Sábado, 9 de enero de 2010 | Hoy
FRONTERAS DE LA FISICA
Hace cuatro meses, en septiembre de 2009, un grupo de investigadores ingleses y franceses publicaba en la —y aquí la adjetivación obligatoria es prestigiosa— revista Nature un artículo en el que anunciaban, con bemoles topológicos, haber detectado el elusivo monopolo magnético, una partícula hipotética cuya existencia teórica propuso el físico inglés Paul Dirac en los años treinta. Ese anuncio vino a cumplir con una vieja tradición: la de anunciar periódicamente el hallazgo. Qué problemas resolvería el monopolo, o el ideal ontológico de la simetría.
Por Matias Alinovi
La inexistencia de la carga magnética suele ilustrarse así: tómese un imán cilíndrico. Compruébese que un extremo se pega a cualquier superficie metálica, mientras que el otro la repele. Decimos que los imanes tienen dos polos, norte y sur. Ahora, pártase al medio el imán. Lo que se obtiene es otro imán, con dos polos. Es decir, igual que antes, un extremo atrae, el otro repele. Divídaselo indefinidamente, e indefinidamente se obtendrá lo mismo: un imán con dos polos. En conclusión, los polos nunca podrán separarse. Nunca obtendremos un solo polo, un monopolo magnético. ¿Por qué los polos se dan siempre de a pares? ¿Qué impide que existan por separado? En principio nada, ése es el problema.
Hace cuatro meses, en septiembre de 2009, un grupo de investigadores ingleses y franceses publicaba en la –y aquí la adjetivación obligatoria es prestigiosa– revista Nature un artículo en el que anunciaban, con bemoles topológicos, haber detectado el elusivo monopolo magnético, una partícula hipotética cuya existencia teórica propuso el físico inglés Paul Dirac en los años treinta. Ese anuncio vino a cumplir con una vieja tradición: la de anunciar periódicamente el hallazgo.
Inopinadamente, la historia del elusivo monopolo magnético comienza en la fantasía teórica del físico inglés Paul Dirac. O, en rigor de verdad, un poco antes, con las ecuaciones del electromagnetismo: las ecuaciones ejemplares que obtuvo James Clerk Maxwell hacia 1870, y que compendiaban todos los resultados laboriosamente obtenidos hasta entonces experimentando con los fenómenos eléctricos y magnéticos.
Esos resultados eran los que había aportado Charles Coulomb al descubrir que las cargas eléctricas se atraían –o se repelían, de acuerdo al signo– con una fuerza inversamente proporcional a la distancia que las separaba; André Marie Ampère, que entendió que las corrientes eléctricas estacionarias, es decir, el movimiento siempre igual a sí mismo de las cargas eléctricas, producía un efecto misterioso, el campo magnético, y Michael Faraday, que descubrió el fenómeno de la inducción electromagnética, es decir, que esa entidad misteriosa que acababa de descubrir Ampère, y que se originaba en la corriente eléctrica, inducía, a su vez, una corriente eléctrica en cualquier circuito cerrado que se encontrara en su zona de influencia.
Con su resultado, Faraday operaba una primera síntesis perfecta: la electricidad generaba magnetismo, y el magnetismo electricidad. Aunque sólo faltaba la formalización definitiva de aquellos resultados, persistía, tal vez, una dificultad filosófica –que, por lo demás, en alguna medida persiste–, la de la acción a distancia. Las cargas parecían atraerse o repelerse a través de una misteriosa –¿e instantánea?– acción a distancia.
Faraday prefirió pensar que la responsable de aquellas fuerzas era una entidad misteriosa que lo ocupaba todo. La imaginó hecha de infinitas líneas: entre dos líneas siempre había otra. Pero Maxwell decidió que lo mejor era reemplazar las líneas de Faraday por un vector tangente a la línea en cada punto. Una entidad matemática, el campo, que asignaba un valor a cada punto del espacio. Y escribió entonces ecuaciones para aquellas cantidades artificiosas, el campo eléctrico y el campo magnético, que las consolidaron como entidades ubicuas.
Lícitamente, uno podría pensar que el trámite era arbitrario, que procedía de la fantasía de Faraday y de la fiebre tangencial de Maxwell. Pero ocurrió que aquellas ecuaciones, que describían la dinámica de los campos –los nuevos objetos no eran estáticos, se movían, cambiaban en el tiempo– predecían unas ondulaciones. Maxwell identificó aquellas ondulaciones con la luz y del modo más inesperado obtuvo una teoría completa sobre su misterio: la luz era una ondulación del campo electromagnético. Esa identificación inaudita condujo al desarrollo de una tecnología ingente, que confirmó del modo más definitivo la pertinencia del concepto de campo: apareció Hertz, y la radio, y todo el variado dominio de las radiaciones. Victorias argumentales de los realistas ingenuos sobre todos los otros credos epistemológicos.
