Sábado, 16 de octubre de 2010 | Hoy
LA INSOLITA HISTORIA DE UN COSMONAUTA RECORD
Por Jorge Forno
En los años de la Guerra Fría, el programa espacial soviético competía con el estadounidense en logros y cada marca era celebrada como una batalla triunfal de una prolongada contienda. Cuestiones políticas, militares y científicas eran esgrimidas para justificar los enormes gastos que acarreaban la industria aeroespacial, el entrenamiento de los viajeros y las misiones al espacio, tripuladas o no.
Las superpotencias estimulaban a los jóvenes para que se convirtieran en cosmonautas y participaran de promocionadas epopeyas espaciales. El cosmos estaba de moda en libros, series televisivas, películas, así como en otras manifestaciones artísticas y culturales, a un lado y al otro de la Cortina de Hierro. La moda llegó también –aunque a su manera– a la Argentina, donde las revistas de historietas publicitaban cursos de astronáutica por correo.
En ese mundo de fiebre espacial creció Sergei Konstantinovich Krikalev, un soviético nacido en Leningrado en 1958. Piloto de avión y amante de las acrobacias aéreas, se graduó en 1981 de ingeniero mecánico. De inmediato se incorporó al programa espacial soviético, en el área de desarrollo de equipos y métodos de control para vuelos espaciales. En 1985, Krikalev participó, desde el centro de comandos, del rescate y rehabilitación de la estación espacial Salyut 7, que vagaba deshabitada y sin rumbo por la órbita terrestre. El rescate fue el primer éxito de su carrera. La estación logró orbitar por varios años más hasta que se decidió desactivarla, haciéndola caer en el Pacífico sur y en el olvido más cruel. Sin embargo, por un error de cálculos terminó esparciendo un surtido de sus piezas por el Litoral argentino, lo que permitió que buena parte de su estructura principal y de su gloria se conserven para el recuerdo en un observatorio cercano a la ciudad de Paraná. Era 1991, y Sergei ya era un cosmonauta hecho y derecho.
Tras el rescate de la Salyut, Krikalev comenzó su entrenamiento para participar como ingeniero de a bordo en las misiones tripuladas soviéticas, un oficio con salida laboral asegurada. Habría trabajo en cantidad en la estación Mir (“paz” en ruso), la primera que sería habitada en forma permanente a lo largo de la historia. Luego de las experiencias con las estaciones Salyut y Skylab (su contraparte estadounidense), la pelea por el predominio espacial se jugaba en el terreno de las misiones con tripulación permanente. En 1984, el presidente estadounidense Ronald Reagan había anunciado que colocaría en órbita la Estación Espacial Freedom (“libertad” en inglés), en colaboración con Canadá, algunos países europeos y Japón, que sería tripulada en forma continua.
La Mir se pensó como un imponente sistema de módulos espaciales acoplados, que se pondrían en órbita en forma escalonada desde febrero de 1986 hasta mediados de 1996. La estación daría la vuelta alrededor de la Tierra en unas dos horas, a una distancia que oscilaría entre los 300 y 400 kilómetros de la superficie terrestre. Para realizar los relevos se utilizarían los archiprobados vehículos espaciales Soyuz (“unión” en ruso).
Bajo el fragor de la costosísima competencia espacial, estas misiones ofrecían un prometedor banco de pruebas científico y tecnológico. El comportamiento de plantas y animales o las propiedades de materiales y fluidos, así como de productos orgánicos, son afectadas por la microgravedad que reina en estos laboratorios espaciales. Ensayos de materiales superconductores y de cristalización de proteínas, así como de adaptación al espacio de virus, bacterias y otros seres vivientes, formaban parte de las promocionadas actividades que, entre rutinas de ejercicios físicos y otras cuestiones casi domésticas, ocupaban a las sucesivas tripulaciones. Los cosmonautas, devenidos en conejillos de Indias, actuaban como experimentadores y, a la vez, objetos de experimentación. Atrofias musculares, cambios en el funcionamiento del corazón, arterias y venas, y la pérdida de masa ósea son algunas de las sorpresas que reserva al sufrido huésped el alojamiento espacial, además de una pésima hotelería y la falta de excursiones programadas que no sean rutinarios paseos espaciales.
La misión de bautismo para el futuro hombre record del espacio fue la Soyuz TM-7, lanzada el 26 de noviembre de 1988 desde el cosmódromo de Baikonur, en Kazajstán, república por entonces federada en la URSS. La tarea, sólo apta para ingenieros y compartida con el soviético Alexandr Volkov y el francés Jean-Loup Chrétien, era la puesta a punto de la Mir para recibir a los tripulantes que la mantendrían permanentemente habitada por, al menos, cinco años, según los planes del programa espacial de la URSS. Luego de varios meses de trabajo duro regresaron a la Tierra el 27 de abril de 1989.
