UN NATURALISTA SALVAJE
En el mes del nacimiento y muerte de Guillermo Enrique Hudson (agosto 1841 - agosto 1922), Futuro recuerda la obra del naturalista pionero y gran escritor y recorre el parque ecológico-cultural donde se encuentra hoy el Museo Histórico Provincial que lleva su nombre.
› Por Juan C. Benavente
“En una fría y brillante mañana de junio esperábamos el gran instante de la partida, entre gritos y ruidos, resoplar de caballos y rechinar de cadenas. Recuerdo muchas cosas de ese viaje, que empezó al salir el sol y terminó entre dos luces poco después de ponerse aquél. Al mirar hacia atrás, al poco tiempo habíamos perdido de vista el bajo techo de la casa, pero los árboles, la fila de los veinticinco gigantescos ombúes, fueron visibles, azules a la distancia. Divisábamos varios pequeños montes, aquellas arboledas parecían islas sobre el campo, chato como el mar. Al fin, el monótono paisaje fue palideciendo y se desvaneció. Sólo volví a recobrar mis sentidos cuando ya obscurecía y me bajaron del coche duro de frío. A la mañana siguiente me encontré en un nuevo y extraño mundo.”
Esos recuerdos, fijados en la memoria de un niño en 1846, fueron descriptos por un anciano casi setenta años después. Para entonces, ese mundo ya era el Far Away and Long Ago (Allá lejos y hace tiempo), publicado en inglés, lengua en la que escribió Guillermo Enrique Hudson (1841-1922), reconocido como el primer ornitólogo argentino, uno de los pioneros internacionales del movimiento conservacionista y autor de culto para naturalistas, literatos y ecólogos.
Hudson describía así su temprano viaje a un lugar próximo a Chascomús, a unos 100 kilómetros de su lugar de nacimiento, en la estancia Los Veinticinco Ombúes (ubicada en lo que hoy es Florencia Varela y entonces era Quilmes). Diez años después de esa penosa travesía, la familia Hudson, empobrecida, regresó a Quilmes, subsistiendo con un pequeño comercio. Allí el joven Hudson enfermó gravemente, reponiéndose pero con secuelas para toda su vida. La observación del mundo natural y los pájaros ganó pronto su fascinación; el “joven sin tiempo” solía sentarse en los atardeceres a esperar que cayera el sol y salieran las estrellas, extasiado con el simple espectáculo que ofrecía el mundo.
Poco se sabe de su vida tras la muerte de los padres: un deambular errante y bien gaucho por la provincia, un viaje al Chaco, Uruguay y Brasil para aventurarse en la Patagonia hacia 1870-’71, antes de la epidemia de fiebre amarilla que asoló a Buenos Aires.
En 1874, hostigado por la pobreza y su antigua enfermedad, Hudson embarcó hacia Inglaterra. En Londres no dejó de pasear su alta y atlética figura; caminaba por la ciudad y en las afueras absorto y meditabundo; fue una especie rara de dandy, un dandy naturalista. Nunca encontró la conexión con la gran metrópoli, pese a que allí produjo toda su obra. Vagabundo innato, como los gauchos, escribió en Londres: “Me siento extraño sólo frente a mis semejantes, especialmente en las ciudades donde ellos existen en condiciones innaturales para mí”.
Tras varios años de pobreza la suerte de Hudson cambió, parte de ello debido a su amigo Robert B. Cunninghame Graham (1852-1936), Don Roberto, escritor y aventurero escocés. Con el tiempo, Hudson comienza a ordenar sus memorias, sus diarios y experiencias sudamericanas; entre 1885 y 1922, año de su muerte, publicó casi treinta libros de una nutrida y lograda obra autobiográfica, literaria y naturalista. A ese número, se irán adicionando publicaciones póstumas de cartas, diarios y otros escritos.
Hudson cultivó naturalmente, como la vida que siempre anheló, una prosa transparente, ágil, poética, que despertó la admiración de conspicuos hombres de letras y que no deja de asombrar y cautivar a los lectores actuales. En la época en que se discutía la tradición literaria argentina, Ezequiel Martínez Estrada escribió: “Nuestras cosas no han tenido poeta, pintor ni intérprete semejante a Hudson ni lo tendrán nunca”, prefiriendo la obra de Hudson por sobre el canonizado Martín Fierro. Borges no se quedó atrás, y sentenció: “Quizá ninguna de las obras de la literatura gauchesca aventaje a The Purple Land... es de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos”.
Joseph Conrad (1857-1942), autor de El corazón de las tinieblas, Lord Jim y otras obras memorables, conoció a Hudson y definió así la técnica de escritura del argentino: “Es como si un fino y suave espíritu estuviera soplándole las frases. Uno no puede decir cómo este hombre consigue sus efectos; escribe como crecen los pastos”.
