UNA EXPERIENCIA RACIAL: EL HUEVO DE LA SERPIENTE
Las utopías no son en principio buenas ni necesariamente apuntan al bienestar de la humanidad: Bernhard Föster, esposo de la hermana de Nietzsche, concibió delirios raciales dignos del ulterior racismo. Y sin olvidar, de paso, que un derivado de aquéllos fue apoyado por Dick Cheney, el repulsivo vicepresidente del repulsivo presidente Bush.
› Por Pablo Capanna
De todas las grandes aberraciones, torpezas y desaguisados por los cuales sin duda pasará a la historia el gobierno de George W. Bush, no son pocos los que hay que atribuir a su vicepresidente Dick Cheney. En los momentos en que no estaba ocupado cuidando los fabulosos negocios de su empresa Halliburton, Cheney era capaz de cometer torpezas menores, aunque no menos asombrosas.
Una de ellas fue el apoyo explícito que su oficina le dio a un proyecto que estaba llevando adelante un compositor californiano llamado David Woodard. El músico proclamaba intenciones tan buenas como establecer lazos fraternos entre los pueblos. Proponía establecer una alianza de “ciudades hermanas” entre una localidad estadounidense y otra paraguaya; Juniper Hills, en el sur de California, confraternizaría con Nueva Germania, a 250 kilómetros de Asunción.
Entre quienes impulsaban el proyecto había un director de cine norteamericano, un novelista suizo y algunas fundaciones benéficas. Los juniperianos se comprometían a canalizar toda la ayuda del Primer Mundo hacia una aldea perdida en el monte paraguayo. Con esos aportes los neogermanos comenzarían a rescatar a su ciudad de la decadencia y emprenderían la construcción de un gran teatro wagneriano en tierras latinoamericanas. Cuando Woodard ya llevaba recaudada una considerable cantidad de fondos, le llegó la bendición de Dick Cheney, quien no dudó en rubricar con su firma una moción de apoyo al proyecto.
Fue entonces cuando los inoportunos periodistas hicieron una somera y wikipédica investigación en torno de Nueva Germania. Descubrieron que se trataba de un colonia inspirada en un proyecto utópico racista, fundada a fines del siglo XIX por Elisabeth, la hermana de Nietzsche, y su esposo, el ideólogo antisemita Förster. Ambos habían sido honrados por Hitler como héroes nacionales. Por si eso fuera poco, Josef Mengele había estado escondido en Nueva Germania durante veinte años.
En cuanto al músico Woodard, era un conocido supremacista blanco, que se especializaba en música fúnebre. Había compuesto un himno en homenaje a Timothy MacVeigh, el terrorista que voló el edificio de Oklahoma y otro con una letra escrita por Jack Kevorkian (el “doctor Muerte”). También vendía unos aparatos “psicodélicos” llamados “Dreammachine” y contaba entre sus clientes a Kurt Cobain e Iggy Pop. Veneraba la memoria del ideólogo neonazi Pierce y ninguna de sus confusas explicaciones lograba convencer a nadie.
Cheney trató de esconder el traspié, los juniperianos juraron que no conocían a su vecino Woodard, el músico negó que fuera nazi y los neogermanos, con su híbrida cultura teutónico-guaranítica, siguieron vegetando en la miseria.
Esas cosas suelen ocurrirles a los funcionarios cuando firman sin leer todos los papeles que las secretarias les alcanzan, pero siempre queda la duda de saber si Cheney no estaría realmente de acuerdo con los ideales “arios”.
La historia de Nueva Germania es digna de un film de Werner Herzog. No hace tanto que fue rescatada del olvido; se volvió a hablar de ella desde el momento en que se estableció que Elisabeth Nietzsche (1846-1935) había manipulado los textos de Nietzsche para adecuarlos al nazismo. En 1993 aparecieron dos libros en torno del tema: la investigación histórica de un periodista inglés (Patria olvidada, de Ben MacIntyre) y una novela del maestro paraguayo Augusto Roa Bastos (El Fiscal).
