Son las cicatrices de viejas heridas. Prodigios geológicos que dan cuenta de terribles impactos que, en el pasado remoto, dañaron dramáticamente la superficie de nuestro planeta. Aunque parezcan cosas de otros mundos, la Tierra también tiene sus cráteres. No son tantos, ni tan evidentes, ni están tan bien preservados como los de la Luna. O los de Mercurio. Los cráteres terrestres, en cambio, son huellas mayormente borrosas, muy desgastadas, o directamente imperceptibles a primera vista. Es que, justamente, y a diferencia de muchos de nuestros vecinos, la Tierra siempre fue un mundo geológicamente activo, inquieto, envuelto por una corteza cambiante.
› Por Mariano Ribas
Actualmente, y en buena medida gracias a las imágenes satelitales, se han identificado casi 200 cráteres de impacto en la superficie terrestre (y seguramente debe haber muchísimos más, bien ocultos en el fondo de los océanos). Algunos son relativamente “jóvenes”, geológicamente hablando, con edades de algunos millones de años. Otros son mucho más viejos, y se remontan a cientos de millones de años atrás. En esta edición astrogeológica de Futuro hemos elegido algunos (y sólo algunos) de los cráteres más notables de la Tierra. Por su tamaño, por su edad, por su grado de preservación o bien por sus implicancias en la historia del planeta. Pero, antes de conocerlos, vamos a echar una mirada al pasado, y a los procesos que los originaron (y desgastaron), para entenderlos mejor.
Los cráteres de impacto son las formaciones geológicas más comunes de todo el Sistema Solar. Los encontramos en todos los planetas terrestres, en todas las lunas, y hasta en asteroides y cometas. Estas fosas, que pueden medir desde metros, hasta cientos de kilómetros de diámetro (incluso miles, si consideramos aquellos que fueron “rellenados” con materiales fundidos, como los mares de la Luna) son, mayormente, los recuerdos de los tiempos más remotos, y a la vez violentos, de la gran familia del Sol. Estamos hablando, aproximadamente, del período que va desde la formación de los planetas (y todos los demás cuerpos menores), hace unos 4500 millones de años, hasta hace unos 3800 millones de años. Epocas en que los mundos se fueron forjando, y crecieron en medio de terribles y continuos bombardeos de escombros cósmicos. Pasado aquel largo período, los impactos de meteoritos, asteroides y cometas fueron cada vez más y más esporádicos. Pero nunca desaparecieron. De hecho, como bien sabemos, continúan hasta nuestros días. Y son una amenaza latente para nuestra supervivencia (ver Futuro del 30/10/10).
A lo largo de las últimas décadas, las sondas espaciales nos han mostrado que las huellas de aquellos tiempos de furia están en todos los rincones del Sistema Solar. Desde Mercurio hasta las lunas de los lejanos mundos gigantes, como Júpiter o Neptuno (aunque no así en esos planetas, cuyas “superficies” gaseosas, lógicamente, no han mantenido el registro de los impactos). Pero, claro, el ejemplo más cercano y contundente lo tenemos aquí nomás: la Luna. Hasta el más modesto de los telescopios (incluso, hasta un binocular) nos muestra que sus viejos y castigados paisajes, grises, rocosos y polvorientos, están saturados de cráteres. Algunos de los más famosos son los enormes, complejos y maravillosos cráteres Clavius (de 230 km de diámetro), Copérnico y Tycho (ambos con grandes picachos centrales y rayos de eyecta, materiales rocosos despedidos por el impacto).
Sin embargo, la Tierra, a todas luces, se nos presenta muy diferente: a primera vista, los cráteres no están. No parecen formar parte de nuestros paisajes. Sin embargo, estuvieron. Y fueron muchísimos. Pero casi todos fueron literalmente “borrados” del siempre cambiante mapa terrestre. Aun así, todavía quedan unos cuantos, aunque están aislados, enmascarados o muy bien escondidos.
En nuestro planeta, los cráteres son una rareza. Y en principio puede resultar extraño, dado que la Tierra, siendo mucho más grande y masiva que la Luna, debió haber recibido muchos más impactos de proyectiles cósmicos a lo largo de sus 4500 millones de años de historia. ¿Y entonces? La explicación está, justamente, en dos factores esenciales que no existen (y prácticamente nunca existieron) en la Luna: por un lado, la presencia de una atmósfera, agua líquida, y los fenómenos meteorológicos asociados a ambas. Y por el otro, la tectónica de placas. Ambos factores se han sumado y combinado a lo largo del tiempo, dando lugar a una corteza siempre relativamente joven y cambiante. Casi efímera en tiempos geológicos.
A lo largo de miles de millones de años, la presión del aire, la acción de los vientos, las lluvias, las nevadas, el fluir de los ríos, los mares, y el avance y/o retroceso de los glaciares, no sólo han erosionado los terrenos continentales, y con ellos la mayoría de los cráteres de antaño, sino que también han depositado toda clase de sedimentos que los han tapado. En paralelo, la tectónica de placas fue reciclando continuamente la superficie del planeta. Particularmente en el fondo de los océanos, donde el continuo roce, choque y “subducción” (hundimiento y derretimiento en el manto terrestre) de las placas que forman la corteza oceánica, ha hecho que nada dure mucho más de 200 o 300 millones de años. Incluyendo, claro, los cráteres. La corteza continental, si bien permaneció emergida por su mayor flotabilidad, también fue seriamente afectada y reconfigurada por los procesos derivados de la tectónica: compresión y deformación, terremotos, maremotos y erupciones volcánicas.