Todos esos resultados quedaron entonces compendiados en las cuatro ecuaciones de Maxwell que relacionaban las entidades que se llamaban campo eléctrico y magnético, con sus fuentes, y el carácter artificioso que podían presentar aquellas entidades, definidas matemáticamente, había quedado desvanecido por la victoria definitiva en el terreno: a los incrédulos bastaba con indicarles la voz que surgía de la radio, trasmitida a distancia por las ondulaciones viajeras de los campos.
Las ecuaciones tenían, sin embargo, una particularidad: eran sin duda bellas, pero, tal vez, no eran perfectas. Es decir, mostraban que había una fuente estática para el campo eléctrico, la carga eléctrica, y que la carga en movimiento generaba un campo magnético. En otras palabras, que el campo magnético era una manifestación del movimiento de las cargas eléctricas. No había una fuente estática para el campo magnético. Eso, en sí mismo, no era un problema, sino un hecho. Pero algunos físicos insaciables –Dirac– sintieron esa disparidad como una falta.
Cuánto hay para escribir sobre las motivaciones de la simetría. O cuánto hay escrito, en realidad. Aquí, sólo digamos dos cosas, que podemos ejemplificar en la figura de Dirac: que los argumentos de simetría suelen emplearse en la física como poderosas herramientas operativas, y que en última instancia operan también como convicción ontológica. Es decir, Dirac, y la física, ya habían predecido resultados experimentales a partir de argumentos teóricos de simetría; ya habían utilizado con éxito la herramienta de la simetría. Pero además, Dirac –y la física– creía, en última instancia –y así lo escribió– que era “más importante que las ecuaciones de una teoría fueran bellas, que ajustar los datos experimentales”.
Puede parecer desconcertante que algo subjetivo como la belleza se proponga como argumento teórico válido, y que luego acabe induciendo procedimientos experimentales. Allí caben muchas preguntas. Por ejemplo, ¿por qué no aceptar las ecuaciones tal y como estaban escritas desde Maxwell si habían permitido explicar todos los fenómenos eléctricos y magnéticos, y construir innumerables dispositivos tecnológicos? La respuesta sería, lo veremos enseguida, que no había resultados teóricos que impidieran la existencia de los monopolos, y que, de existir, permitirían explicar algunas cosas. Pero también podría responderse que su existencia agregaría simetría a las leyes de Maxwell. A partir de allí las preguntas podrían seguir acumulándose, hasta la última, que sería: ¿y por qué la naturaleza tiene que ser simétrica? Pero para esa no hay respuesta simple.
Dirac miraba las ecuaciones de Maxwell y pensaba que si de algún modo existiera la carga magnética, si existieran partículas elementales portadoras de magnetismo –así como el electrón acarrea una unidad de carga eléctrica–, si existiera la “carga magnética”, en definitiva, entonces la disparidad de las ecuaciones de Maxwell desaparecería, y el campo magnético no sería sólo una manifestación del movimiento de la carga eléctrica, y de algún modo los dos campos estarían en un pie de igualdad.
Dirac publicó entonces un artículo –era el año treinta y uno– al que tituló “Singularidades cuánticas en el campo electromagnético”. Ahí explicaba que nada había en la física clásica que prohibiera la existencia de las cargas magnéticas. Y ahí se hacía, sobre todo, una pregunta extraordinaria a la luz de la cuántica naciente: ¿y en la cuántica? Es decir, ¿había algún obstáculo para la existencia de la carga magnética previsto por la cuántica?
Dirac demostró entonces que, de existir una carga magnética aislada, se encontraría la respuesta a una inveterada incógnita de la física moderna: ¿por qué todas las partículas elementales que se observan aisladas poseen una carga eléctrica que es múltiplo entero de la del electrón? En otras palabras, con sus cálculos teóricos Dirac mostraba que la existencia del monopolo implicaba la cuantización de la carga eléctrica, algo observado en la experiencia, pero nunca explicado: ¿qué otro aliciente hacía falta para lanzarse a la busca azarosa del monopolo?
Los rayos cósmicos están constituidos por partículas diversas y más o menos desconocidas que inciden sobre nuestra atmósfera desde el espacio exterior. La conjetura que siguió en nuestra historia fue considerar que los elusivos monopolos serían unas hipotéticas partículas elementales, muy pesadas, que formarían parte de los rayos cósmicos. Esa conjetura abrió nuevas posibilidades a los investigadores. Si los monopolos formaran parte de los rayos cósmicos de muy alta energía, al incidir sobre la tierra su paso habría dejado huellas, tal como lo hacen las partículas cargadas; de algún modo habrían ionizado la materia que atravesaron.
