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Sábado, 5 de diciembre de 2009

DEMONIOS, BRUJAS Y APARENTES PARADOJAS

Gente ambigua

Hay muchas formas de acceder a la historia, más allá de las que conocen los historiadores profesionales. La mayoría de nosotros, movidos por la curiosidad, la política o el interés cultural, sólo tratamos de averiguar cómo hemos llegado hasta aquí. Pero casi todos nos vemos expuestos a las distorsiones y casi siempre se hace necesario sortear algunas trampas, especialmente cuando accedemos por medio de la divulgación.

 Por Pablo Capanna

En un país joven como la Argentina, que en un momento necesitó crear mitos aglutinantes, la distorsión más obvia es esa “historia oficial” que todos sufrimos alguna vez. En ella no había hombres ni mujeres sino héroes, sabios, madres y heroínas. Todas las anécdotas encerraban una moraleja y cualquier arbitrariedad podía ser exaltada como una hazaña. El descrédito que se había ganado esa historia de mármol, bronce y actos escolares engendró otra historia revisionista que practicaba la inversión de signos (donde decía “héroe” había que leer “villano”), pero no dejaba de ser tan marmórea como la otra.

A más de un corrupto, ese tipo de historia le habrá servido de justificación. Si los próceres eran superhombres, ¿qué le quedaba a uno, que era apenas un empleaducho? Bien podía tolerársele alguna deshonestidad, porque después de todo era humano. Tampoco faltaban los que argumentaban que en todo caso los del bando contrario eran más sucios que los nuestros.

Como consecuencia casi inevitable de aquellas mitologías cuasi escolares se produjo la aparición de una historia más frívola, hecha de anécdotas que permiten pasar por entendido sin demasiado esfuerzo. Ahora se competía en descubrir qué héroes sufrían de acidez crónica, eran cornudos o cabreros, tenían hijos no reconocidos o acostumbraban clavar al sastre, pero se perdía de vista aquello que, para bien o para mal, habían hecho o dejado de hacer.

Claro que todavía quedaba esa historia que suele ser tildada de “académica” porque es tremendamente aburrida. No divierte ni entretiene, pero hay que admitir que es la que anda más cerca de los hechos.

Una de las simplificaciones más comunes a las que se recurre para entender la historia es la que podríamos calificar de “maniquea”. Por cierto, los seguidores de Manes (una religión muy importante que desde Irán se expandió hasta China) no tienen la culpa. Ellos veían al mundo como una lucha entre el bien y el mal, pero no eran más simplistas que los ideólogos modernos. La costumbre ha hecho que usemos la palabra “maniqueo” para aludir a la tendencia a dividir al mundo entre buenos y malos, amigos y enemigos, ellos y los nuestros.

Por desgracia, el “maniqueísmo” ideológico se da hasta en las sobrias regiones de la historia de las ideas. No es fácil resistir la tentación de señalar a unos como exponentes del progreso y a otros como irremediables retrógrados, en lugar de conformarse con establecer quiénes fueron mejores que otros.

Los roles no siempre están definidos con nitidez. Hegel no fue el único en recurrir a la metáfora de “la astucia de la razón” para explicar cómo es posible que algo que se ha emprendido con intenciones egoístas acabe paradójicamente por beneficiar a la sociedad, o que con buenas intenciones se puedan obtener resultados nefastos. Eso es lo que hace difícil encasillar a la gente, a la hora de evaluar sus acciones y las consecuencias de sus actos. El caso del jurista Bodin y el médico Wier puede ser uno de ésos.

Un pilar del Estado

Cualquier estudiante de ciencia política, y quizás hasta un alumno de instrucción cívica, sabrá (o debería saber) que el concepto de “soberanía” se lo debemos al francés Jean Bodin, uno de los constructores de la teoría del Estado moderno.

