Sáb 22.05.2010
futuro

La tierra trema

La bucólica idea de que la Tierra es un lugar pacífico en donde, de no mediar la interferencia humana, la naturaleza haría su trabajo en forma tranquila, estable y pacífica, es el resultado de una vida demasiado corta. Así es: la escala temporal de los seres humanos les impide (o al menos dificulta) comprender que la Tierra es un lugar naturalmente inestable en el largo plazo. Y cuando se habla de largo plazo, en la escala terrestre eso quiere decir millones de años. De hecho, nuestro planeta nació hace unos 4600 millones de años, un número realmente grande para nosotros que muy raramente superamos la centuria.

› Por Esteban Magnani y Carla Terrizzano

POR AQUEL ENTONCES

Desde su inicio, la historia de la Tierra fue agitada. En aquel entonces, en su inicio, el polvo de estrellas comenzaba a amontonarse, atraído por su propia gravedad, apelmazándose mientras sobre él caían constantemente meteoritos que impactaban a gran velocidad, otorgándole densidad y calor a esa proto-Tierra. Al hacerse más denso, el planeta comenzó a liberar el calor acumulado: de hecho, si hubiera sido más grande, la Tierra podría haber llegado a encenderse como aún ocurre con las estrellas, aunque en caso de ser más pequeña se hubiera enfriado como les ocurrió a otros planetas menores como Mercurio o incluso la Luna.

Recién hace unos 3500 millones de años la superficie comenzó a enfriarse lo suficiente como para que aparecieran los primeros trozos de corteza terrestre estables, y junto con éstos se conformaron los primeros continentes, a medida que las temperaturas continuaban su descenso, que luego formarían las placas tectónicas y los continentes.

Sobre esa superficie, y tras miles de millones de años de desplazamientos, choques, explosiones, apariciones y extinciones de múltiples especies, surgiría recientemente en los últimos miles de años una especie viva, la humana, capaz de creer que el planeta era un lugar estable, pero también de reconstruir un pasado movido y poco tranquilo.

CATASTROFISTAS Y UNIFORMISTAS

Durante buena parte de los siglos XVIII y XIX, la disputa en el campo de la geología se dio entre catastrofistas y uniformistas. Los primeros sostenían que la geografía terrestre se había formado por sucesivos “cataclismos globales”, que llevaban cada tanto a la muerte abrupta de los organismos sobre la Tierra. Dios era el encargado de, una vez más, abastecer al planeta de seres vivos. No había habido una sino varias inundaciones; la de Noé había sido simplemente la última. Esta visión permitía algo que encantaba tanto a los religiosos que podían incluir mediante historias bíblicas como el Diluvio Universal para justificar, por ejemplo, la existencia de fósiles marinos en distintas capas rocosas en las laderas de las montañas. Desde su punto de vista, el planeta era mayormente un escenario monótono y estático, interrumpido por algunos desastres. También era, además de relativamente nuevo, lo que justificaba, por ejemplo, que las montañas no se hubieran desgastado del todo, a pesar de que nadie hubiera visto una montaña surgir de una llanura.

Desde el bando contrario, los uniformistas sostenían, en cambio, que los procesos por los que se forman los accidentes geográficos estaban en permanente acción aunque no los podamos percibir, ya que mayormente suceden en escalas de tiempo muy largas. Una Tierra en permanente pero extremadamente lento cambio necesitaba millones de años para permitir, por ejemplo, la existencia del Himalaya o la Cordillera de los Andes. Pero no sólo eso: los uniformistas incorporaron una idea más que interesante al imaginario de los naturalistas de la época; ellos aseguraron que los procesos que modelaron la Tierra en el pasado son los mismos que la modelan en la actualidad, y fueron exactamente los mismos que los que la modelan actualmente. De esta manera, así como los astrónomos dan por sentado que las leyes físicas son las mismas en todo el Universo en el momento de estudiar mundos lejanísimos, los geólogos pueden, comprendiendo los procesos actuales de la Tierra, conocer su pasado.

