Sábado, 21 de agosto de 2010 | Hoy
Por Martin Cagliani
La capacidad del etíope Haile Gebrselassie para cubrir 42 kilómetros en tan sólo dos horas no sólo es posible por el entrenamiento de este atleta medalla de oro, sino gracias a 2 millones de años de evolución humana. Hoy en día salir a correr por el parque, o participar en un maratón, suele ser algo recreativo o un ejercicio, pero las raíces de la carrera de fondo podrían ser tan antiguas como las del género humano.
La forma de nuestro cuerpo es difícil de explicar evolutivamente y, hasta la fecha, la razón más factible de por qué tenemos este físico es que hemos evolucionado para ser una máquina de correr. Tenemos diversas características que son demasiado buenas para caminar, y que no se sabe para qué servirían sino para correr. Desde el tendón de Aquiles, abundantes glándulas sudoríparas, músculos y tendones especiales para mantener el equilibrio, grandes articulaciones y pies especiales para soportar el impacto del trote: todo apunta al mismo lugar.
Así lo pensó David Carrier, que en los años ’80 era maratonista y estudiante en el laboratorio del biólogo evolutivo Dennis Bramble. Este último venía estudiando el aparato físico de diversos animales mientras corrían, nosotros incluidos. Pero fue Carrier quien sugirió la idea de que las carreras de fondo podrían haber tenido algo que ver en la evolución humana al ver lo bien preparados que estábamos para ello.
Bramble al principio no prestó mucha atención a esto, pero fue convenciéndose al ir descubriendo cada característica que tenemos para ser unos perfectos maratonistas. Lo primero que notó fue lo bien que podemos manejar nuestra temperatura corporal.
La mayoría de los animales que corren mucho, como los perros salvajes, jadean para bajar la temperatura corporal, y traspiran por la boca. Nosotros tenemos miles y miles de glándulas sudoríparas por todo el cuerpo, lo que junto a la falta de pelo corporal nos permite regular la temperatura mejor. Un sobrecalentamiento, para cualquier ser vivo, significa la muerte.
Varios años después Carrier se había movido hacia otros campos, pero Bramble seguía investigando y descubrió que la mayoría de los buenos corredores, como los caballos, perros y conejos, mantenían su cabeza sorprendentemente estable mientras corrían. Esto era gracias a un trozo oscuro de anatomía llamado el ligamento nucal: una especie de tendón que une la cabeza con la espina dorsal, que también tenemos los humanos.
Entonces para probar la idea de Carrier acudió a los fósiles de primates antiguos, entre ellos nuestros antepasados homínidos. Buscaba evidencias del ligamento nucal. Este deja marcas en el hueso: una delgada cresta. Bramble pudo encontrar esta cresta en un cráneo de dos millones de años de antigüedad, el de un Homo erectus, uno de nuestros antepasados humanos más antiguos.
Para esa época Bramble ya estaba trabajando con Daniel Lieberman, que había realizado investigaciones similares en años anteriores. Los dos siguieron buscando pruebas en los fósiles durante más de una década, y finalmente en 2004 publicaron sus hallazgos en Nature. Habían descubierto al menos 26 características de nuestro cuerpo que habían evolucionado especialmente para correr.
Pero quedaba la pregunta de para qué les habría servido a los primeros miembros del género humano poder correr durante kilómetros y kilómetros sin que les explotara la caldera. Uno podría pensar que para poder sobrevivir sería mejor tener la habilidad de correr a mucha velocidad, ya sea para escapar o para alcanzar una presa. Por lo que la habilidad de correr a un paso modesto durante horas y horas no parece ser una ventaja evolutiva.
Dos respuestas llegaron desde el estudio de cazadores recolectores históricos. Unos son los hadza, de Africa central, que solían carroñear, o sea que una gran parte de su dieta consistía en restos de animales cazados por otros depredadores. Una práctica común entre ellos era monitorear el cielo en busca de buitres, y escuchar los llamados de leones y hienas por la noche. Ante estas señales dejaban cualquier actividad que estuviesen realizando y empezaban a correr, a veces durante horas, buscando restos que carroñear.