Así, de los cientos de miles (o quizá millones) de cráteres de impacto que debería tener, en la superficie de la Tierra se han identificado menos de 200. Son los que han “sobrevivido” a los avatares geológicos y climatológicos de nuestro mundo, ya sea porque son muy jóvenes (y no han tenido tiempo de desgastarse), o bien porque son extremadamente grandes y sus trazas (al menos en parte) todavía son reconocibles. Un dato nada menor: la mayoría de los cráteres de la Tierra recién fueron descubiertos en las últimas décadas, gracias a las imágenes satelitales. Ahora sí, vamos a conocer algunos de los más notables...
Sin dudas, el cráter de impacto más famoso del mundo es el Meteor Crater, en pleno desierto de Arizona, Estados Unidos (ver foto de tapa). Es una fosa con forma de taza de 1200 metros de diámetro y 175 metros de profundidad. Poco, muy poco con relación a otros cráteres terrestres. Lo que lo hace verdaderamente especial, casi único, es su perfecto estado: es el cráter mejor conservado del mundo. Y eso se debe, especialmente, a su extrema “juventud”: el Meteor Crater se formó hace tan sólo 50 mil años, por el impacto de un pequeño asteroide de hierro y níquel de 40 o 50 metros. El objeto, de cientos de miles de toneladas, se estrelló contra aquel rincón de América del Norte a unos 60 mil km/hora. Y se vaporizó casi completamente, dejando incontables fragmentos, muy pequeños, desparramados en un radio de varios kilómetros a la redonda. Al día de hoy se han recuperado cerca de 30 toneladas de restos, incluyendo una pieza única de 700 kilos. Eso es todo lo que quedó de aquel asteroide kamikaze.
Cada día, el Meteor Crater, que además tiene la ventaja de estar libre de vegetación que lo cubra, es visitado por cientos de turistas de todo el mundo. Y hace algunas décadas se convirtió en una suerte de “caso testigo”, cuando el gran geólogo Eugene Shoemaker (1928-1997) demostró –en base a sólidas evidencias geológicas– que no se trataba de un cráter volcánico, como se sostenía tradicionalmente, sino de uno provocado por un impacto meteorítico.
La inmensa mayoría de los cráteres de la Tierra no son tan evidentes, ni están tan expuestos como el que acabamos de visitar. Muchos están total o parcialmente cubiertos de rocas, sedimentos y vegetación. O directamente inundados: es el caso del Crater Bosumtwi, que contiene al lago homónimo, ubicado al sudeste de la ciudad de Kumasi, en la región de Ashanti, Ghana. Hace 1,3 millón de años, el impacto de un asteroide (o quizás un cometa) generó esta fosa circular de 10,5 kilómetros de diámetro y cientos de metros de profundidad. Con el correr del tiempo, el cráter se fue llenando de agua, hasta formar el único lago natural de Ghana (ver foto). Rodeado por un denso bosque tropical, este espejo de agua es un lugar de pesca y recreación para las decenas de miles de personas que habitan las 30 aldeas que lo rodean. Además, para los ashanti, el lago Bosumtwi es un sitio sagrado, donde los muertos llegan para despedirse del dios Twi.
Otro de los cráteres de impacto más impresionantes de la Tierra se encuentra al norte de Chad, en pleno desierto del Sahara. Se trata de una formación más grande y mucho más antigua que el Bosumtwi: el Cráter Aorounga mide 17 kilómetros de diámetro, y tiene una antigüedad de más de 300 millones de años. De hecho es uno de los más viejos (que se conservan) de todo el planeta. Tan viejo que se trata de una formación extremadamente erosionada en la que, más que una fosa, sólo se distinguen borrosas estructuras anulares y concéntricas. En realidad, todo indica que Aorounga no sería un solo cráter súper arcaico sino tres: en esta imagen de radar –tomada en 1994 por la tripulación del transbordador espacial Endeavour– podemos ver un posible segundo cráter, de tamaño similar al primero, pero con un pico central. Y hasta un tercero (el Aorounga Norte), que sería esa marca circular parcial, y oscura, hacia la derecha de la imagen (las imágenes de radar muestran detalles invisibles en las fotos convencionales, dado que penetran las capas de polvo y arena superficiales). Es muy probable que este cráter triple se haya originado durante un mismo episodio, en el que un cuerpo único se fragmentó en al menos tres partes.
En el centro de Australia hay un cráter que no sólo es más grande que los anteriores sino que, además, está bastante bien conservado a pesar de su gran antigüedad. La foto nos muestra al impresionante Crater Gosses Bluff, de 24 kilómetros de diámetro y 5 de profundidad. Se formó hace 140 millones de años por el impacto de un asteroide de 15 a 20 kilómetros. Aunque muestra evidentes signos de desgaste y alteración, esta maravilla australiana aún mantiene una clara silueta circular, con bordes elevados y bien definidos. Los expertos coinciden en que Gosses Bluff es uno de los cráteres de impacto más notables de la Tierra: grande, nítido e impresionante.
