La reunión de Copenhague renueva las expectativas de evitar el Apocalipsis climático, que esta vez, a diferencia del año 1000, la guerra nuclear –el enfriamiento global–, el Y2K, apocalipsis de otros tiempos ya olvidados, parece ser una amenaza cierta. Bueno, aquí Marcelo Rodríguez cuenta, a vuelo de pájaro, lo que los nuevos apóstoles de la salvación humana están discutiendo en la lejana (para nosotros) Dinamarca.
› Por Marcelo Rodriguez
Fundada o no, la impresión común sobre la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático –COP-15– que se está realizando hasta el 18 de diciembre en la capital danesa gira alrededor de una idea: la de una gran oportunidad de salvar al planeta del colapso. Casi nada. No hace falta mucha matemática para calcular la expectativa que carga este encuentro, del que participan unas 15 mil personas de casi todos los países.
Algo genera más expectativa aún: a diferencia de lo que sucedió en el Protocolo de Kioto, el anterior acuerdo para reducir los gases que generan el efecto invernadero a nivel planetario –firmado en 1997 y vigente hasta 2012–, esta vez también participa Estados Unidos, que junto con China y la India son los mayores emisores mundiales de esos gases, fundamentalmente dióxido de carbono, metano y óxido nitroso. ¿Cuál será su forma de asumir la responsabilidad en el calentamiento global?
El primer límite realista es que, por tal circunstancia, muchos se conformarán con hacerles poner la firma en un acuerdo que sea vinculante, es decir: que obligue a los firmantes bajo pena de sanción a cumplir con las resoluciones que se deriven de estas discusiones. ¿Cuánto bajarán las exigencias de tal acuerdo en caso de que se logre, tan sólo por lograr esas firmas? Es otra de las grandes incógnitas.
¿Quiénes discuten en Copenhague? En principio, cada uno de los gobiernos de más de 190 países designaron su comitiva de representantes: embajadores, legisladores, diplomáticos. Cuando Barack Obama anunció su presencia en Dinamarca pareció hacerse carne la idea de que la cosa iba en serio, y empezaron a anotarse varios otros primeros mandatarios, entre ellos Lula da Silva y Cristina Fernández.
Los representantes oficiales serán quienes negocien y firmen los acuerdos. Y volverán, cada uno a su país, a hacer números. Pero también forman parte de la tropa los grupos de expertos, que están haciendo de apoyo para debatir los aspectos técnicos de cada posible medida o acuerdo cuya implementación se estudie, basados –en general– en los cálculos de los científicos del IPCC, que tienen evaluadas las posibles consecuencias del cambio climático en curso ante cada escenario de crecimiento económico y de recambio hacia energías “limpias”.
Y además los integrantes de la sociedad civil, a través de asociaciones ambientalistas y sociales y otras organizaciones no gubernamentales, también tienen su lugar en la COP-15 en carácter de veedores. Y ésta es una de las razones por las que la militancia ecologista en todo el mundo le confiere cierta legitimidad a este encuentro, al que apuesta más fichas que a los realizados por la Organización Mundial del Comercio o la OCDE –el club de los 20 países más ricos–, que sólo dejan la protesta como forma de participación. Los daneses, igualmente y por las dudas, no dejaron de anunciar a los potenciales troublemakers lo cómodos que son los calabozos de la tierra del filósofo Kierkegaard y del príncipe Hamlet para pasar la Navidad, el Año Nuevo y hasta enero, all inclusive.
El austríaco Yvo de Boer describió los que serían para él, como secretario ejecutivo de la Unfccc, que es el Convenio Marco de la ONU para el Cambio Climático, los imperativos categóricos de este encuentro en Copenhague: regular la emisión de gases de efecto invernadero, especialmente en los países con crecimiento más acelerado (India y China aumentaron entre 100 y 150 por ciento sus emisiones en 15 años) y discutir cómo financiar tanto el recambio energético hacia tecnologías “verdes” como la mitigación del impacto ecológico –y de rebote, el impacto social y humano– del cambio climático en los países pobres.