Otra práctica diferente es la que realizan los bosquimanos del desierto del Kalahari, en el sur de Africa. Ellos cuando eligen una presa la persiguen durante horas. Claro, los antílopes que suelen ser sus presas escapan a gran velocidad, pero los bosquimanos siguen rastreándolos a un paso constante durante horas y horas, hasta que llega un momento en el que el antílope ya no puede más y se deja caer de cansancio. Para esto se suelen turnar entre tres cazadores, dos van adelante persiguiendo y acosando, mientras uno descansa atrás a un paso más lento, y se van turnando.
Hace unos 4 millones de años, en Africa vivían varias especies de homínidos de dos géneros diferentes, unos eran los Australopitecos, y los otros, los primeros miembros del género Homo. Los Australopitecos tenían cerebro pequeño y cuerpos achaparrados, con costumbres arbóreas. Nuestro género estaba representado en aquellos tiempos por el Homo habilis, más grácil que sus contemporáneos, con un cerebro mayor y una postura más erecta.
Dos millones de años después la familia humana contaba ya con el Homo erectus, de cerebro grande, cuerpo erguido, piernas largas, y un andar más cercano al nuestro. También tenía dientes más pequeños, lo que indica que su dieta había variado a una comida más fibrosa: carne.
Tengamos en cuenta que las lanzas apenas si aparecen hace unos 300 mil años, y el arco y flecha hace unos 50 mil, por lo que si conseguían carne animal tenían que hacerlo de otro modo. Lieberman y Bramble creen que conseguían a sus presas corriéndolas hasta hacerlas morir de cansancio, lo que se conoce como cacería persistente.
Es imposible tener la seguridad de cuándo evolucionó el primate maratonista, porque no existen fósiles tan completos de Homo erectus y Homo habilis como para poder estudiar su anatomía. Pero los paleoantropólogos creen que podría haber comenzado al mismo tiempo en que nuestros ancestros empezaron a carroñear.
Entre 3 y 2 millones de años atrás, los terrenos arbóreos fueron abriéndose para dar lugar a las sabanas africanas y algunos homínidos de nuestro género Homo empezaron a comer alimentos más calóricos, como la carne, el tuétano de los huesos, seso y cerebros. Para conseguirlos tuvieron que iniciarse como corredores, ya sea para buscar carroña o cazando ellos mismos, llevando a sus presas a la hipertermia.
Esto último se logra gracias a que los cuadrúpedos no pueden galopar y jadear a la vez, y el jadeo es la única forma que tienen de refrigerar su cuerpo. Nosotros podemos correr y refrigerarnos mientras lo hacemos, incluso bajo el sol. Pero si un cuadrúpedo corre sin refrigerarse por más de 20 minutos se sobrecalienta y termina sufriendo un paro cardíaco.
Todas estas características especiales que tenemos hoy en día para ser unos maratonistas casi perfectos evolucionaron a partir de nuestro antepasado Homo erectus, quien ya tenía piernas largas, articulaciones grandes, etcétera.
Recientemente se ha publicado un estudio del arqueólogo David Braun, en el que demuestra que los Homo erectus fueron los primeros en consumir tejidos ricos en calorías de diversas fuentes. Ya hace 2 millones de años hay evidencias fósiles de que comían tanto animales terrestres como acuáticos. ¿Esto qué tiene que ver?
Nuestro gran cerebro es un devorador de calorías y necesita de estos alimentos para poder funcionar. Como dijimos, la habilidad para correr largas distancias, así como un cerebro más grande, apareció también en Homo erectus hace, al menos, unos 2 millones de años. Las bases para que el cerebro siguiese evolucionando hacia uno de mayor tamaño como el del Homo sapiens se dieron gracias a que el Homo erectus comenzó a consumir alimentos más calóricos, y estos se conseguían porque empezó a correr.
El correr maratones nos hizo humanos, nos dio el cerebro grande necesario para las habilidades cognitivas que nos caracterizan. Fueron aquellos primeros ancestros quienes comenzaron a construir herramientas, que con el paso de los milenios se volvieron más sofisticadas, al grado de que la mayoría de los humanos ya no tuvieron que correr largas distancias para cazar a sus presas, bastaba arrojarles una lanza o dispararles de lejos con un arco.
Pero para esa época el cuerpo humano había pasado por dos millones de años de evolución. El físico que tenemos hoy en día es una máquina de correr, y a pesar de ello cada día nos movemos menos gracias a la tecnología. Esta tecnología que surgió por tener un cerebro más grande, que apareció por... Es el cuento de la buena pipa.
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