› Por Marcelo Rodriguez
Fulvio era el nombre de un escriba que debió haber vivido –según nos lo contó en 1940 el escritor húngaro Arthur Koestler (1905-1983) en su novela histórica Espartaco– en la ciudad de Capua, cerca de Roma, alrededor de un siglo antes de la era cristiana. La pequeña ciudad, donde se encontraba la escuela de gladiadores destinados a morir combatiendo en la arena para divertir al público, se hallaba conmocionada por la proximidad de un ejército de esclavos sublevados, decididos a tomarla y liberar a los cautivos.
Fulvio volvió a su casa ese día y tomó la pluma para volcar por escrito sus impresiones, confusas al principio. Escribía en una miserable buhardilla en la quinta planta de un edificio de alquiler, apestado del olor a pescado viejo del mercado aledaño. “Sobre su tambaleante escritorio se cernía la cruz de vigas de madera que sostenía el techo, por lo cual se veía forzado a escribir siempre inclinado. Siempre que lo asaltaba una idea afortunada, daba un respingo y se golpeaba la cabeza contra la enorme viga, de modo que Fulvio estaba destinado a pagar cada pensamiento lúcido con un chichón en el cráneo.”
Después de resumir los acontecimientos recientes, el escriba se dispuso a titular la segunda parte de su tratado: “De las causas que inducen al hombre a actuar en contra de sus propios intereses”. Mientras rememoraba litigios de su vida de abogado y escuchaba por las calles desfilar a los gladiadores condenados a muerte armados para defender a la ciudadela de las tropas de Espartaco, Fulvio reformuló el título: “De las causas que inducen a los hombres a actuar en contra de otros cuando se hallan aislados, y a actuar en contra de sus propios intereses cuando se asocian en grupos y multitudes”. Luego bajó a la calle y escuchó los mismos discursos una y otra vez: todos sentían la necesidad de seguir escuchándolos y repitiéndolos porque nadie creía en nada. El pueblo necesitaba creer para ocultar la terrible verdad de que la sociedad estaba dividida entre amos y esclavos. Sólo Fulvio parecía saberlo, mientras la insensatez humana lo atormentaba y la cabeza se le llenaba de chichones.
¿Eran los magullones en el cráneo del escriba en realidad su dolencia o eran la marca –aunque fuese dolorosa y nada placentera– de los intentos de su cuerpo por recuperar la salud, escondida bajo el sometimiento de vivir agachado?
En la edición de mayo de 1851 de la revista médica The New Orleans Medical and Surgical Journal –más de una década antes de que fuera abolida la esclavitud en ese país, al final de la Guerra de Secesión estadounidense–, el doctor S.A. Cartwright reportaba una extraña enfermedad en un artículo titulado “Reporte sobre la enfermedad y las peculiaridades físicas de la raza negra”. Esta “enfermedad”, conocida como drapetomanía, consistía en una aparentemente inexplicable compulsión de la población afroamericana que los llevaba a querer fugarse de los campos de algodón y de las barracas donde vivían hacinados. La causa de esta “manía del esclavo fugitivo” –eso significa etimológicamente “drapetomanía”– era, según postulaba Cartwright, “una enfermedad metal o algún otro tipo de alienación mental, curable por regla general”, y los “factores de riesgo” para la aparición de esta patología –para utilizar términos afines a la medicina actual– eran básicamente dos: uno, no establecer la suficiente distancia entre amos y esclavos, tratarlos casi como si fueran iguales; el otro, tratarlos mal.
De modo que, dejándoles en claro a los esclavos su condición de tales con la mayor amabilidad, y procurando que no les faltara comida ni diversión, no había que temer que la epidemia de drapetomanía se propagase y afectara seriamente el orden político, económico y, desde luego, sanitario de la sociedad agrícola esclavista.
La primera característica de las seudoenfermedades es que tienen un fuerte componente ideológico, además de carecer de suficiente sustento empírico (en otras palabras, “no convencen” más que a quienes comparten ciertas peculiaridades ideológicas). Las seudoenfermedades cumplen la función de promover el poder político de un grupo (los que ostentarán en virtud de ella la categoría de “sanos”) sobre otros grupos, en los que recae la categoría de “enfermos”.
