› Por Jorge Forno
Para los estudiantes que se iniciaban en la genética, una regla mnemotécnica sencilla y bien rioplatense parecía concentrar todos los secretos del ADN. Las bases que constituyen el código genético –adenina, timina, guanina y citosina, simbolizadas respectivamente por A, T, G y C– se unían de a pares siguiendo una tanguera e inapelable regla de combinaciones: Aníbal Troilo (A con T) y Carlos Gardel (C con G).
Pero las cosas nunca son tan simples. Comprender los secretos más profundos del código genético demandaría a los científicos años de duro trabajo. Así como en épocas pasadas los cartógrafos lidiaban con información geográfica confusa y armaban un fenomenal rompecabezas para unir mapas antiguos con datos que les acercaban intrépidos exploradores y comerciantes aventureros, la dilucidación del genoma humano significó una empresa de proporciones tan gigantescas como aquella, no exenta de controversias. Se trataba de localizar y secuenciar varios miles de genes que constituyen el genoma de los humanos. Un verdadero mapa que contendría el conocimiento completo de la organización, estructura y función genética en los cromosomas, portadores de la información que organiza la vida y las condiciones hereditarias. Pero, ¿qué pasaría con esa información? ¿Sería de uso público y libre o se patentaría y habría que pagar para acceder a ella?
Secuenciar y cartografiar la totalidad del genoma humano requería de grandes dotaciones de hombres de ciencia, equipamiento y, por supuesto, dinero, y en el proyecto se habían embarcado dos contendientes de peso: el consorcio público Proyecto Genoma Humano y el privado Celera Genomics. La carrera por obtener el primer borrador del genoma humano resultó, tal como la tarea de los cartógrafos de antaño, una acción colaborativa no siempre reconocida en la que abundaban las intrigas, el espionaje y las copias no autorizadas. Sucesivos y rimbombantes anuncios sobre logros en la titánica tarea se convirtieron en moneda corriente a finales del siglo pasado y principios del actual.
En 1990 el Departamento de Energía y los institutos de salud de los Estados Unidos fundaron el Proyecto Genoma Humano. Las riendas del proyecto estaban a cargo de John Watson, un veterano conocedor del ADN y sus propiedades. En 1953 había desentrañado junto a Francis Crick –con una ayudita inconsulta de Rosalind Franklin y sus difracciones de rayos X– la estructura del ADN. Un plazo de 15 años y 90 mil millones de dólares eran las bases de una cruzada que contó además con las más modernas herramientas informáticas y una amplísima colaboración internacional, principalmente de Francia, Alemania y Japón. Un trabajo colaborativo paradigmático de lo que se dio en llamar megaciencia, que arrojó sus primeros resultados en el año 2000, difundidos con bombos y platillos en Internet.
El otro contendiente de la carrera, Celera Genomics, era una empresa fundada en mayo de 1998 por Applera Corporation y John Craig Venter, un biólogo especialista en genética viral y –también hay que decirlo– en negocios. Celera y Craig Venter manejaban plazos más cortos –se proponían lograr la secuencia completa del ADN en tres años– y utilizaban técnicas diferentes de secuenciación y herramientas más nuevas y costosas. Es más: Celera fue el proveedor de buena parte del equipamiento que requería el consorcio público. En su afán por ganar la carrera, el 6 de abril de 2000 la empresa de Craig Venter anunció que había obtenido la secuencia casi completa –el “casi” era una salvaguarda frente a un mínimo margen de error metodológico– del genoma humano.
