REFLEXION SOBRE LOS RUMORES, LAS MENTIRAS Y LA CIENCIA
En la crispada Argentina actual resulta bastante evidente que, para hacerse un poco de espacio en la apretada agenda mediática, cualquier noticia que busque sus quince segundos de fama deberá contar con una buena dosis de escándalo. Poco importan su pertinencia o veracidad entre los rasgos que le permitirán sobrevivir hasta la próxima ola de noticias descartables: si encaja en los prejuicios, encontrará su lugar en el mundo.
› Por Esteban Magnani
A diferencia del dulce de leche, este fenómeno dista mucho de ser un invento argentino. La forma en que los chismes o las simples mentiras circulan en las sociedades ha sido largamente estudiada por psicólogos, antropólogos y economistas, e incluso ha merecido un espacio en este suplemento (ver “El chisme y su relación con lo consciente”, 11/7/09). En los tiempos de Internet, incluso las mentiras convincentes han merecido un término nuevo, hoax, palabra que podría traducirse localmente como “cuento chino”. Existen varios de ellos que llevan un buen tiempo sobreviviendo en la selva de Internet gracias a ciertas ventajas adaptativas. Un buen ejemplo, las supuestas bases militares estadounidenses en Tierra del Fuego, fue también analizado por este suplemento en 2002 (ver “Ensayos nucleares, bases extranjeras, mentiras y mails”, 16/3/02), lo que, obviamente, no impidió que ocurrieran recidivas muy posteriores. ¿Qué es lo que determina su supervivencia?
En un reciente artículo de la revista New Scientist, el periodista Jim Giles repasa los mecanismos psicológicos que favorecen la reproducción de estos cuentos chinos. Allí explica que según el investigador Cass Sunstein, profesor de la Universidad de Harvard, hay varios procesos psicológicos que producen el ambiente necesario para la reproducción de aquellas mentiras “más aptas”. En primer lugar es necesaria una mínima verosimilitud, aunque la delgada línea que separa uno y otro lado es bastante delgada y frágil, a juzgar por la supervivencia de algunos relatos infundados que no aceptan evidencia en contra. Un clásico ejemplo con varios años de circulación es el supuesto rostro humano tallado en la superficie de Marte. El mito logra ser verosímil, probablemente gracias a toda la literatura fantástica sobre el tema, hasta el punto de que las fotos marcianas que demuestran que se trata solamente de un efecto de la topografía no impiden que cada tanto reaparezca la versión.
En cualquier caso, en tanto el receptor considere que la mentira tiene alguna plausibilidad, no habrá dificultad para que pase el filtro de nuestra conciencia sin ser verificada. En algunos casos, como bien saben muchos políticos, alcanza con que la mentira encaje con ciertos prejuicios para ser aceptada, lo que permite reforzar esos mismos prejuicios y fomentar un círculo vicioso. El fenómeno resulta aun más preocupante cuando las mentiras pasan a través de profesionales, como son los periodistas, que deberían chequear la información. Es lo que ocurrió en un caso famoso y que despertó bastante polémica cuando en 2006 un periodista australiano citó al especialista en cambio climático John Houghton diciendo: “A menos que anunciemos desastres, nadie nos escuchará”. El comentario fue levantado por cientos de artículos e incluso por revistas especializadas, en algunos casos señalando la supuesta fuente original, un libro de 1994 del investigador en el que, en realidad, no aparece tal cita. Pese a que el especialista lo negó, el artículo original convive aún hoy en Internet con referencias a la supuesta declaración y también con desmentidas sucesivas.
Una vez que algunos lo creen (recordar la mentada flatulencia de María Amuchástegui), resulta muy difícil detener el efecto cascada, multiplicado a velocidades inimaginables por todo el planeta gracias al desarrollo de Internet. Una vez que una mentira se escucha desde varias fuentes, la sensación de que el rumor tiene fundamento se hace más fuerte. Las consecuencias pueden ser graves cuando la versión indemostrable surge de un científico, como ocurre con la supuesta falta de relación entre HIV y sida que aún hoy sostiene Peter Duesberg, un investigador que era muy respetado y a quien la evidencia en contra no pudo hacer cambiar de idea.
En la prestigiosa revista británica de divulgación New Scientist se han dado una serie de artículos-debate acerca de cómo combatir desde los medios y con evidencias las falsas teorías. La dificultad reside en que por un lado la ciencia no puede llegar a verdades absolutas y que en la mayoría de los casos no importa cuánta evidencia se reúna: seguirá habiendo quienes lo sigan creyendo. Es que uno de los mecanismos más poderosos en apoyo de las versiones infundadas es poner el foco en las motivaciones que puede tener un científico para sostener tal o cual teoría. De esta manera, al cuestionar la fuente (en forma fundada o no) se concluye en la falsedad de la afirmación. Por eso distintos científicos piensan que lo mejor es no responder a afirmaciones infundadas para no darles relevancia, mientras que otros dicen que en el proceso de hacerlo es mucho lo que se aprende y se enseña.
Algunos rumores o mitos sin sustento logran circular acríticamente e incluso encuentran algunas veces eco en medios que no chequean las fuentes. El caso local paradigmático probablemente sea el del Grog, un trago que, supuestamente, hacía furor entre los jóvenes el año pasado y que se comentó con indignación en una cadena de noticias. La bebida contaba entre sus ingredientes inverosímiles con líquido para frenos, lo que no impidió que llegara al aire (buscar “Grog en C5N” en YouTube).
Pero el mayor problema es cuando se construyen máquinas bien financiadas que crean mensajes falsos en defensa de intereses particulares. Es el caso de algunas empresas de combustibles que generan argumentos de sentido común para rechazar el calentamiento global. Lo mismo ocurre con otras industrias: en 1972, el vicepresidente del Instituto del Tabaco en EE.UU., Fred Panzer, delineó la estrategia que permitió seguir vendiendo cigarrillos sin problemas por varias décadas más: “Hay que crear dudas acerca del daño a la salud sin negarlo” y estimular la “investigación científica objetiva”. La palabra “ciencia” y su carga de verdad se aprovecha tanto si realmente hay un método científico detrás que sustente la conclusión, como si no lo hay: la gran dificultad es demostrar que una conclusión es realmente científica y la otra no. En el proceso puede ser que se logre generar una mirada más crítica en los lectores, algo imprescindible en un mundo en el que la saturación de mensajes, desde los muchos pueriles hasta los pocos relevantes, es avasalladora.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux