Sábado, 23 de octubre de 2010 | Hoy
Por Jorge Forno
Según un dicho popular, no hay que cantar victoria antes de tiempo. Cuestiones relacionadas con el amor, el dinero, la política o el deporte suelen dar la razón a esta conocida sentencia. Pero también en los asuntos científicos pueden ocurrir inesperados virajes que cambien absolutamente el curso de las cosas.
El descubrimiento de los antibióticos significó una verdadera revolución en las prácticas médicas. Estas sustancias –que inhiben el crecimiento o destruyen a un determinado tipo de microorganismos con algún grado de especificidad– parecían ofrecer desde las primeras décadas del siglo XX un formidable arsenal para ganar la prolongada lucha de la Humanidad contra las enfermedades bacterianas.
En 1932, el bioquímico alemán Gerhard Johannes Paul Domagk comprobó en ratones de laboratorio que el prontosil –un fármaco sintético precursor de las sulfonamidas modernas– era efectivo para contrarrestar infecciones causadas por estreptococos. No sólo en los ratones de laboratorio: también sirvió a Domagk –en un episodio de tintes novelescos– para salvar la vida de su hija. La niña se había infectado accidentalmente con estreptococos mientras jugaba en el laboratorio del científico y el nuevo compuesto suministrado por su desesperado padre la rescató de una muerte hasta entonces segura. El prontosil y sus sucesores fueron profusamente utilizados para combatir infecciones en la Segunda Guerra Mundial. El hallazgo le valió a Domagk el Premio Nobel de Medicina en 1939, premio que por prohibición del régimen nazi no pudo aceptar hasta finalizada la guerra.
Cuando Domagk experimentaba con el prontosil, ya se conocía la acción antibacteriana que poseían algunas enzimas como la lizozima y otros compuestos naturales, entre ellos el producido por el hongo Penicilium notatum, bautizado como penicilina. El logro había llegado de la mano de Alexander Fleming y sus colaboradores, que llevaban años trabajando en la cuestión. Sintéticas o naturales, estas sustancias abrían enormes posibilidades de cura para enfermedades que iban de las infecciones más superficiales a las pestes más arrasadoras. Los trabajos de Domagk, Fleming y otros pioneros marcaron el camino para que un nutrido grupo de inquietos científicos, auspiciados por la creciente industria farmacéutica, desarrollaran nuevas sustancias antibióticas con espectros de acción cada vez más amplios. No era descabellado pensar que los sueños de alcanzar medicamentos cada vez más selectivos y eficientes para derrotar a las enfermedades causadas por bacterias se concretarían pronto.
Pero, como toda revolución que se precie, esta transformación de las prácticas médicas tuvo su contrarrevolución. Cuando parecía que los augurios esperanzadores se harían realidad y todo estaba perdido para las bacterias, estas aguerridas enemigas microscópicas echaron mano a mecanismos de defensa y adaptación muy eficaces, para hacer frente al surtido de fármacos con que la medicina buscaba contrarrestarlas. Así, antibióticos que resultaban muy efectivos comenzaron a necesitar dosis más elevadas para surtir su efecto, o directamente quedaron fuera de combate contra sus otrora débiles rivales.
Ya a fines de los ’30 se habían observado casos de resistencia a las novedosas –por entonces– sulfamidas, usadas en tratamientos de la gonorrea y la meningitis. Para 1940, cuando la producción de penicilina a una escala masiva todavía era un problema, apareció la bacteria que tendría el dudoso honor de protagonizar el primer caso de resistencia documentada a los antibióticos de origen natural. En los laboratorios de la Universidad de Oxford, el químico Ernst Chain y sus colaboradores –pioneros de la producción industrial de penicilina– se encontraron con la resistencia al antibiótico de una cepa de la bacteria Escherichia coli. Los reportes de resistencia se multiplicaron a lo largo de los años a la vez que surgían nuevos antibióticos, hasta constituir un problema médico de imprevisibles consecuencias.
Los antibióticos atacan a las bacterias valiéndose de dos tipos de estrategias: o las matan (acción bactericida) o impiden que se reproduzcan (acción bacteriostática). Frente a los duros embates propinados por los antimicrobianos, las poblaciones de bacterias se las ingenian para adquirir formas de salir un poco menos maltrechas.
El empleo de los antibióticos no hizo más que seleccionar a las bacterias que poseían mecanismos de resistencia adecuados para sobrevivir, a la vez que diezmaban las poblaciones de sus competidoras sensibles (farmacológicamente hablando). Así como ciertos microorganismos utilizan herramientas que están naturalmente presentes en su maquinaria genética para hacer frente a sus feroces agresores, otras formas de resistencia son adquiridas por modificaciones del genoma bacteriano. Los cambios pueden originarse por mutaciones puntuales en la dotación genética o ser más contundentes, afectando segmentos enteros de ADN.
