› Por Jorge Forno
Hablar de diabetes –más concretamente de diabetes mellitus, nombre oficial que la diferencia de otra patología no relacionada, la diabetes insípida– es hablar en realidad de un grupo de enfermedades caracterizadas por niveles altos de glucosa en la sangre. La protagonista central de esta historia es una hormona normalmente fabricada en el organismo, pero que en los diabéticos presenta defectos en su calidad y/o cantidad. La hormona en cuestión es la insulina, producida por un tipo de célula del páncreas llamadas células beta. La diabetes es un problema médico que está en franco avance: afecta a casi un 7 por ciento de la población mundial y se la considera una epidemia global. Tanto es así que desde 1991 la Organización Mundial de la Salud le otorgó un día propio: cada 14 de noviembre se celebra el Día Mundial de la Diabetes, en coincidencia con la fecha de nacimiento de uno de los descubridores de la insulina, Frederick Banting.
La conmemoración se fundamenta en un hecho innegable: el descubrimiento dio lugar a una verdadera revolución en las prácticas médicas. Como la diabetes es una enfermedad crónica para la que no existe cura, los tratamientos médicos buscan controlar los niveles de glucosa en sangre del paciente basándose en la dieta, el ejercicio físico y la utilización de fármacos. La glucosa que circula en la sangre es como el combustible para que funcionen todas las células del organismo, y la insulina es la responsable de que la glucosa entre en casi todas las células para poder ser utilizada. Si la insulina falta o es de mala calidad y los fármacos por vía oral son insuficientes para el control de la diabetes, se recurre a la administración de inyecciones de insulina. Pero la disponibilidad de este recurso formidable para la supervivencia y la calidad de vida de las personas con diabetes forma parte de un capítulo relativamente reciente en la larga historia de la enfermedad.
Durante el siglo XIX, los avances en la construcción y uso de los microscopios permitieron un conocimiento anatómico más preciso sobre las estructuras de los tejidos y abrieron paso a nuevas perspectivas de investigación. Se suponía que los trastornos a nivel celular podían causar fallas en el funcionamiento de órganos y glándulas y con ello provocar muchas de las enfermedades que hasta entonces no podían ser explicadas por el conocimiento médico de la época. Entre ellas la diabetes, una vieja conocida de la humanidad.
En 1869, el alemán Paul Langerhans experimentaba con técnicas de coloración de tejidos, ensayos que en esos años se habían vuelto muy populares –en el ámbito científico, claro– gracias a la cada vez más amplia disponibilidad de colorantes suministrados por la creciente industria química germana. El asunto es que Langerhans diferenció mediante tinciones de tejidos un tipo de células pancreáticas con forma de islotes. La particular morfología de las células llamó su atención, pero, enfrascado en las tinciones, no estaba en sus planes ir más allá de lo descriptivo, por lo que no buscó atribuir a los islotes función alguna. Recién en 1893, casi un cuarto de siglo después, el histólogo francés Gustave Laguesse tomó posesión de los islotes en nombre de su descubridor, que por entonces ya había fallecido. Bautizó a estas células como islotes de Langerhans, y les atribuyó una función secretoria que algunos científicos buscarían develar empeñosamente en los años siguientes.
Desde 1889 se sabía que el páncreas jugaba un papel central en la regulación de la glucemia. En ese año Oscar Minkowski y Josef von Mering habían probado los efectos de extirpar el páncreas en sufridos perros de laboratorio en pos de confirmar hipótesis acerca del papel de este órgano en la digestión de grasas. Sorpresivamente y en plena recuperación de la cirugía, los sufridos canes olvidaron las reglas de etiqueta que regían en los pulcros laboratorios y comenzaron a orinar frenéticamente sin importar el lugar en que lo hacían. Los perros ganaron el dudoso honor de ser los primeros en sufrir diabetes experimental, sospechada por la presencia de la poliuria –orinar mucho y frecuentemente es uno de los síntomas típicos de la enfermedad– y comprobada por la presencia de glucosa y cuerpos cetónicos en orina, marcadores bioquímicos de la diabetes descompensada. El canino sacrificio sirvió para que los científicos postularan que el páncreas, además de participar activamente en la digestión de las grasas por medio de enzimas digestivas, tenía una función en la regulación de la glucemia.
Algunos años después, el patólogo Eugene Opie encontró que los islotes de Langerhans de los diabéticos presentaban alteraciones en su estructura que podían ser relacionadas con la diabetes. Las puertas se abrieron para la búsqueda experimental de la regulación de la glucemia a partir de la aplicación de extractos pancreáticos. Venían tiempos de pasión hormonal, o más bien de pasión por descubrir hormonas, sustancias que, secretadas por alguna de las glándulas del organismo, actúan como verdaderos mensajeros químicos sobre otros órganos, según las definió en 1905 Ernest Starling, un fisiólogo inglés.