Hudson murió en Londres, lejos de sus veinticinco ombúes y de la naturaleza que fue su viento divino. Sin embargo, su espíritu y obra son revitalizados en las fatigadas tierras del conurbano bonaerense.
Son 54 hectáreas, no tan lejos del mundanal ruido, a unos 30 kilómetros al sur de Buenos Aires. El lugar es un viaje en el espacio y en el tiempo; mucho cambió y algo pervivió. El camino no es difícil, pero los carteles casi no existen por el pillaje y el descuido. El paisaje es heterogéneo: humedal, pastizal pampeano, bosque de talas y monte; especies vegetales autóctonas y exóticas conviven en ese lugar proclive a la biología y la literatura.
El rancho en el que nació Hudson es de fines del siglo XVIII y todavía existe, restaurado. Fue localizado en 1929 por Fernando Pozzo, admirador del naturalista, uno de los impulsores de la gestión y preservación del lugar y de la memoria del autor. La casa está ubicada en la zona alta del terreno ondulado; al frente “dominaba la planicie” (hoy monte y poblado de Varela) y por detrás, a cientos de metros, corre el arroyo Las Conchitas, que desagua en el Río de la Plata “unas dos leguas al este” siguiendo la descripción del escritor. De los famosos veinticinco ombúes que vio Hudson a mediados del siglo XIX sólo quedan tres.
La zona se presenta como Museo Histórico Provincial Guillermo E. Hudson - Parque Ecológico-Cultural, y fue declarada en 2000 Reserva Natural Provincial de Usos Múltiples, sustancialmente con fines educativos y culturales. La primera directora fue Violeta Shinya, sobrina nieta del naturalista; en 1965 se creó la Asociación de Amigos del Museo Hudson para sostener la iniciativa y difundir la obra del escritor.
La flora y fauna del lugar continúan inventariándose con fines científicos y divulgativos, no obstante lo cual estudios recientes afirman que allí viven alrededor de la mitad de las especies ictícolas de los arroyos bonaerenses; casi la misma cantidad de avifauna autóctona, de reptiles y de anfibios conocidos en la región. Incluso, se reportaron especies nuevas para el lugar, como la “tortuga cuello de serpiente”. Reservas como la del Museo Hudson son esenciales para la preservación de especies, la recarga del acuífero, la regulación de humedad, el oxígeno, y la promoción de una cultura ambientalmente sustentable.
A mediados de los ’90 se anexaron casi 50 hectáreas, se construyó un salón de usos múltiples con técnicas de arquitectura solar, se incorporaron paneles solares, un generador eólico, un tractor, implementos de labranza, un molino de viento y un tanque australiano. Hay una granja de permacultura, existen cursos de huerta orgánica, experiencias en energías alternativas y lombricultura. Una nutrida biblioteca pública, especializada en Hudson, con obras originales en varios idiomas del autor, incluso japonés, junto a libros de literatura, biología, ecología, ambiente y otros, es un orgullo del lugar. Una atracción adicional es el horno de barro de alto rendimiento, “en el que las empanadas salen en seis minutos”, según refiere la gente del parque.
Se realizan visitas guiadas al museo y caminatas por la reserva con la guía del naturalista Marcelo Montenegro, quien no oculta su admiración por la obra del autor, ni su pasión por la naturaleza. Cuida celosamente el entorno y los seres que allí existen. Ubica cada planta con su nombre vulgar y científico, y reconoce a los pájaros por su canto. Es un pura sangre de la tradición hudsoniana. Sin duda, el autor de El ombú está allí, preservado en obra, polvo y viento.
Un dato significativo es la veneración y el reconocimiento japonés de la obra del naturalista argentino; varias empresas y asociaciones hudsonianas niponas colaboran con el museo, además de tener varias obras traducidas al japonés. Tal vez, la aprehensión participativa de la naturaleza y el panteísmo de Hudson no sean ajenos al espíritu oriental: “El cielo azul, el oscuro suelo debajo, los pastos, los árboles, la lluvia y las estrellas no son extrañas para mí, porque yo estoy en ellas y mi carne y el suelo son uno y el calor de mi sangre y el ardor del sol son uno y el viento y la tempestad y mis pasiones son uno” (Hampshire Days, 1903).
La cita del inicio es una secuencia digna del cine: los preparativos, un niño mirando extrañado la casa natal que se aleja, los árboles en lo alto, el océano verde de la pampa, la llegada a un mundo extraño. La misma sensación, la misma nostalgia que tendría el maduro Hudson cuando vio perderse en el horizonte a su pampa entrañable, en ese otro viaje iniciático hacia Inglaterra, un viaje hacia lo extraño, pero también hacia la literatura y la inmortalidad.
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