El 18 de mayo de 1991, Krikalev partió nuevamente hacia la estación espacial soviética en la misión Soyuz TM-12. En esta ocasión viajó acompañado por el comandante Anatoly Artsebarsky y la británica Helen Sharman, una bioquímica de por entonces 27 años. Sharman realizó algunos experimentos con materiales biológicos y luego de seis días regresó a la Tierra. Su corta estadía en la Mir le valió ser considerada por algunos como la primera turista del espacio. Regresó junto con los dos tripulantes relevados por Sergei y su compañero, que se quedarían en la estación hasta octubre. Los muchachos no tendrían oportunidad de aburrirse: tareas de mantenimiento varias los ocuparían en el marco de aislamiento que les imponía la estadía en el espacio (en algo hay que matar el tiempo, diría una abuela).
Pasó el tiempo y con su misión casi cumplida, Krikalev empezó a tener motivos para preocuparse. Supo que el ansiado relevo no llegaría en el momento planeado por cuestiones bastante más complejas que las que el cosmonauta en su momento de ocio orbital más creativo podría haber imaginado. En contraste con la soledad del espacio y la tranquilidad aparente que daba la visión de nuestro mundo desde la estación espacial, se imponían vertiginosamente los cambios sociales y políticos en la Tierra.
Sin dudas, el mundo al que Krikalev por fin logró regresar en marzo de 1992 era marcadamente distinto al que había dejado. Tras el golpe de agosto de 1991, la otrora sólida Unión Soviética se desvanecía en el aire, sin tiempo ni interés por ocuparse de cosas tan puntuales como el sufrido cosmonauta varado en el espacio. El programa espacial soviético, verdadero ejemplo de integración de la ahora desintegrada URSS, tambaleaba a merced de las disputas cotidianas de la flamante e inestable Comunidad de Estados Independientes. Había reducido su presupuesto y el pasaje de regreso de la Mir era sólo para uno. No había, por el momento, ningún ingeniero disponible para el relevo de nuestro héroe que se resignaba a cumplir una misión de larga duración: más del doble de la prevista. Bien se había ganado el título de último ciudadano soviético.
De la paz y la unión que evocaban los nombres del programa espacial soviético, ni noticias. Su ciudad natal, Leningrado, volvería a llamarse San Petersburgo, como antes de los bolcheviques. Por suerte, su esposa e hija seguían siendo su esposa e hija, pero ya no de nacionalidad soviética sino rusa. Algunos medios contaron que al pisar tierra firme se desmayó, por efecto secundario de la microgravedad espacial, del cansancio o por ver el caos en vivo y en directo, qué más da. La base de lanzamiento de la que partió Krikalev era a su regreso territorio de una república ex soviética, el programa espacial y su financiamiento de otra, y las misiones espaciales tendrían en el futuro carácter internacional. Fukuyama proclamaría el fin de la historia, pero, a pesar de todos los contratiempos, no fue el fin de la historia espacial para el insistente Sergei Konstantinovich.
Krikalev siguió con su pasión espacial: las cosas tomaron cierto viso de normalidad en Rusia, con periódicas turbulencias que no impidieron al cosmonauta seguir realizando misiones en estaciones espaciales, ahora de carácter internacional. El programa estadounidense se amplió e incorporó nuevos miembros. Rusia era uno de ellos y, como no podía ser de otra manera, su representante más conspicuo fue Krikalev, destinado a la nueva Estación Espacial Internacional, la heredera del proyecto Freedom. Tras una estancia anterior a fines de 2000, justo para el cambio de milenio, viajó como comandante en 2005 y logró batir el record de permanencia acumulada en el espacio. Era el 18 de agosto de 2005, y Sergei llevaba más de dos años acumulados de horas de vuelo espaciales, para ser exactos 749 días. Desde el centro de control de Moscú, cuando se comunicaron con él para anunciarle que había logrado la hazaña, sólo le dijeron: “Sigue volando, Sergei”. Ni falta que hacía. Cuando regresó a la Tierra, en octubre de 2005, había logrado una marca de 803 días, 9 horas y 39 minutos a lo largo de su micrográvida carrera. Un record accidentado y carísimo muy difícil de superar. Esta vez, para el cosmonauta que acaparó condecoraciones en la URSS y en la NASA, se cumplieron los plazos previstos para su regreso a la Tierra. Un mundo que sigue aparentando tranquilidad para quien lo ve desde el espacio, pero que por cierto cada día resulta más turbulento para quienes lo habitamos.
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