El uniformismo fue defendido por Hutton y más tarde por Lyell, este último muy amigo de Darwin y compañero en sus caminatas inspiradoras por el sandwalk. Y Darwin jugó a su vez un papel más que importante para la geología antes de que ni siquiera se esbozara la teoría tectónica de placas: tras vivir el gran terremoto de Valdivia de 1835, observó el dislocamiento de bancos con conchillas en la costa chilena, hecho que luego asoció a aquellos niveles con conchillas antiguas situados a miles de metros sobre el nivel del mar que vio en su paso por los Andes. Los eventos sísmicos tenían que estar asociados al levantamiento de las montañas.

Pero el hecho de que el uniformismo, con su idea de cambios paulatinos, terminara de alguna manera triunfando, no quiere decir que la humanidad tenga sus pies sobre un lugar pacífico, donde todo ocurre lentamente. Para muestra alcanzan los terremotos recientes, capaces de destruir ciudades enteras en cuestión de minutos.

El debate llevó unas cuantas décadas hasta que finalmente en el siglo XX comenzó a zanjarse, entre otros de la mano de Alfred Wegener y su teoría de la deriva continental, un modelo novedoso y convincente: la tectónica de placas, teoría que se convertiría en el paradigma actual de las ciencias de la Tierra.

LA INESTABILIDAD Y EL LARGO PLAZO

En repetidos casos, el tratamiento mediático sobre los terremotos de este año en Chile, China y Haití pareció arrojar al pasar algo de culpa sobre los humanos y su comportamiento egoísta sobre el planeta. Desde explicaciones que involucraban a la Pachamama hasta relaciones con otros desastres provocados por el cambio climático. Sin embargo, más allá de la justa visión crítica acerca de la incidencia antropogénica sobre el sistema Tierra, debe decirse que por suerte –o por desgracia– la cantidad de energía involucrada en un terremoto o una erupción volcánica excede en buena medida lo que el ser humano puede hacer, al menos sin intención.

Por otro lado, en su afán de tratar el tema como una noticia, es decir, como lo inusual, se reiteraron en forma generalmente descontextualizada fenómenos que han sido más que usuales, incluso comunes en el largo plazo: ése es el caso del anuncio acerca de que Buenos Aires se había desplazado unos centímetros hacia el Oeste. Si bien 3 centímetros en unos pocos días pueden parecer mucho, no resulta nada nuevo que los continentes se muevan. Los continentes se mueven permanentemente, y en ese moverse se acercan, se chocan, se separan, como si se tratara de silentes autitos chocadores. De hecho, como suele explicarse en las escuelas, Africa y América estaban unidos hasta hace unos 120 millones de años aproximadamente, cuando las placas tectónicas de las que son parte comenzaron a separarse. La brecha se llenó de agua y fue el comienzo del Océano Atlántico, el que sigue creciendo hoy en día a razón de unos irregulares 4 cm por año.

Si bien muchos de los cambios son imperceptibles a escala humana, los cambios repentinos producto de erupciones volcánicas, violentos sacudones de placas o incluso caída de meteoritos, son más que numerosos en la historia terrestre. Existen registros de varios de ellos que resultan muy recientes: en 1960, un terremoto de 9,5 puntos en la escala Richter sacudió Chile y provocó un tsunami que incluso, luego de recorrer 10 mil km, destruyó cerca de 500 casas y edificios en Hilo, Hawai. Otros terremotos de similar intensidad no tuvieron tanta repercusión porque ocurrieron en lugares despoblados, como el que sacudió Alaska en 1964. Previo a la escala Richter, en 1755, hubo un terremoto que afectó en la costa cercana a Lisboa y hoy se considera entre los más grandes de la historia: por la sacudida, el agua del puerto se retiró hacia el mar y volvió en forma de una gran ola que barrió con lo poco que aún quedaba en pie. Si en 200 años, el 0,0000045 por ciento de la historia terrestre, pudieron ocurrir fenómenos de esta magnitud, resulta fácil imaginarse lo que pudo ocurrir a lo largo de los 4600 millones de años de historia planetaria con períodos que fueron, incluso, mucho más convulsionados. Estos ejemplos tienen especial relevancia para nosotros por la forma en la que afectaron a la vida humana. ¿Qué pasó anteriormente?

