› Por Pablo Capanna
Sin duda los más generosos, los que quieren hacernos reflexionar, alegrarnos la vida o simplemente comerse nuestro tiempo, son los que mandan powerpoints. Omitamos, por el momento, esas presentaciones que nos brindan enseñanzas de vida gratuitas o nos sumergen en baños de dulzura fotográfica, sin contar los que se proponen enriquecer nuestra cultura con vistas del Hermitage, el Louvre o el Gran Cañón del Colorado. Puede que nos inviten a disfrutar de las maravillosas esculturas que alguien hizo con viejos neumáticos de camión, o esas otras figuras tan realistas que parecen de verdad, vea. Los más inocuos son los defensores de especies en vías de extinción y los que compiten con el Discovery Channel.
Hace pocos días recibí un powerpoint de estos últimos. Como es común, no tenía fecha, pero luego me enteré de que había estado boyando por el ciberespacio durante seis meses, gracias a esos comedidos que cumplen con la orden de reenviarle todo a todos, por miedo a quedar mal. Esta vez, la noticia me sorprendió. Se había descubierto que Stonehenge, el monumento megalítico de Gales, que es tan popular como el Coliseo y ha sido reconocido como patrimonio de la humanidad, no era más que un fraude perpetrado hace un siglo apenas para engañar a turistas e historiadores.
La persuasiva presentación decía estar basada en un artículo que había aparecido en la edición online del National Geographic. Mostraba una serie de fotos color sepia donde una cuadrilla de obreros bigotudos provistos de una grúa acomodaba las piedras del santuario y observatorio astronómico más famoso de la prehistoria. Mike Parker Pearson, un arqueólogo de la universidad de Sheffield muy conocido por sus apariciones en televisión, explicaba que las piedras venían de otra parte y los megalitos eran el mayor fraude científico de todos los tiempos. Si algún escéptico pensaba chequear la fuente, se informaba que la página del National Geographic había colapsado ante la avalancha de visitas. Había que esperar la edición en papel, que aparecería recién en enero de 2010.
En realidad, todo era una patraña: un chiste del Día de Inocentes que habían hecho en un blog español. Las fotos eran auténticas (habían sido tomadas en 1901, durante una de las tantas restauraciones del monumento) pero tanto el logotipo del instituto como el prestigio del arqueólogo eran usurpados. NatGeo tuvo que salir a denunciar la versión como un hoax (fraude), pero pasaron los meses y no dejan de aparecer esos que se preguntan si todo eso no será una cortina de humo para tapar el verdadero fraude, o especulan sobre los motivos que tendrán aquellos que nos ocultan la cruda verdad. La mentira tiene patas más largas de lo que uno podría creer, por lo menos desde que existen los medios.
Por supuesto, quien firma esta nota cayó en la trampa como el más gil. Sacó apresuradas conclusiones y se puso a esperar más detalles de la “denuncia”. Pero con la poca actitud crítica que le quedaba trató de chequear esa “noticia” que venía de una persona de confianza. Cuando todo lo que encontró en Google fueron desmentidas, comenzó a preocuparse. ¿Cómo era posible que fuera tan fácil caer en un engaño como ése?
Cuando se habla de rumores (tanto de aquellos que circulan de boca en boca, como de esos que contaminan la Red), se suele recurrir a una fórmula propuesta por el norteamericano Shibutani. El sociólogo definió los rumores de un modo un tanto inquietante, como “noticias improvisadas”, con lo cual arrojó la sombra de la duda sobre todas las noticias.
Shibutani fue quien propuso expresar la credibilidad del rumor como el producto de dos valores difíciles de cuantificar: Importancia x ambigüedad. Esto significa que cuanto más imprecisa es la noticia y cuanto más afecta a lo que consideramos importante, más creíble nos resultará.
En mi caso, lo que había ocurrido era que una noticia como esa parecía desmitificar el aura ocultista que envolvía a Stonehenge desde los tiempos del renacimiento celta y la restauración de los druidas. Si el monumento era falso, todo eso se venía abajo; se trataba de algo que venía a corroborar mis propios prejuicios. La ambigüedad quedaba disimulada porque se nos remitía a una fuente respetable, desalentando de paso la verificación. Cuando la profecía halaga nuestros deseos, si el pronóstico nos favorece, uno puede llegar a creer hasta en el Pulpo Paul, si encima lo presentan como algo que viene avalado por algún intachable laboratorio.
Las mentiras (piadosas o perversas) que circulan por Internet se conocen como Hoaxes: un nombre que viene de hocus pocus, algo así como “abracadabra”. Son casi tan abundantes como la publicidad-basura, que llamamos Spam en homenaje a una película de los Monty Python. El mundo virtual que se construyó en Internet resultó ser el medio ideal para la circulación y expansión de aquellos rumores que antes circulaban en forma oral, de mano en mano o por correo. La famosa “cadena del dólar”, que prometía hacerse rico con sólo hacer diez copias y mandarlas a los amigos, creció exponencialmente en la Red, que permite enviar centenares de copias sin costo ni esfuerzo. En general, el truco del reenvío sirve para armar bases de datos con las direcciones que luego se usarán para diseminar spam.
Las cadenas milagreras, que solían amenazar con terribles desgracias a quien las cortara, han colonizado eficazmente la Red. Más originales parecen ser en cambio las cadenas “solidarias” que apelan a nuestra compasión por un niño enfermo que generalmente no existe. Obviamente, las amenazas de virus no existían antes de que hubiera computadoras, pero recientemente han crecido hasta incluir supuestos virus que atacarían a los celulares.