Antes de casarse con la hermana de Nietzsche, Bernhard Förster era un profesor de secundaria con activa militancia antisemita. Fogoso orador, era conocido como el autor de un manifiesto que calificaba a los judíos de “parásitos del cuerpo alemán”. Uno de sus proyectos de deportación, que había recogido unas 277 mil firmas de adhesión, había sido elevado a Bismarck, aunque sin éxito.
Preocupado por la emigración alemana a América del Norte, Förster opinaba que “cada vez que un alemán se hace yanqui, la raza humana se empobrece”. Sus ojos miraban con esperanza a Sudamérica, donde confiaba hallar un hábitat virgen que le permitiera desarrollar un experimento de pureza racial teutónica, lejos de cualquier sospecha de democracia.
La inspiración la había encontrado en el ensayo “Religión y arte” (1880), que Richard Wagner había escrito contra la emancipación de los judíos. Pensaba crear una comunidad de vegetarianos austeros donde todos fueran de pura raza aria. Pero a pesar de que su cuñado había proclamado la muerte de Dios, pensaba hacerlos luteranos. Por supuesto, la actividad económica estaría en manos de su propia empresa, Försterhof.
Para llevar a la práctica sus sueños Förster contaba sólo con un mapa. Lo había dibujado el coronel Morgenstern, que para entonces era el ministro de Inmigraciones del Paraguay. Guiándose por ese mapa, estuvo dos años viajando por territorio paraguayo, en busca de un lugar donde comenzar a construir su utopía.
Comenzó a esbozar su plan en un trabajo de 1885 sobre “Colonias alemanas en el territorio superior de La Plata, con especial atención en el Paraguay” y negoció la cesión de tierras fiscales con el general Bernardino Caballero, que entonces presidía al país hermano. Cuando las primeras catorce familias “arias” llegaron a Montevideo en 1886 y remontaron el río hasta San Pedro, habían pasado apenas dieciséis años de la guerra de la Triple Alianza, y la masacre había reducido la población paraguaya a menos de la mitad. Sólo quedaban unas 300 mil personas, en su mayoría mujeres.
Los sajones eran casi todos universitarios, muchos de ellos músicos. Förster les había dicho que en Paraguay el azúcar crecía en varas y que las condiciones eran ideales para la agricultura. En cuanto descubrieron que los métodos alemanes de cultivo no se adaptaban a la selva y tuvieron que enfrentar los rigores del clima tropical, muchos de ellos no pudieron soportarlo y emprendieron el regreso a Alemania.
Los que quedaban levantaron una escuela, una capilla y una mansión que la propia Elisabeth rodeó de naranjos y palmeras. Pero a los tres años Förster ya estaba en bancarrota y optó por suicidarse. Pasaron cuatro años más antes de que también Elisabeth abandonara la colonia para volverse a Europa. Los pobladores quedaron varados en Paraguay, sin otra perspectiva que una larga decadencia.
Nada de las construcciones originales quedó en pie. Actualmente, no hay capilla ni escuela. El pueblo tiene unos 4 mil habitantes y es uno de los más pobres de la región. No hay agua corriente, electricidad ni teléfono, y los niños tienen que recorrer leguas a caballo para ir a la escuela más cercana.
Los primitivos pobladores fueron diezmados por las enfermedades, y sus descendientes hablan una mezcla de español y guaraní. En los casos en que no hubo mestizaje, el patrimonio genético de la “raza pura” se empobreció al cabo de 125 años de endogamia. Una de las fundaciones que ingenuamente se interesaron por el proyecto de Woodard se había propuesto estudiar las mutaciones y enfermedades hereditarias que suelen prosperar en un contexto de aislamiento.
