en particular, obliga a pensar en la extensión, y en la posibilidad –o no– de dividirla indefinidamente, y en la necesidad de establecer un límite material a esa división: el átomo. Es indudable que el átomo presenta dificultades conceptuales insalvables, pero no es más que la concentración en un punto de todas las dificultades conceptuales emboscadas, desde el principio, en el concepto de materia.
¿Qué tipo de concepto es el vacío? En principio, uno que ha evolucionado siguiendo un movimiento muy común de precisión conceptual: la separación gradual. El vacío se ha delimitado paulatinamente, dejando establecido con precisión aquello que no es.
Al principio, el vacío es la Nada. Y por eso, durante mucho tiempo, el concepto va a arrastrar –aun ante la posibilidad de conducir experimentos en el laboratorio, consagrada por la revolución científica del siglo XVII– las dificultades conceptuales propias de la nada. Es decir, los filósofos que persistirán en pensar el vacío en términos de nada, asimilándolo a la Nada filosófica –Descartes, por ejemplo, que creía en la presencia ubicua de un fluido transparente, la materia sutil– van a impugnar con argumentos filosóficos a priori la posibilidad de la experimentación con el vacío.
Pero si al principio es la nada, un primer uso argumentativo va a hacer que el vacío gane cierta precisión material, que se despoje del hábito metafísico y, separándose del ser, se acerque a la materia. Los filósofos del atomismo clásico –Demócrito, Epicuro, Lucrecio– van a transformar el vacío en la conclusión lógica, y complementaria, del postulado de los átomos. Desde entonces, ser partidario de la existencia del vacío –ser vacuista– es ser atomista.
La materia que vemos, explicaban los atomistas, está compuesta de átomos y vacío. Los átomos son la unidad material que ya no puede dividirse, y entre un átomo y otro deberá haber, necesariamente, vacío, es decir, falta de materia. Porque, ¿qué sentido tendría pensar que las unidades materiales mínimas se bañan en un mar de materia? ¿Esa materia, de qué estaría compuesta? Necesariamente, de átomos, y el argumento conduciría a una recurrencia infinita. Establecer entonces un límite para la división de la materia implica la complementaria existencia del vacío. La materia está compuesta por átomos, y por una complementaria falta de átomos.
Además, los átomos se mueven. Y en la concepción de los atomistas el vacío será el intervalo necesario entre átomos para que ese movimiento ocurra. El vacío es la condición de posibilidad del movimiento.
Meliso de Samos, un comandante naval del siglo V a. C. que ejerció cierta influencia sobre los atomistas –una influencia involuntaria, si se quiere, porque los argumentos que Meliso utilizó para impugnar el vacío sirvieron a la causa opuesta entre los atomistas– ya había notado la relación de necesidad entre vacío y movimiento. Pero Meliso era partidario del ser inmóvil de Parménides, y cuando entendió que el movimiento implicaba el vacío, como no creía en su existencia –un absurdo–, pensó que el argumento le serviría para negar el movimiento –lo que increíblemente consideraba sensato. Los atomistas, por el contrario, que acordaban con Meliso en que el movimiento implicaba el vacío, de la evidente constatación de la posibilidad del movimiento concluyeron la existencia del vacío.
A esas ideas se opusieron Platón y Aristóteles. En particular, Aristóteles encarnará el plenismo durante siglos, porque su crítica del vacío fue exhaustiva. Se ocupó de rebatir cada argumento metódicamente. En particular, los dos argumentos asociados de los atomistas: la idea de que el movimiento implicaba el vacío y la concepción del espacio como entidad independiente de los cuerpos.
Sobre el espacio, en particular, explicó que no había una extensión diferente de la de los cuerpos. Ni una extensión interior, digamos, que dividiera la naturaleza corporal –el vacío interno de los cuerpos, de Lucrecio, responsable de las diferencias de peso– socavando su continuidad, ni una exterior, que permitiera el movimiento.
La física plenista de Aristóteles condujo en la Edad Media a la convicción singular de que “la naturaleza aborrecía el vacío”. El horror vacui funcionó como un principio general –de algún modo, como el equivalente de la conservación de la energía en nuestros días, o de la conservación de la materia después de Lavoisier– que servía para explicar –o para no explicar– fenómenos diversos, como el funcionamiento de la bomba de succión, por ejemplo.
Si la revolución científica del siglo XVII condujo a una ciencia nueva, basada en la lógica experimental, en el caso del vacío, el paso fue paradigmático, simbólico, porque un discípulo de Galileo, Evangelista Torricelli, dio vuelta un tubo y zanjó –o iluminó, más bien– magistralmente una discusión secular.