Bodin (1529-1596) aparece en todos los manuales con la imagen de un sabio venerable, cuyos consejos eran escuchados por los poderosos de su tiempo. Tras una formación monacal, algo bastante habitual en su tiempo, había sido un respetado profesor de derecho romano y sus reflexiones sobre la política estaban en un clásico tratado, Los seis libros de la República (1576). Bodin frecuentaba la corte del rey Enrique III, con quien solía cenar habitualmente, pero se decía que había escapado “milagrosamente” de la Noche de San Bartolomé, cuando un sinnúmero de hugonotes (protestantes) fueron masacrados por los católicos.

Los economistas también recuerdan a Bodin por una polémica en la cual sostuvo que la inflación se debía al exceso de metales preciosos en el mercado. En esa ocasión había expuesto los principios de la doctrina que luego se llamaría mercantilismo.

A Bodin le tocó vivir en el tiempo de las sangrientas guerras de religión, donde católicos y protestantes se degollaban invocando la defensa de uno u otro dogma, aunque los intereses que defendían eran los mismos que en cualquier otra guerra. Bodin se identificaba con un tercer partido (el de “los políticos”) que defendían la tolerancia religiosa y proponían que el Estado fuera el árbitro que garantizara la paz social.

En un diálogo que publicó en forma anónima, Bodin defendía la libertad de conciencia y la tolerancia entre las distintas facciones cristianas (algo que resultaba bastante chocante para los ánimos enardecidos de ambos bandos) y les proponía pactar sobre la base de una “religión natural”, basada en principios morales.

Como teórico de la política, Bodin sostenía que el poder nace de un pacto entre las familias más poderosas (algo bastante común hasta en nuestros democráticos tiempos), pero que el Estado debía ser totalmente independiente de la Iglesia. No se limitaba a proponer la tolerancia; hasta llegaba a sugerir que la educación debía ser igual para todos.

No sólo eso; frente a las ambiciones del rey Carlos IX, que quería apropiarse de los bosques de Normandía para sus cotos de caza, Bodin sostuvo que los bosques eran del pueblo y que el rey sólo era su administrador.

La otra cara

Cualquiera de nosotros que hubiera vivido en el siglo XV, y en el supuesto de que alguien llamara a elecciones, hubiera estado dispuesto a votar a Bodin. Su plataforma era bastante progresista, no sólo para esos tiempos.

Pero hay otro Bodin, el que desempeñó un importante papel en la caza de brujas, no sólo como ideólogo, sino como responsable de la ejecución de miles de mujeres, niños e inválidos. Al enviarlos a la hoguera, Bodin recomendaba específicamente que los quemaran a fuego lento para que tuvieran un adelanto de los sufrimientos del infierno.

Entre los tratados de Bodin que las biografías sintéticas ocultan con cierto pudor, se encuentra La demonomanía de las brujas (1580). A juzgar por su título, se diría que está del lado de la cordura, en cuanto trata como demencia al fanatismo de las brujas, a menudo tan ciego como el de sus perseguidores.

Pero de hecho, Bodin condena a la brujería como el más atroz de los crímenes, y considera que merece el peor de los castigos por subvertir el orden establecido. Su obra se explaya en los métodos inquisitoriales para la recolección de “pruebas” y detalla obsesivamente las penalidades, con marcada preferencia por la hoguera.

Acosado por una patológica misoginia, Bodin pretendía que la mujer es más propensa a caer seducida por los demonios, porque su naturaleza es “casi animal”. Dedicaba un desmesurado espacio a clasificar todas las formas de ligamen, el maleficio con el cual las brujas podían volver estéril una pareja o impotente a un hombre. La impotencia parece haber sido el principal problema de su vida y quizá nos explique su ensañamiento con las mujeres.

También sabemos que su vida tiene varias zonas oscuras, en parte porque en su tiempo hubo varios Jean Bodin con actuación pública. Esta circunstancia hace difícil atribuirle algunas obras, pero no es ése el caso de la demonomanía. Hasta se dice que practicaba en secreto la magia, lo cual explicaría por qué sobreactuaba el papel de inflexible inquisidor. No sería el primer converso que se vuelve fanático.