El único éxito de Nueva Germania lo obtuvo el colono Federico Neumann en 1901, cuando logró cultivar y procesar la yerba mate, dando origen a una gran industria que otros explotaron. No fue un gran descubrimiento, porque un siglo antes los jesuitas habían cultivado y exportado yerba en proporciones industriales, difundiendo una costumbre que aún perdura en vastas regiones del Mercosur. Por una paradoja de la historia, sabemos que Federico Jorge Tatter, exiliado por Stroessner y desaparecido bajo la dictadura argentina, había nacido en Nueva Germania.
El tres de junio de 1889 Bernhard Förster, agobiado por las deudas y el fracaso de su colonia, se encerró en una habitación del Hotel del Lago, en San Bernardino, y se tomó una generosa dosis de morfina y estricnina. En su testamento, le había legado parte de Nueva Germania a Friedrich Nietzsche, a pesar de la antipatía que el filósofo le profesaba. De todos modos, llegaba tarde, porque el 3 de enero de ese año Nietzsche, tras abrazarse a un caballo en las calles de Turín, acababa de hundirse para siempre en la locura.
Nietzsche había detestado a Förster desde el primer momento, y ni siquiera se había dignado a ir a la boda de su hermana. También detestaba al partido de Förster y odiaba que lo confundieran con “la canalla antisemita”.
Nada de eso significa que no fuera racista. Ni siquiera sus devotos posmodernos serían capaces de adjudicarle algún rasgo de tolerancia. El hombre que se veía como Zarathustra, Dionisio o el Superhombre no sólo despreciaba a los judíos sino también a los alemanes y al resto de la especie humana. Su última conferencia pública había sido para condenar los males de la educación popular. Eso sí, lo que aborrecía era que lo usaran con fines políticos, pero irónicamente ese acabó por ser su destino en cuanto quedó inválido en manos de su hermana.
Su ruptura definitiva con Elisabeth ocurrió en 1888, en plena experiencia paraguaya. Antes de eso, la hermana le había ofrecido varias veces invertir algún dinero en la colonia, pero Nietzsche se había negado. Tampoco había querido viajar a Sudamérica. Se burlaba de todas las utopías de retorno a la naturaleza, y las calificaba explícitamente de “filosofía para el ganado”. “A mí, ni a rastras me llevan allá”, añadía, dejando bien sentado que jamás hubiera elegido vivir en un país cálido, donde ni siquiera habría una buena biblioteca.
En 1893, unos años después del suicidio de su marido, Elisabeth volvió a Alemania. Se hizo cargo de la organización, junto al esoterista Rudolf Steiner, del Archivo Nietzsche y la edición de los manuscritos inéditos de su hermano. También se encargó de explotar la fama de Federico hasta más allá de su muerte. Llegó a cobrar entrada para que los devotos pudieran verlo, cuando estaba reducido a la invalidez. Metió manos en su manuscrito para componer La voluntad de poder y aunque no falsificó los textos, como admitía hasta Gilles Deleuze, los manipuló para ponerlos al servicio de la naciente ideología nazi.
Tenía 84 años cuando adhirió al Partido Nazi. Apenas Hitler llegó al poder ella se encargó de consagrarlo al presidir una ceremonia en la cual le hizo entrega a Hitler del bastón que había usado Nietzsche. El Führer posó para la foto empuñando el bastón (que, simbólicamente, era de mando) y se hizo retratar junto al busto del filósofo.
También mandó enviar tierra alemana al Paraguay, para que fuera depositada en la tumba de Förster. Así hablaba Zarathustra pasó ser la Biblia de la Juventud Hitleriana, y un ejemplar del libro fue depositado en el santuario nazi de Tannenberg junto a Mi Lucha y El mito del siglo XX, de Rosenberg.
Cuando Elisabeth murió, Hitler mandó celebrar un solemne funeral de Estado. Como se ve, no siempre las utopías son humanitarias. Y si en este caso el clima tropical pudo más que los sueños despóticos, se diría que el huevo de la serpiente comenzó a incubarse bajo la Cruz del Sur.
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