Completa –o casi– pero no ordenada: igual a tener todas las piezas de un rompecabezas, pero sin armarlo. El genoma había sido secuenciado pero no cartografiado, utilizando además –vaya detalle– información pública del proyecto rival. Sus competidores no se quedaron quietos: hicieron valer su enorme peso político –nada menos que estar apadrinados por los Estados más poderosos de la Tierra– y se llegó a un aparente acuerdo: el 26 de junio de 2000, Bill Clinton y Tony Blair anunciaron al mundo que el consorcio de laboratorios del Proyecto Genoma Humano y la Celera Genomics Corporation habían logrado completar el mapa genético tan ansiado, un auténtico manual de instrucciones bioquímicas vitales. En el año 2001, ambos grupos presentaron artículos en las revistas Nature y Science, mostrando que el secreto del genoma humano había sido develado. La publicación simultánea evitó el choque de colosos por la autoría del hallazgo. En las publicaciones se dieron a conocer genomas de 5 etnias diferentes, entre los cuales se encontraba el del controvertido Craig Venter, que si bien tuvo que aceptar que la información del genoma fuera pública, siguió pensando en patentar el conocimiento que pudiera tener aplicabilidad industrial. La información se hizo tan pública que un diario alemán se dio el lujo de publicar seis páginas con secuencias del genoma humano. Textos tan amenos como Gtcaa o Cattg se convirtieron en un infierno para lectores y editores.
El logro prometía, y mucho. Se esperaban avances extraordinarios en la prevención y cura de enfermedades de origen genético, una verdadera revolución para la medicina que permitiría terapias dirigidas a patologías de difícil tratamiento. Pero en los diez años que pasaron los cambios fueron, aunque valiosos, menos espectaculares de lo que se creía. No porque la investigación se hubiera detenido, sino porque no surgió una catarata de aplicaciones transformadoras para la medicina, como imaginaban los entusiastas de la causa genética. Francis Collins, una de las cabezas del megaproyecto público, analizó en un artículo publicado recientemente en la revista Nature los pronósticos que sobre el asunto se habían difundido en medio de la euforia genética de 2000, y su cumplimiento a lo largo de los 10 años siguientes. El artículo abunda en conceptos como “transformaciones con cuentagotas”, o “logros puntuales”. Nada revolucionario para la práctica médica cotidiana, sino más bien un canto a la moderación.
En la categoría de los logros puntuales se encuentra el desarrollo de algunas pruebas para detectar tempranamente el riesgo de generar ciertos tipos de tumores –por ejemplo en mamas o colon– y la resistencia a ciertos tratamientos potencialmente tóxicos. Igualmente Collins sigue prometiendo. Luego de asumir que quizá todo lo hecho en este tiempo no haya afectado de manera directa al grueso de la atención médica, insiste en predecir grandes cambios, ahora de aquí a diez o veinte años.
Enfermedad coronaria, hipertensión, accidente cerebrovascular, diabetes o asma formaban parte del ancho abanico de patologías que podrían ser detectadas y prevenidas a tiempo, en base al conocimiento del genoma. Si bien este conocimiento está en muchos casos disponible, las pruebas de detección temprana y reparación genética deberán esperar. Es que actualmente se dispone de la capacidad para secuenciar el genoma completo de una persona a un costo razonable, pero la lectura e interpretación de toda esa información individual es aún una tarea muy compleja y difícil de llevar a cabo.
Tampoco hubo lugar para las peores pesadillas imaginadas a partir del hallazgo. No sólo controversias por el carácter público y privado del conocimiento rondaron el asunto. La polémica sobre los riesgos de develar el genoma humano se extendió a cuestiones legales, religiosas y sociales. La posibilidad de discriminación laboral o social basada en la probabilidad genética de contraer una determinada enfermedad era una preocupación ligada a la privacidad de los datos genéticos individuales. Sólo imaginar lo que pasaría si bases de datos con información genética de cada ciudadano circularan entre empleadores, compañías de seguros o bancos, hacía pensar en un futuro para nada venturoso.
Además de poner en juego definiciones tales como qué es un individuo “normal” a partir de su dotación genética, que podrían entrañar peligros bien mostrados por algunas ficciones futuristas. Tal es el caso de la película Gattaca, un thriller en el que todos los bebés recién nacidos eran sometidos a un control de calidad genética para determinar su predisposición a enfermedades en el futuro. En la película, estrenada en 1997, los médicos “reparaban” el paquete genético de los niños para obtener personas “libres” de determinadas enfermedades.
Anuncios rimbombantes rodearon al secuenciamiento del genoma humano. Diez años después, el largo camino del conocimiento nos muestra una vez más que no es tan rápido ni tan seguro de transitar. La cautela es buena compañía para no caer en expectativas que, como diría CG –Carlos Gardel, claro–, flores de un día son.
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