En un rango de tamaños similar al Gosses Bluff, ahora nos encontramos con dos antiquísimos cráteres hermanos, en Québec, Canadá. Son dos fosas circulares, originadas por un doble impacto ocurrido hace unos 290 millones de años. Y que ahora –y vaya a saberse desde cuándo– se han disfrazado de grandes charcos helados: el lago Crearwater Oeste y el lago Crearwater Este, de 32 y 22 kilómetros de diámetro, respectivamente. Un detalle, por demás curioso, es ese anillo de “islas” que afloran de las aguas del mayor, y que seguramente se originaron a partir del “rebote” de materiales de la corteza terrestre, durante la formación del cráter.
En septiembre de 2001, el satélite Landsat 7, de la NASA, tomó una serie de espectaculares fotografías que, entre otras cosas, revelaron uno de los secretos mejor guardados de la Tierra: el Cráter Kara-Kul, situado a casi 4 mil metros de altura, en las Montañas Parir, Tajikistán (cerca de la frontera con Afganistán). Es, ni más ni menos, que el cráter de impacto más alto del planeta. Una formidable estructura geológica, de forma aproximadamente circular, de 52 kilómetros de diámetro. Y en cuyo interior también se ha formado un lago (aunque no cubra todo el cráter, como en los casos anteriores). El Cráter Kara-Kul es uno de los 15 más grandes del mundo. Y se formó hace unos 25 millones de años.
Y ahora subimos la apuesta, y vamos directamente a los pesos pesados: hasta ahora, en la Tierra, sólo se han identificado 6 cráteres que superen los 100 kilómetros de diámetro. Y la verdad es que poco y nada queda de ellos. En ese lote de prodigios, hay uno sumamente especial: el Cráter de Chicxulub, en la península de Yucatán, México. Con unos 170 kilómetros de diámetro, esta compleja fosa de impacto es la tercera más grande del mundo. Pero está completamente escondida, tapada por cientos de metros de sedimentos. Una mitad del cráter está debajo del fondo mar y la otra, enterrada bajo la propia península. Sin embargo, aún falta lo más interesante: todo indica que es la huella de la terrible colisión de un gran asteroide (de unos 15 km de diámetro), ocurrido hace 65 millones de años. Una catástrofe que, más allá de causar la destrucción completa de la región, tuvo terribles consecuencias a escala planetaria: terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas, incendios a miles de kilómetros de distancia, oscurecimiento de la atmósfera y una completa alteración del clima global. Estamos hablando, ni más ni menos, que del archifamoso episodio que –ya pocas dudas caben– habría provocado la extinción de los dinosaurios y de las tres cuartas partes de las especies que, por entonces, habitaban la Tierra.
El oculto Cráter de Chicxulub (que es el nombre de un pueblo de la región y que significa, curiosamente, “la cola del diablo”) recién fue descubierto en los años ’80, gracias a estudios gravimétricos y magnetométricos que delataron una clara anomalía geológica en el subsuelo de Yucatán. Hablando de eso: la imagen que aquí vemos no es una foto, ni una vista de radar: es un “mapa” tridimensional del fatídico cráter, realizado por científicos del Lunar and Planetary Institute, en Houston, a partir de finas mediciones gravitatorias y magnéticas.
Los dos cráteres de impacto más grandes de la Tierra son, a la vez, los más antiguos: tienen alrededor de 2 mil millones de años. Y, lógicamente, poco y nada queda de ellos. La llamada Cuenca de Sudbury, en Ontario, Canadá, es una estructura de impacto altamente deformada por las presiones de la corteza terrestre. De hecho mide unos 200 kilómetros de largo, pero sólo la mitad de ancho. El Cráter Vredefort, al sur de Johannesburgo, Sudáfrica, es aún más grande: mide casi 300 kilómetros. Y esta foto, tomada por astronautas en órbita terrestre, muestra al mayor cráter del mundo con total dramatismo: si bien está extremadamente erosionado y tapado de sedimentos, este coloso de colosos aún conserva un muy sugerente patrón semicircular, formado por varios anillos concéntricos. O más bien los “arcos” parciales que quedan de ellos.
Habría muchas otras cosas para contar dentro de este tema de los impactos cósmicos. Por ejemplo, el reciente hallazgo del que sería el mayor cráter de Sudamérica, bien oculto en la selva colombiana. Y de otros, mucho más pequeños, aquí nomás, en nuestra Patagonia. Descubrimientos que tienen como principal protagonista a un geólogo aficionado argentino. Pero todo eso se merece un capítulo aparte, en una próxima edición de Futuro.
Y bien, hasta aquí llegamos con este recorrido, necesariamente parcial, por algunos de los más impresionantes cráteres del mundo. Aquellas cicatrices de viejas heridas que, con absoluta contundencia, nos demuestran que los asuntos de la Tierra y del cielo siempre van de la mano.
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