También las bacterias poseen mecanismos de intercambio genético. Para ello, los genes de la resistencia son capaces de moverse al lugar indicado en el momento oportuno, ya sea en forma de plásmidos o de transposones. Los plásmidos son fragmentos de ADN bacteriano de longitud variable y estructuralmente similares al que se encuentra en el genoma de las bacterias, aunque sin proteínas asociadas. Suelen poseer una capacidad singular: saben replicarse sin apelar a la maquinaria genética de la célula que los aloja. A la vista de los científicos, son a veces villanos y otras veces héroes. No sólo transfieren la capacidad para resistir la acción de los antimicrobianos sino que la ingeniería genética –imitando a la naturaleza– se vale de ellos para un surtido de aplicaciones en el terreno de la biotecnología farmacéutica o agrícola.
Los transposones son genes que pueden ser intercambiados entre cromosomas bacterianos, entre plásmidos o entre ambos. Los plásmidos pueden viajar entre células de una misma especie o de especies distintas, por lo que poseen una fabulosa capacidad de transferir los genes de la resistencia y provocar problemas gigantescos a los científicos y a la industria farmacéutica. Como si todo esto fuera poco, existe un tercer tipo de elemento génico, los integrones, que tienen la capacidad de apropiarse de genes exógenos, provocando resistencias múltiples.
Así las cosas, las bacterias se las han arreglado para impedir o disminuir la capacidad antibiótica de diversas sustancias. Muchas de ellas son capaces de romper –literalmente hablando– las moléculas de los antibióticos, convirtiéndolos en pobres e inútiles fragmentos. Otras provocan la destrucción o modificación de las moléculas de los antimicrobianos o los metabolizan y eliminan antes de que puedan hacer su trabajo. No faltan los microorganismos que logran modificar las moléculas por las que un antibiótico las reconoce, como si vistieran una especie de disfraz que no permite al fármaco encontrar a su blanco. Todas estas capacidades se han conjugado en ocasiones para dar lugar a casos de resistencia rimbombantes, convirtiendo a sus pequeñísimos protagonistas en estrellas mediáticas y otorgándoles un lugar en la galería de los candidatos a jinetes del Apocalipsis.
El Staphylococcus aureus es uno de los microorganismos que ha hecho gala de una gran capacidad para adquirir resistencia a distintas terapias antibióticas a lo largo del tiempo. En la lucha contra la vieja y noble penicilina y sus derivados, algunas bacterias poseen un arma muy eficaz. Secretan las betalactamasas, unas enzimas que le pegan al antibiótico en el lugar que más le duele: rompen un anillo vital para su estructura molecular y de esta manera lo inactivan. Para evitar la acción de las betalactamasas, los investigadores desarrollaron derivados de la penicilina que blindan las zonas vulnerables de su estructura química. Así se sintetizaron antibióticos tales como la meticilina. Pero algunas cepas de bacterias contraatacaron, adquiriendo la capacidad de producir sustancias que, aunque no puedan romper las zonas protegidas de las moléculas de los antimicrobianos, les impiden ejercer su acción en tiempo y forma.
En esta última categoría se encuentra el Staphylococcus aureus resistente a la meticilina (SARM), un verdadero desafío para las prácticas médicas: es una bacteria de alto riesgo, y aunque ataca principalmente en ámbitos intrahospitalarios, se teme que en algún momento pueda diseminarse entre la población en general. Para enfrentar al SARM se requieren tratamientos complejos y costosos, y cada tanto se reportan casos más severos de multirresistencia frente a los tratamientos alternativos, que además resultan agresivos para los desafortunados pacientes. Y lo peor –por lo menos desde el punto de vista humano– es que las bacterias se ayudan entre ellas y utilizan sus mecanismos de transferencia genética para difundir la multirresistencia a cepas de otras especies bacterianas entre las cuales se encuentra la causante de la tuberculosis, enfermedad que se creía controlada luego de años de inspirar temores y poetas.
Las bacterias han hecho un digno trabajo de defensa y contraataque, pero los humanos les hemos brindado una buena –aunque involuntaria– ayuda. Prácticas abusivas en el uso de los antimicrobianos han colaborado en la selección de las bacterias resistentes. La automedicación, la prescripción incorrecta y la dispensación irresponsable, así como la interrupción de los tratamientos antes del tiempo estimado, se han sumado en una carrera de errores que llevó a generar o profundizar fenómenos de resistencia. Pero no sólo es cuestión de la medicina humana. En las prácticas agrícolas y ganaderas también se han registrado abusos en el empleo de antibióticos, para mejorar los rindes y las consabidas ganancias.
La diseminación de microorganismos refractarios a las terapias antibióticas convencionales llevó incluso a conflictos diplomáticos de magnitud. Tal es el caso de la disputa entre Gran Bretaña y la India por la diseminación de un tipo de SARM. Aprovechando tentadoras ofertas de turismo médico, pacientes británicos se han tratado en clínicas indias y de regreso llevaron a su país un pasajero indeseable, para el cual no existen fronteras, ni visas de ingreso: la temida bacteria multirresistente.
Los agentes antimicrobianos representan un avance de proporciones: sin ellos no sería posible una multitud de prácticas médicas a las que hoy estamos acostumbrados como, por citar algunas, el control de infecciones hasta hace poco temibles y los trasplantes de órganos. Pero la disponibilidad de este recurso científico debe ser administrada con suma responsabilidad, así se trate de la industria farmacéutica, los profesionales de la salud o los pacientes, para no hacerles el juego a unos pequeños pero versátiles enemigos que siempre están al acecho.
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