Las huellas de esa ionización se buscaron entonces en piedras muy antiguas –obsidianas de 200 millones de años–, en el fondo de los océanos –donde las partículas cargadas magnéticamente podrían haber quedado incrustadas, después de haber sido frenadas al atravesar el mar, y de donde, eventualmente, con un campo magnético suficientemente fuerte podrían arrancarse–, y aun en las piedras lunares: se analizaron las muestras que la Apolo 11 trajo a la Tierra.
Esas experiencias dispares se intentaron durante décadas. Nada funcionó. Y después de los haces incontrolables de partículas energéticas se utilizaron los haces disponibles en los aceleradores construidos por el hombre. Se creyó que al hacer incidir protones de alta energía sobre unas hojas de aluminio muy delgadas, tal vez podrían crearse monopolos. Se intentó en Brookhaven, cerca de Nueva York, en 1962. De los choques no surgió nada nuevo.
Sin embargo, en 1975, en Berkeley, ocurrió una primera evidencia positiva y conjetural de la existencia del monopolo. Esta vez el experimento consistía en colocar una serie de detectores en un globo –se volvía a la estrategia de los rayos cósmicos– que viajaba durante dos días. Lo cierto es que después de uno de esos viajes se encontró la marca de una partícula que había atravesado los detectores a la mitad de la velocidad de la luz y que ionizaba fuertemente, y de manera constante, la materia.
Para que semejante ionización pudiera ser causada por una carga eléctrica, la partícula debía tener una masa mayor a la de 10 mil protones juntos. Los investigadores prefirieron suponer entonces que el evento había sido causado por el pasaje de un monopolo magnético. Pero la interpretación no convenció. Y, sobre todo, el evento no se repitió. ¿Y qué es el experimento sin la repetición? Nada más que un evento, un suceso sin proyección epistemológica.
También el físico español Blas Cabrera –hijo y nieto de físicos famosos, según suele recordarse, como si esa prosapia en las ciencias exactas probara idoneidad– corrió esa misma suerte unitaria. Diseñó un experimento que consistía en disponer un anillo superconductor en una región en que el campo magnético era muy débil, para medir la corriente eléctrica en el anillo, munido de infinita paciencia. Si fortuitamente llegaba a ocurrir que un monopolo atravesara el anillo, entonces el pasaje debía registrarse con un salto en la corriente.
Durante meses, Cabrera, que trabajaba en la Universidad de Stanford, no midió ninguna variación, hasta que el 14 de febrero de 1982 se registró el ansiado salto, uno solo, en la corriente. Los detractores dijeron que podía deberse a una de múltiples causas –variaciones en el voltaje de la línea, interferencia elcetromagnética con otros aparatos, el impacto inoportuno de un rayo cósmico sobre el anillo, un temblor sísmico, un golpe en el aparato–, pero Cabrera descartó meticulosamente todas esas fuentes de error. El problema es que el evento no se registró nunca más. ¿Y qué es el experimento sin repetición? Ya lo sabemos.
Ahora –o hace cuatro meses, más bien– ocurre un nuevo episodio. Esta vez, sin embargo, el experimento está lejos de la simplicidad intuitiva de los anteriores, y es divulgativamente intraducible. Los investigadores explican que otro modo en el que podrían existir los monopolos sería bajo la forma de unas disposiciones topológicas de los extremos de unos tubos denominados cuerdas de Dirac. Objetos que nunca se habían detectado hasta ahora.
Es decir, en este caso los monopolos no serían partículas, sino que emergerían como un estado de la materia a partir de un arreglo especial de los dipolos magnéticos que forman parte del material. El experimento es menos espectacular de lo que parece. Lo que se obtuvo, en definitiva, fue una ordenación particular de los átomos de un cristal a temperaturas muy bajas, aquella forma de ordenación que llaman cuerdas de Dirac.
Salvando lo insalvable –que no se trata de monopolos, sino de cuerdas de Dirac–, el experimento es epistemológicamente conflictivo, porque está algo forzado. Imaginemos que uno quiere saber si determinada entidad teórica existe en la naturaleza, si forma parte de una clase natural, y que al no lograr detectarla decide inventarla. Si se la inventa materialmente, ¿existe? Desde luego que sí. Uno puede decir que un reloj existe, pero, ¿acaso se descubrió? El elusivo monopolo magnético persevera en su existencia conjetural.
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