Sábado, 4 de septiembre de 2010 | Hoy
PARACELSO, UN PERSONAJE EXTRAVAGANTE
El contexto social lo es casi todo: fue justamente aquello por lo que hoy se lo condenaría –su misticismo, su desprecio por la academia y su vocación por la alquimia, es decir, la magia– lo que convirtió a Paracelso (1493-1541) en un prócer de la historia de la medicina científica.
Por Marcelo Rodriguez
Es difícil entender a Paracelso –Philippus Aureolus Teophraste Bombaste von Hohenheim, nacido cerca de Zurich un año después de que tres carabelas abrieran para Europa la ruta del Nuevo Mundo– si sólo consideramos a la ciencia como un tránsito desde la oscuridad del misticismo hacia la luz del conocimiento objetivo.
Fue un genio renacentista que, entre otras cosas, intentó darle sustento teórico al principio de que el organismo se fortalece por contacto con los propios agentes causantes de las enfermedades. También se atrevió a asegurar (en pleno siglo XVI) que los fenómenos que ocurren en el interior de todo ser vivo –y en el Hombre como tal– son de naturaleza química. Y fue a la vez, y fundamentalmente, un apasionado místico, teólogo y alquimista, lo cual lo convirtió en referente de muchas corrientes esotéricas.
“La mayoría de los médicos causan la mayoría de los perjuicios a los enfermos tratándolos de la peor manera, pues están esclavizados a las palabras de Hipócrates, Galeno y Avicena”, se leyó en unos volantes en junio de 1527 en la Universidad de Basilea. Un arrogante profesor de 34 años, al que se atribuía un excepcional dominio de las artes curativas, denostaba a la ortodoxia médica y prometía ahora enseñar una medicina basada en la experiencia, “la más alta maestra de todas las cosas”.
En su biografía Paracelso (1947), el médico y psicoanalista peruano Honorio Delgado resalta el carácter díscolo que su personaje mostraba en la Universidad de Ferrara, donde siguió la carrera de Medicina sin encontrar lo que buscaba: “el fundamento de la curación”.
Delgado destaca en la figura de Paracelso su preferencia por los curanderos, herbolarios, bañeros, monjes, viejas parteras o hasta brujas a la hora de averiguar cuáles eran las técnicas curativas que realmente funcionaban. Tenía vocación de trotamundos: “Quien quiera conocer la naturaleza –decía Paracelso, citado por Delgado– debe recorrer sus libros con los propios pies”.
Pero Delgado –una de las glorias de la psiquiatría latinoamericana, introductor por estas tierras de la obra de Karl Jaspers y pionero de la psiquiatría biológica; ahora una importante avenida limeña lleva su nombre– resbala en su biografía dedicando un capítulo entero de su libro a alabar el origen germánico de Paracelso y los supuestos “atributos de la raza”, y resalta detalles que parecen hablar más de su propia filiación política que de Paracelso y sus aportes a la medicina: “El hombre que tiene un licor seminal impuro [Beflekten] no puede dar buena simiente. Si el cuerpo de la simiente es corrompido, sordo y loco, así también nacerán los hijos. Pero un licor puro da una simiente también pura. De esta simiente pura procederán niños puros, perfectos en todos sus miembros, sin falta en su entendimiento ni en lo físico”. La palabra en alemán es resaltada por el biógrafo y estas ideas, que en el contexto de 1947 –y hoy– suenan tenebrosas, a principios del siglo XVI hablaban de un precursor de la genética.
Será la condición de alquimista de Paracelso la que lo llevará a su idea sobre la naturaleza química de los fenómenos biológicos. Si era así, pensaba, entonces los mecanismos que originaban las enfermedades no deberían expresarse de maneras muy diferentes de las reacciones entre sustancias que observaba en su laboratorio.
Su idea de “multicausalidad de las enfermedades” también era bastante diferente de la actual concepción “biopsicosociocultural” de la salud. “Las enfermedades no tienen una causa sino cinco”, decía el suizo: la ens astrale, determinada por la posición de los astros, especialmente clave en las epidemias; la ens venens, elementos provenientes del medio exógeno de los que el organismo se defiende de manera activa; la ens naturale, que es la constitución del propio organismo; la ens spirituale, identificada con la mente, y la ens Dei, es decir: había, para él, un elemento determinante en los procesos de salud y enfermedad que tenían que ver con el desvío y el regreso respecto del orden establecido por Dios.
En su concepto de la ens veneni descansaba el principio de que “de donde se originan las enfermedades, de allí se obtiene la salud en su raíz”. El alquimista creía que el organismo realizaba las transformaciones necesarias para fortalecerse a partir de lo que lo daña: nunca antes había habido una aproximación tan cercana al concepto de sistema inmunológico.
Los alquimistas buscaban transformar el mercurio en oro, y esa idea errónea sobre la transformación y la importancia ritual atribuida al mercurio hicieron de Paracelso uno de los promotores del uso medicinal de este metal a pesar de lo catastróficas que resultaban las experiencias de su aplicación, particularmente en los enfermos de sífilis.
Fray Bartolomé de las Casas había dado cuenta de esta extraña dolencia que padecían aquellos españoles que no tenían la virtud de la continencia sexual. Muchos historiadores sostienen el origen americano de esta infección venérea, causada por el Treponema pallidum; otros dicen que existía ya en el Viejo Mundo, pero que el pudor impedía documentarla. El caso es que los nativos caribeños conocían la sífilis y para ellos no pasaba de ser una dolencia leve, pero para los españoles que la contraían en América era fulminante y podía matar en cinco meses.
Tal vez la crueldad de los síntomas –en sus etapas avanzadas la sífilis afecta al sistema nervioso central– como el carácter “pecaminoso” atribuido a su origen, colaboraron para que los médicos europeos considerasen que los comprimidos y las aplicaciones de mercurio podían curar esta enfermedad. El mercurio (se sabe hoy que hasta se están reemplazando los termómetros de este metal líquido por su potencial contaminante, pero se sabía también en el siglo XVI) es un poderoso tóxico que produce convulsiones, fuertes dolores, vómitos, anemia y necrosis tisular. Los pacientes morían de todas formas a causa de la enfermedad, pero las aplicaciones de mercurio acelerarían este proceso, y transformarían sus últimos días en una tortura aún peor.
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