“En la seudoenfermedad –afirma el filósofo mexicano Juan Rokyi Reyes Juárez– se pone casi siempre de manifiesto el intento de un sector social de imponerse sobre otro.”
En uno de sus más famosos discursos académicos, el francés Michel Foucault (1926-1984) pintaba la locura simplemente como una forma de excluir políticamente un determinado tipo de discursos, de afirmaciones, de formas de hablar, de argumentos y de temas de los que hablar. Una forma de dejarlos automáticamente fuera de juego: todo acierto que se haga desde esa posición de offside no es válido, es locura. De esta manera, Foucault daba cuenta de este espinoso tema no en tanto “enfermedad mental”, sino simplemente como un fenómeno social del lenguaje.
Pero cuando desde la ciencia médica se habla de “seudoenfermedades”, se lo hace desde una perspectiva positivista, en la que por definición existe algo a lo que se denomina enfermedad y, en oposición, algo a lo que muchos llaman “enfermedad” sin que lo sea. Todo un desafío porque, a lo largo de la historia de la ciencia, pocas cosas han variado tanto y se han mantenido en tensión tan permanente como los conceptos de salud y enfermedad.
De paso por Buenos Aires para participar del Congreso Iberoamericano de Filosofía de la Ciencia que se realizó el pasado mes de septiembre, Reyes Juárez, que es docente investigador de la unidad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Zacatecas, estableció en su ponencia pautas bastante claras para pensar este tema desde una óptica positivista y biomédica, que es a su criterio la que más utilidad puede brindar para hacer frente a un fenómeno que cada vez se discute más en esta cultura industrial capitalista: la medicalización de la vida.
Reyes Juárez rastreó el tema en el British Medical Journal (BMJ) y rescató una definición de seudoenfermedad que data de 2002 y que, aun con todo el formalismo que cabe esperar de este nivel de literatura médica, no está exenta de cierta picaresca. La seudoenfermedad, dice allí, es un “proceso humano o problema que algunos han definido como un trastorno médico, pero en el cual una persona tendría mejor resultado si el problema no fuese catalogado de esa manera”.
Se entenderá mejor de qué se trata cuando se repase la lista de veinte “afecciones” a las que el público consultado por el investigador del BMJ toma por “enfermedades”, a saber: envejecimiento, trabajo –o tal vez el exceso de él, el mal de los workaholics–, aburrimiento, bolsas bajo los ojos, ignorancia (!), calvicie, pecas, orejas grandes, canas, fealdad, parto, alergia al siglo XXI, descompensación horaria, infelicidad, celulitis, resaca, ansiedad por el tamaño del pene, embarazo (!), furia en la carretera, soledad.
Sea por consenso ideológico, por la influencia de la industria terapéutica, por la ambición de algunos investigadores que buscan notoriedad pública a caballo de temas “vendedores” o, en gran medida, por la compulsión a la diferenciación social a través de parámetros relacionados con la estética y el hedonismo –y cabría preguntarse qué estética y qué conceptos de placer son los que la sociedad del capital concentrado tiene como ideales–, a estos malestares que cualquiera puede padecer, y que incluso pueden llegar a ser un estigma de acuerdo con la vulnerabilidad psíquica de cada uno, se les suma el estigma médico. Exagerando aún más: el estigma de la ciencia médica, de la ciencia objetiva.
De lo que se está hablando es, por lo tanto, de un dispositivo social que convierte ciertos estigmas subjetivos relacionados con la percepción del cuerpo en estigmas objetivos legitimados como tales, cuando no por las instituciones médicas más prestigiosas, por publicaciones masivas y otros elementos de la cultura que condicionan la percepción de lo que es la salud y la enfermedad.