Despacho de minoria

La pandemia de la brujería duró hasta mediados del siglo XVII, el siglo de la ciencia, y se cobró miles de víctimas. No sólo hizo estragos de innumerables vidas inocentes. También encegueció a los intelectuales de la época. Una muestra es el célebre manual Malleus maleficarum (el martillo de las brujas), cuyos autores fueron dos profesores universitarios, Spranger y Krämer. Libros como ése desencadenaron todas las atrocidades y sentaron un siniestro precedente para los inquisidores que, con otras excusas, seguirían su ejemplo en los siglos venideros.

En la clase culta, el pánico arrastró a la mayoría, y sólo unos pocos supieron conservar la cordura. Uno de éstos fue el escéptico Reginald Scot, que salió en defensa de las brujas porque no creía en los poderes diabólicos y prefería dedicarse a explicar los trucos de los magos. Casi todos los ejemplares de su libro Descubrimiento de la brujería (1584) fueron quemados en la plaza pública, de manera que sus repercusiones fueron mínimas, y el reconocimiento recién le llegaría de la mano de los historiadores.

Un poco más de audiencia tuvo el médico holandés Johann Wier (1515-1588), quien se atrevió a criticar al Malleus y a buscar explicaciones naturales para los fenómenos asociados con la brujería. Buena parte del libro de Bodin está dedicada a polemizar con Wier.

Wier seguía a Paracelso, quien ya había naturalizado la cuestión al quitar al diablo del medio, eximiendo a las brujas de culpa y responsabilizando de su conducta a los astros. Pero Wier fue el primero en hablar de “enfermedad mental” para esos casos.

El médico, que solía ser consultado como perito en los juicios de brujería, llegó a la conclusión de que las brujas estaban locas si hacían todo lo que se les atribuía. El diablo, argumentaba Wier, debía ser estúpido si se tomaba tanto trabajo en seducir a unas viejas feas y miserables. Con gran tino, descalificó las “confesiones” de las hechiceras no sólo porque eran arrancadas bajo tortura, sino porque la “melancolía” las hacía poco confiables. Propuso a médicos y sacerdotes que se ocuparan de asistirlas, en lugar de perseguirlas.

Wier se atrevió a decir que la persecución de las brujas era ilícita, porque en el peor de los casos no eran más que víctimas. Las brujas no eran herejes ni enemigas de la sociedad, sino enfermas mentales acosadas por los íncubos de su locura.

Más allá del prestigio de que gozaba como médico, Wier había sido el tutor del futuro rey Enrique IV (el tolerante Enrique de Navarra), lo cual le daba cierta respetabilidad. Su voz solitaria fue rescatada mucho después de su tiempo, y hoy existe una fundación holandesa que defiende los derechos humanos en su nombre.

Pero ocurre que Wier escribió nada menos que tres libros en torno de la brujería: Las ilusiones de los demonios (1563), El libro de las lamias (1577) y la Seudomonarquía demoníaca (1577). El último, en particular, es un verdadero censo de los demonios, sus parentescos y asociaciones, hecho con una minuciosidad digna de mejor causa. Se cree que su intención era satírica, pero eso no impide que algunos ocultistas de hoy lo sigan citando con respeto.

Resulta que Wier había iniciado su carrera como asistente del famoso mago Cornelio Agrippa, a quien le debemos el término “ciencias ocultas”. Existen fundadas sospechas de que no sólo estudiaba y practicaba la magia, sino que había intentado invocar a los demonios.

Wier creía en los demonios tanto como Bodin. Incluso podría decirse que estaba defendiendo a su propio gremio. Su cordura era relativamente mayor que el promedio de su tiempo, en el que pocos se atrevían a enfrentar la psicosis colectiva, aunque su sensibilidad ética era sin duda poco común.

Bodin, por su parte, era un enfermo mental, aunque de los peligrosos.

La gran paradoja es que, por tortuosos caminos, acabamos por heredar a ambos. No siempre es fácil distinguir santos de pecadores, más allá del blanco y negro de algunos o el rutilante technicolor de otros. La realidad tiene un espectro muy amplio.

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