EL TIEMPO PROFUNDO

Al salir de la escala humana y pasar a la escala del tiempo profundo en el que se mueve la geología, la idea de catástrofes pierde sentido, ya que al no haber humanos para sufrirlas, éstas se pueden aparecer como un proceso natural que simplemente moldeará el planeta y la vida en él.

Entre los sacudones repentinos que sufrió la Tierra, probablemente el más conocido sea el asociado al asteroide que cayó en el actual México hace unos 65 millones de años. Si bien se estima que el trozo de roca que cayó fue relativamente pequeño para la escala planetaria, de unos 5 a 15 km de diámetro, la energía liberada por el impacto fue tan brutal que se produjo una nube de polvo a escala global que debilitó la luz solar e hizo descender las temperaturas hasta poner en riesgo buena parte de la vida existente. Los dinosaurios no sobrevivieron, aunque los mamíferos sí, como podemos verificar por medio de nuestra propia existencia. La teoría, tan debatida, fue recientemente elevada a la categoría de “aceptada” por un equipo de 41 especialistas que publicó los resultados de su exhaustiva investigación en la revista Science en marzo de este año.

Pero este ejemplo es sólo uno –y bastante reciente– entre muchos otros que pueden rastrearse en la historia terrestre. La famosa reserva natural de Yellowstone en América del Norte, por ejemplo, es una muestra de lo convulsionado que fue el pasado terrestre en nuestro planeta. Esta zona cubierta de géiseres –algunos llegan a lanzar agua hasta a 120 metros de altura– tiene evidentes síntomas de un pasado ajetreado. El parque, que no se halla en el cruce entre dos placas tectónicas, está asentado sobre una “pluma mantélica”, nombre con el que se conoce a estos puntos en los que roca fundida asciende desde las profundidades y el calor subterráneo es tan grande que la superficie terrestre deja ver cada tanto algunas señales para percibirlo. Lo extraño de este parque en particular es que, pese a la evidencia de actividad volcánica, no se encontró el cráter del volcán hasta los años ’60, cuando unas fotos tomadas desde el espacio develaron el secreto: todo el parque de Yellowstone estaba emplazado sobre un antiguo cráter de 65 kilómetros de diámetro, aproximadamente la distancia entre Buenos Aires y Campana. La erupción que sufrió hace poco más de medio millón de años se calcula que cubrió los EE.UU. con hasta 20 metros de ceniza volcánica, lo que explica en buena medida la existencia de las fértiles praderas de este país. Desde la primera erupción –hace unos 16,5 millones de años– hasta hoy, se calcula que han ocurrido aproximadamente 100 erupciones, aunque no todas tan violentas. Lo bueno es que se calcula que una erupción significativa ocurre aproximadamente una vez cada 600 mil años; lo malo es que la última tuvo lugar hace aproximadamente 640 mil; pero, una vez más, lo bueno, es que estos promedios son sólo eso, “promedios” de fenómenos muy irregulares e imprevisibles cuya regularidad debe aún ser comprobada. Existen unos 30 puntos calientes de este tipo en el planeta, aunque Yellowstone es uno de los pocos que se ubican sobre la superficie continental; todos los demás se encuentran en el océano, aunque la mayoría está bajo el océano.

CUESTION DE ESCALA

Existen numerosos ejemplos más de fenómenos geológicos de escalas impensadas para la paz que solemos atribuir a la naturaleza y que pusieron en peligro la vida a nivel planetario. Considerar que el pasado terrestre ha sido agitado es hacer como el avestruz, ya que en realidad el pasado es hoy, sólo que cuesta percibirlo; hasta que se presenta con violencia. Por otro lado, esto no es motivo para el pánico, ya que la escala geológica es justamente una escala que excede largamente la de la vida humana, probablemente incluso la de nuestra especie (algo que está por verse y parece depender, sobre todo, de que el hombre logre sobrevivir a sus propios desastres creados y deje de ser una mera nota al pie en la historia de las especies vivas), que merecería como mucho una nota al pie en la historia de la Tierra.

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