Como los hijos muy deseados de padres obsesivamente previsores, el preciado extracto antidiabético producido por los islotes pancreáticos tenía elegido su nombre antes de ser aislado. El nombre de insulina ha sido históricamente atribuido al fisiólogo inglés Sharpey Shafer, aunque actualmente se discute si en realidad el que lo utilizó primero fue el fisiólogo belga Jean de Meyer. Sea como sea, para 1910 la insulina ya había sido bautizada, aunque para aislarla se requerirían muchos años y esfuerzos en una historia no exenta de controversias.
A fines de la segunda década del siglo XX, las revista médicas reflejaban los intentos que –aunque todavía fallidos– los científicos realizaban para aislar la esquiva insulina. La lectura de estas publicaciones y el drama de la muerte de un niño vecino por diabetes parecen haber impulsado a Frederick Grant Banting, un médico canadiense graduado en medicina ortopédica, a trabajar para lograr el control de la diabetes. Para ello obtuvo el apoyo de John James Richard MacLeod, catedrático de Fisiología de la Universidad de Toronto, que le facilitó un espacio en su laboratorio. Un apoyo que luego le reportaría a MacLeod el nada despreciable reconocimiento de la Fundación Nobel.
En noviembre de 1920, Banting incorporó como ayudante al estudiante Charles Best y juntos realizaron experimentos de transplante con extractos de páncreas enteros en otra camada de desdichados perros de laboratorio. En este punto se sumó el aporte del bioquímico James Collip, quien aplicó técnicas para extraer de los islotes una solución que resultó efectiva para disminuir los niveles de glucemia en perros diabéticos. Se había obtenido la tan buscada insulina. Pronto le llegaría el turno a la primera prueba en un humano. Leonard Thompson, de 14 años, había ingresado al Hospital General de Toronto con una glucemia elevadísima y camino a una muerte hasta entonces inevitable. Banting le inyectó insulina, obteniendo en principio un absoluto fracaso: un absceso en el lugar de la inyección que solo consiguió agravar el estado del paciente. Un segundo y más afortunado intento logró normalizar la glucemia, abriendo una nueva era en el tratamiento de la diabetes. Banting, MacLeod y Best presentaron sus trabajos en la Asociación Americana de Fisiología el 30 de diciembre de 1921 y su labor, en principio evaluada con escepticismo, finalmente fue reconocida por la comunidad científica.
Los laboratorios comerciales se interesaron rápidamente por el hallazgo y uno de ellos, Elli Lily, se encargó de perfeccionar los métodos de purificación y, de paso, comercializar la preciada insulina, un producto de demanda asegurada que para 1923 estaba disponible en varios países, incluyendo la Argentina.
Un personaje frecuentemente olvidado en la historia de la insulina es el fisiólogo rumano Nicolae Paulescu. Este profesor de la Universidad de Medicina de Bucarest comenzó sus experimentos con extractos pancreáticos en 1916, mientras Rumania se sumergía en el polvorín de la Primera Guerra Mundial. Sus investigaciones siguieron adelante, aunque demoradas por los vaivenes políticos que afectaron a Rumania durante la guerra y la convulsionada posguerra. En 1921 Paulescu dijo haber aislado una sustancia, a la que bautizó pancreína –ni más ni menos que la hormona hoy conocida como insulina–. Sin embargo, este descubrimiento está inmerso en una controversia. Paulescu no fue reconocido como un descubridor hecho y derecho, sino que su trabajo –tal como fue citado por Banting– se consideró solo un antecedente fallido del hallazgo. Años más tarde, Banting explicó el error como un problema de interpretación, producto de la falta de destreza para comprender el francés, idioma en que el rumano había comunicado su hallazgo. Quizá Paulescu, desde su lejana y misteriosa Rumania, no tuvo la suerte de investigar y publicar sus trabajos en ámbitos reconocidos por la élite científica de la época. Así, los reconocimientos fueron para Banting y MacLeod, que en 1923 recibieron el Premio Nobel. Best no fue premiado, lo que provocó la ira de Banting. Collip también quedó afuera del galardón, pero luego los ganadores, a modo de reparación, compartieron con ellos honores y dinero.
A lo largo del siglo XX, se perfeccionaron las técnicas de producción de insulina de manera sorprendente. Durante años la hormona utilizada en humanos provenía de páncreas de bovinos y ovinos. En los años ’70 se refinaron técnicas de purificación que evitaban en parte las reacciones inmunes cuando se administraba a los seres humanos. Luego se pasó a la producción de insulina similar a la humana, echando mano a técnicas de ingeniería genética. Se generaron insulinas de acción variopinta: rápidas, semirrápidas o lentas, para un control más preciso de la enfermedad. Hasta hoy, la forma de administración sigue siendo inyectable, pero modernos lápices aplicadores dotados de diminutas y casi imperceptibles agujas reemplazaron a las tradicionales y temidas jeringas. El tiempo dirá cómo sigue esta historia breve y prolífica que, como el sentido simbólico que adquirió su fecha de nacimiento, seguramente Banting nunca imaginó.
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