Ya Galileo había notado que existía un límite para la altura a la que podía elevarse el agua utilizando una bomba de succión. Subía hasta diez metros y medio, pero no más. Galileo conocía el principio explicativo del horror vacui, pero consideraba que había algo insatisfactorio en invocar la incapacidad de las bombas para elevar el agua por encima de una determinada altura como evidencia del aborrecimiento del vacío por parte de la naturaleza. La pregunta era: ¿por qué el nivel de aborrecimiento de la naturaleza llegaba hasta una altura determinada?
Evangelista Torricelli, un discípulo de Galileo, llevó a cabo el experimento que debía responder la pregunta del maestro. En 1643, en Roma, llenó de mercurio un tubo de vidrio –con un extremo abierto–, lo invirtió –‘tapando la abertura con el dedo o de algún otro modo’ según la explicación ingenua de Pascal, que va a repetir el experimento en Francia–, sumergió el extremo abierto en un recipiente con mercurio, y vio que el nivel del mercurio en el tubo, inesperadamente, sólo descendía algunos centímetros. Esta vez las preguntas eran dos: ¿qué podía haber quedado dentro del tubo, en el lugar del mercurio que había descendido de nivel, sino vacío? ¿Qué sostenía la columna de mercurio?
El experimento era magistral, y Torricelli sacó todas las consecuencias lógicas que pudo: no sólo existía el vacío, sino que el aire pesaba y era el peso del aire sobre la superficie del mercurio el que sostenía la columna. Se dio cuenta también de que la altura de la columna variaba en determinadas circunstancias, y concluyó que “vivimos sumergidos en el fondo de un mar de aire elemental”.
Cuatro años después, el experimento romano fue divulgado en Francia. Pascal mandó a su cuñado a la cima del Puydedôme, un volcán del sur de Francia, para que lo repitiera a diversas alturas, y anotara las variaciones de la altura de la columna. Todas esas operaciones empíricas acabaron imponiendo la idea de que, si con la altura el aire se enrarecía hasta desaparecer, entonces la tierra estaba rodeada de vacío.
Cuando el experimento de Torricelli llegó a Alemania, en 1654, Otto von Guericke, un físico alemán, hizo demostraciones espectaculares e ingeniosas, para refutar empíricamente el principio de que la naturaleza aborrecía el vacío. Construyó una esfera apoyando, uno contra otro, hemisferios simétricos. Después, mediante una bomba, hizo vacío en el interior de la esfera, y ordenó que varios caballos tiraran de los hemisferios, para separarlos. La separación sólo se lograba utilizando dieciséis caballos, ocho por hemisferio. Von Guericke explicaba entonces que la naturaleza no podía aborrecer el vacío que tan celosamente guardaba en el interior de la esfera.
Lo que sigue en la historia del vacío son dos experimentos cuyos resultados siguen desafiando nuestra capacidad de asombro.
La física del siglo XIX –aunque las dificultades procedían de la época de Newton– inventó ese concepto ubicuo, el éter, para explicar la propagación de la luz. Si las ecuaciones ejemplares que James Clerk Maxwell obtuvo hacia 1870 para el electromagnetismo predecían que la luz era una onda transversal a la dirección de propagación, aquella onda exigía un medio material a través del cual propagarse. Se postuló entonces la existencia de una sustancia material ad hoc: el éter.
Bajo el influjo persuasivo de los resultados de Maxwell, considerados como la cumbre de la física, en la segunda mitad del siglo XIX la opinión aceptada por casi todos los científicos era que el espacio estaba lleno de un fluido etéreo, ubicuo, a través del cual la luz se propagaba, que mediaba todas las fuerzas y evitaba así la enojosa acción a distancia. Pero pronto, previsiblemente, las características empíricas de aquel medio misterioso fueron objeto de debate. ¿Qué propiedades tenía el éter?
Se necesitaba un experimento. Maxwell ya había sugerido que comprobar si la velocidad de la luz era la misma en todas las direcciones enseñaría algo sobre el éter a través del cual se propagaba. Trazando analogías simples, Michelson y Morley, dos investigadores norteamericanos, diseñaron el experimento y en 1887 concluyeron que la luz viajaba a la misma velocidad independientemente de la velocidad de su fuente. El resultado, sorprendente, fue que, o bien no había éter estacionario –una hipótesis que se había inventado para salvar las dificultades– o bien no había éter en absoluto. Menos de viente años después, Albert Einstein publicó un artículo que decretó la muerte definitiva del éter. La luz no lo necesitaba: siempre se movía a la misma velocidad, a través del vacío.