Algunas de estas propuestas no son más que estafas basadas en el famoso esquema Ponzi, que se practica no sólo en el hampa sino hasta en las altas finanzas, como demostró la reciente crisis mundial. Los primeros inversores obtienen fabulosas ganancias con el aporte de los que entran después, la burbuja crece hasta el día que resulta imposible pagar y el promotor se queda con todo. Entre los más conocidos está el cuento de la herencia del dictador nigeriano, que es uno de los más duros de morir en la Red.
A veces apenas se trata de falsas noticias pensadas para halagar nuestros deseos: Nokia regala celulares, Bill Gates quiere compartir su fortuna contigo... Otras provienen de gente que goza sembrando el miedo o es propensa a asustarse: Hotmail va a cerrar, los probióticos te dejan sin defensas, alguna conocida bebida contiene drogas, el celular te come el cerebro, hay una banda que se dedica a robar riñones... El más ridículo es el de los gatos bonsai, que habla de unos sádicos que crían gatos encerrados en frascos.
Entre los más convincentes están esas listas de misteriosas coincidencias que siempre sugieren alguna hipótesis conspirativa. Mucho antes de que naciera la Red ya circulaban papelitos donde se señalaban las coincidencias entre el asesinato de Kennedy y el de Lincoln. Después del 11S aparecieron las especulaciones numerológicas que relacionaban la matrícula del avión con la edad de Bin Laden o las conjeturas acerca de lo que se obtiene dividiendo el cuadrado de los pisos que tenían las Torres por la raíz cúbica del teléfono de los bomberos.
Los hoaxes circulan durante meses, y pueden reaparecer años más tarde. Algunos terminan por instalarse casi como certezas, o por lo menos como dudas aceptables. “Lo que digo tres veces es verdad”, decía Lewis Carroll en La caza del Snark. Es lo que ocurrió con la falsa autopsia de un extraterrestre, y más recientemente con la denuncia de que la NASA nunca habría llegado a la Luna, que tanto dio que hablar. El penúltimo parece ser ese misterioso astronauta con escafandra y todo, esculpido en el friso de una catedral medieval, la de Salamanca. Lamentablemente, se sabe que fue añadido por uno de los escultores durante la última restauración, en 1992.
Es difícil evaluar la capacidad de circulación de un hoax, pero con el andar del tiempo se tiende a desconfiar de ellos, y la propia naturaleza de la Red hace que nunca falte quien se encargue de desenmascararlos. El sistema genera basura, pero también se encarga de contenerla.
Muy distintas serían las cosas si se tratara de un sistema centralizado, donde la información falsa puede instalarse y multiplicarse como un verdadero virus. La idea se le había ocurrido a Poul Anderson, el físico y escritor de ciencia ficción, en plena prehistoria de las computadoras. Entonces se concebían los sistemas con una lógica diferente a la organización reticular que acabarían asumiendo. En 1953, Anderson escribió el cuento “Sam Hall”, donde escenificaba un Estado policial controlado por una enorme Máquina. Uno de los técnicos que la servían ponía en marcha una rebelión tan sólo con introducir en la memoria del ordenador las hazañas del bandido Sam Hall, un nombre tomado de una vieja canción de borrachos. Pacientemente iba introduciendo falsas noticias sobre las increíbles hazañas del bandido, ahora convertido en guerrillero, hasta crear un héroe mediático. Pronto la resistencia real lo tomaba como emblema y una revuelta real terminaba por estallar.
A lo largo de la historia hubo grandes fraudes en el campo científico, y se tardó mucho en desenmascararlos. El caso del hombre de Piltdown es el más conocido, y hasta la fecha no ha hecho más que acumular sospechosos, incluyendo gente como Arthur Conan Doyle y Pierre Teilhard de Chardin.
Pero sin duda el mayor de los hoaxes “científicos” de los últimos tiempos fue el de Alan Sokal. Pero éste no fue fraguado para engañar sino, en todo caso, para desenmascarar a los engañadores. Recordemos que en 1996 Sokal logró publicar en la revista Social Text, sorteando todos los filtros de seguridad académica, una sarta de disparates sobre “la hermenéutica trasgresora de la gravedad cuántica” que él mismo salió a desmentir cuando todavía nadie se había dado cuenta. La tesis central del artículo sostenía que la existencia del mundo físico era un dogma impuesto por los poderes hegemónicos. Como el artículo había sido elogiado y profusamente citado, se desató una interminable polémica en la cual todos salieron a cuestionar la ética de Sokal.
El problema es que los encargados de juzgar la publicación habían caído en la trampa porque estaban predispuestos a creer en el contenido del artículo. Pero había otra cuestión, bastante más grave: Sokal juraba que no había inventado nada, porque todas las tesis de su texto las había tomado de obras reconocidas y respetadas de la muy celebrada “teoría francesa”.
Toda la historia recordaba muy de cerca el cuento “El traje nuevo del emperador”, de Hans Christian Andersen. El monarca había encargado que le cosieran nuevos y lujosos ropajes, pero algún funcionario corrupto se había quedado con los fondos. Como no había traje alguno, por temor a caer en desgracia los cortesanos fingían no darse cuenta y se deshacían en alabanzas al sastre y al augusto monarca. El día que el rey salía a saludar desde el balcón del palacio, el pueblo quedaba perplejo, pero por temor a ser reprimido por los esbirros nadie dejaba de aplaudir y vivar. Hasta que aparecía ese chico, tan ingenuo como irreverente, que gritaba lo que nadie se atrevía a decir: el rey estaba desnudo. Andersen no lo dice, pero lo más probable es que le hayan aplicado alguna “ley mordaza” tipo Berlusconi o que lo hayan metido preso. Con Sokal no se animaron, y gracias a él macanear se ha hecho un poco más difícil.
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