Los números que se manejan como posibles objetivos (lo reconocen casi todos) son arbitrarios. Reducir para el año 2020 un 40% la emisión de gases de efecto invernadero respecto de los valores de 1990. O sea, grosso modo: que Estados Unidos, por ejemplo, tome la decisión de quemar un 40% menos de petróleo y que, si no está dispuesto a restringir su consumo energético, convierta en esta década que se inicia casi la mitad de su energía en energía limpia y renovable (siguiendo a rajatabla el Protocolo de Kioto, Dinamarca habría logrado una reducción del 19%). Que la proporción de gases tóxicos en la atmósfera no pase de 450 partes por millón para el año 2050, lo cual si se hace caso de las proyecciones del IPCC respecto de las consecuencias para la vida de las especies (incluido el hombre) y los ecosistemas sería un resultado de por sí poco pretencioso.
Con respecto al calentamiento global, el número que el sentido común imperante en Copenhague baraja como meta es que la temperatura promedio del planeta no suba más de 2ºC en este siglo XXI. Sin embargo, según el IPCC, la temperatura ya subió un grado desde el inicio de la Revolución Industrial hace 200 años, y habría 0,8ºC más de aumento asegurado sólo por los gases de efecto invernadero que ya se han liberado a la atmósfera, porque su efecto es retardado. O sea: si cesara toda la actividad económica mundial, ya estaríamos casi al límite. Son infinitas las conjeturas y especulaciones que pueden hacerse acerca de esta sensación de que se entra al partido perdiendo por goleada. Hay quienes aseguran que incluso la idea de acabar con el capitalismo sería menos ambiciosa que ganar este partido.
Esos objetivos de la COP-15 vienen prefigurándose desde el encuentro del Unfccc hecho en el 2007 en Bali, que fue su preparativo directo. Y un punto interesante es que esta conceptualización supone un cambio. Porque en el Protocolo de Kioto había sólo dos tipos de países: los “desarrollados”, o responsables máximos del calentamiento global por su proceso de industrialización, y los países “en desarrollo”, víctimas de las consecuencias.
Pero en la COP-15 ya se adelantó el cambio de esa tesitura por la impronta de que, aun teniendo en cuenta los grados de responsabilidad, “todos somos responsables”. ¿Cómo “convencerán” a China y a la India de frenar su ritmo de crecimiento? Las grandes naciones industrializadas deberían reducir sus emisiones pero también, sobre todo, financiar la transferencia tecnológica a los países más pobres para crecer y desarrollarse sobre la base de formas de energía “verde”, amortizar los daños económicos que implicaría parar la deforestación –y en esto países como Brasil o Perú irían a la cabeza de ciertas responsabilidades, independientemente de su carácter de “ricos” o “pobres”– y mitigar las consecuencias sociales de los inminentes daños al ecosistema.
Un dato quizás auspicioso: hay cálculos difundidos por la ONG Greenpeace que ubican esta ayuda de dinero necesaria para los países menos desarrollados en unos 140 mil millones de dólares anuales: es mucho menos de lo que invirtió el gobierno estadounidense este año (700 mil millones) para salvar al sistema bancario de su crisis.
Pero tiene sus bemoles esta posible nueva forma de relación entre las naciones. Por ejemplo: las clases gobernantes de los países más pobres del planeta, ¿son tan pobres también? ¿No tienen, acaso, nada que ver en el empobrecimiento sistemático de sus pueblos? Pero suponiendo que sí tuvieran que ver, ¿habilitaría eso a una suerte de “gobierno global” a digitar las decisiones de gobierno de los países subsidiados en nombre de “la salvación del planeta”, para que esos subsidios –destinados en gran parte nada menos que a cambiar la matriz energética– se ejecuten según lo estipulado? Sean cuales fueren los resultados de la COP-15 –y en pocos días seguramente habrá interpretaciones muy diferentes acerca de si fue un éxito o si fue un fracaso–, el mundo que se viene después de Copenhague tampoco será un mundo sencillo.
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