Otro resultado de Einstein, la equivalencia entre masa y energía, trajo dificultades conceptuales suplementarias al vacío. Digamos que si el vacío es la ausencia de materia –y Maxwell decía que el vacío es lo que queda en un recipiente una vez que hemos retirado todo lo que podemos retirar, una definición retóricamente inapelable– a través de la equivalencia con la energía, para que un espacio sea considerado vacío habrá que asegurarse de que no contenga nada de energía. Cuánticamente, eso no es posible. Por eso la cuántica introdujo el concepto de estado vacío. El estado vacío sería, en realidad, el estado más vacío posible, en el sentido de que correspondería a la mínima energía posible. Sería el estado del que ya no puede retirarse más energía. Esa energía irreductible, la del punto cero, es la última manifestación del principio de incerteza de Heisenberg.
Para demostrar la realidad física de la energía de punto cero hacía falta, otra vez, un experimento, que fue sugerido por el físico holandés Hendrik Casimir en 1948. El experimento consistía en disponer paralelamente dos placas metálicas en el vacío cuántico, es decir, tan cerca como fuera posible del cero absoluto de temperatura. Teóricamente, la cuántica explica que el vacío cuántico –que existe, naturalmente, antes de introducir las placas– puede pensarse como un mar de ondas de punto cero de todas las longitudes de onda. Pero la introducción de las placas altera de un modo especial el vacío: hace que sólo algunas ondas puedan existir entre las dos placas –las que logran ubicar un número entero de longitudes de onda entre las placas. Como consecuencia de esa suerte de selección natural de las ondas, aparece una fuerza que empuja las placas una contra otra.
Previsiblemente, esa fuerza –la fuerza del vacío cuántico, si se quiere– es casi imperceptible. Pero en 1996, de acuerdo con las publicaciones, oh maravilla, se alcanzó su detección inequívoca.
El vacío cuántico es un hervidero de actividad –en la expresión del divulgador John Barrow– que puede concebirse como el mar compuesto por todas las partículas elementales y sus antipartículas, que aparecen y desaparecen continuamente. De todas las dificultades teóricas que supone, debemos retener que no es un concepto inocuo, que tiene consecuencias sobre las propiedades de las fuerzas básicas de la naturaleza, sobre la uniformidad o la diversidad del universo, y sobre su evolución.
El vacío fue, primero, la condición de posibilidad de la materia. Después, la del movimiento. Aborrecido por la naturaleza, sirvió como principio explicativo general. Fue el medio a través del cual se propagó, inconcebiblemente, la luz, y finalmente un hervidero de partículas intempestivas.
“¿Por qué existe algo y no más bien nada?”, se preguntaba el filósofo alemán Martin Heidegger. La nada, la negación de las cosas de que se ocupa una disciplina –el Ser, en el caso de Heidegger– es, en cierta medida, la posibilidad de existencia de esa cosa de la que se ocupa la disciplina. La pregunta de Heidegger remite calladamente, elípticamente, a esta idea: sería más fácil que no existiera nada antes que algo. En virtud de las nuevas teorías de la materia, no habría vacío. Por eso la pregunta que nos ocupa podría formularse invirtiendo los términos de la de Heidegger: ¿por qué no hay nada –por qué no hay vacío– sino más bien –y siempre– algo?
Partidarios y detractores del vacío utilizaron los mismos argumentos con intenciones opuestas. El atomista Lucrecio recoge en De rerum natura el argumento de quienes se oponen al vacío como condición de posibilidad del movimiento, el argumento de los peces en el agua. Que los peces naden en el agua –en el agua llena de agua–, afirman los filósofos plenistas, prueba que las cosas pueden moverse en un medio material. Los peces avanzan porque dejan detrás de ellos espacios libres de agua, donde las aguas obedientes van a refugiarse, dejándoles el camino libre por delante.
Lucrecio califica de enteramente falso el argumento y explica que es justamente el vacío, mezclado a la materia, el que permite el movimiento de los peces. Explica también que si dos cuerpos de igual volumen –una bola de lana y otra de plomo– pesan distinto, se debe a que una tiene más vacío en su interior. Así, el vacío, la única realidad sin peso, sería responsable de las diferencias de peso.
Hay conceptos corruptores, en la definición de Borges –“no hablo del mal, cuyo limitado imperio es la ética”. El infinito, por ejemplo, que parece descalabrar el pensamiento. ¿Hay algo infinito en la realidad material? Nada, en principio. El infinito, con su poder de corrupción, ¿está sólo en nosotros, en nuestro sistema de pensamiento? Lo único necesariamente infinito son los números. Pero, ¿existen los números o son una ilusión conceptual? ¿Podrían no existir? ¿Podría la matemática conducir a un inconcebible cambio de paradigma, a una refundación total de la ciencia, que los hiciera caer en el olvido, como los miasmas o el éter? Esas preguntas remiten a la existencia del infinito. Sin avanzar un ápice en la respuesta, con algo de la argucia retórica del sofista que toma la palabra para no responder, podríamos decir: la naturaleza del infinito remite a la de los números.
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