Por eso es que, aun en una época como ésta en que la bioética aconseja rescatar ciertos principios hipocráticos –ciertamente no la teoría de los humores, pero sí el principio de que “no existen enfermedades sino personas enfermas”– e interrogar al paciente para escuchar su voz –“¿Qué cree usted que le pasa?”, una pregunta que los médicos habían dejado de hacer–, estar atentos al concepto de “seudoenfermedad” puede ser valioso, a fin de romper ciertos estigmas con que el poder médico, mal utilizado, puede transformarse en un factor de control social del cuerpo ajeno allí donde nadie lo ha llamado a hacerlo. Cuando la masturbación era considerada una enfermedad –ejemplifica Reyes Juárez, y habla de lo que sucedía hasta entrado este siglo en países del Occidente europeo y americano–, los métodos para “combatirla” llegaron a ser bastante drásticos, y no excluían la hospitalización de los masturbadores, la colocación de anillos sobre el prepucio que dificultaran la operación o, en el caso de las mujeres, la ablación del clítoris. Incluso hay historias clínicas donde se registra a la masturbación como causa de muerte de algún interno.
Parece haber un elemento necesario en la fundamentación de que existen estas seudoenfermedades, y es el conflicto de intereses entre la ciencia y los negocios, casi en calidad de mito fundante. Casos objetivos y reales de psiquiatras infantiles en Estados Unidos –el gremio de los psiquiatras infantiles en ese país parece haber hecho bastante para ganarse esa mala prensa–, donde se documentan las fuertes sumas de dinero que han recibido de la industria farmacéutica para extender la población target de algunos psicofármacos a edades cada vez más tempranas, en las que ni las asociaciones profesionales de psiquiatras y ni siquiera el Manual Diagnóstico DSM-IV (que, de descuidarse el paciente o el médico, convierte a casi toda conducta humana en “patología”) aprueban su uso.
Existe cierto sano consenso en que estos conflictos de intereses invalidan las razones para sostener tales prácticas médicas; y habilitan, en cambio, a sostener el argumento esgrimido contra las seudoenfermedades: el de que su existencia carece de sustento empírico.
Lo que no carece de sustento empírico suele ser, sin embargo, la eficacia de los fármacos, rigurosamente testeados mediante ensayos clínicos por los propios laboratorios que los desarrollan, los producen y, lógicamente, quieren venderlos. Y esto acarrea el consabido riesgo de acallar todo cuestionamiento ético, político o social con la sola prepotencia de los resultados.
“El consumismo y los intereses de las compañías farmacéuticas son en la actualidad los factores más importantes que impulsan el desarrollo de las seudoenfermedades”, remarca el investigador mexicano. La salud es un producto de consumo, y la ideología del óptimo bienestar propone siempre más, y extiende su influencia al mercado de bienes domésticos. “La fórmula –dice Reyes Juárez– parece insignificante y poco ingeniosa, pero cambia drásticamente los objetivos sanitarios, porque proponer siempre más significa estar cada vez más delgado, ser más joven, tener piel más lozana, ser más competitivo, obtener más placer; en definitiva, ser más saludables.”
Pero el concepto de seudoenfermedad es de clara raigambre positivista y se basa en una afirmación “dura”: en las seudoenfermedades, el conocimiento real del cuerpo –el de la medicina, basado en el modelo de la anatomía patológica generado en el siglo XIX– es sustituido por fantasías y percepciones sobre él. Estas “fantasías y percepciones” son, desde luego, derivadas de la cultura de consumo y de un sistema de valores identificable de manera bastante clara. “Las seudoenfermedades no son hechos del mundo, sino representaciones o construcciones ideológicas.”
Tradicionalmente, la medicina se había ocupado de la muerte –tal vez lo más objetivo que existe– y del dolor –quizá lo más subjetivo, porque no hay parámetros objetivos para evaluarlo, sino que es lo que el paciente dice que es–. Ahora, por lo visto, no podrá dejar de vérselas con las representaciones ideológicas que, aunque son de otra naturaleza, también forman parte del mundo real. Sobre todo cuando logran consenso y hay poderes que las sustentan.
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