› Por Pablo Capanna
De 860 médicos fueron reprobados 160; con todo, un porcentaje bastante más aceptable que los resultados que suele arrojar cualquier examen de ingreso actual. Pero la polémica no se detuvo ahí. Se sabe que comenzaron a circular una suerte de manuales, pensados para que los pacientes pudieran evaluar la pericia de sus médicos y evitaran ser estafados por deshonestos e improvisados.
En esas circunstancias, un acaudalado empresario del transporte, que fletaba caravanas a todo el mercado del Oriente Medio, quiso poner a prueba a un médico que le habían recomendado. Le entregó una muestra de orina, diciéndole que pertenecía a su amante, que sufría de algunos trastornos. El médico descubrió inmediatamente la trampa, en cuanto se dio cuenta de que la orina era de burra, y sin inmutarse le recetó a la paciente una estricta dieta de alfalfa y gramíneas. Con eso logró aprobar el examen, se hizo famoso y hasta fue contratado por el propio Califa.
Olvidaba decir que todo eso ocurrió en Bagdad hace más de mil años.
En esos tiempos, los médicos árabes estudiaban en las madrasas, esas escuelas religiosas a las que el fundamentalismo islámico reciente ha dado tan mala fama. No todos eran necesariamente árabes ni musulmanes: era común que entre ellos hubiera hinduistas, judíos y cristianos. La medicina que practicaban también era bastante ecléctica.
A los médicos se los reconocía por su capa y su túnica blanca, que iban coronadas por el turbante que distinguía a la profesión. Como en todos los tiempos, había unos médicos que se enriquecían y otros que llevaban una vida de servicio a los más necesitados. Unos se hacían famosos por sus aciertos y otros por sus fracasos. Entre los grandes maestros, a Rhazes se lo conocía por su austeridad, pero Avicena era un notorio mujeriego y bebedor. Ambos eran trabajadores incansables.
Lo más interesante es que todos hacían su aprendizaje en los hospitales, que eran públicos y gratuitos. El concepto y la estructura de lo que conocemos como hospital moderno es una creación de la cultura islámica en la Edad de Oro, antes de que Bagdad fuera arrasada por los mongoles y Córdoba cayera en la reconquista de España. Todo lo demás, lo puso la ciencia moderna, que también les debe algo a los árabes.
Lo más parecido a un hospital que tuvieron los griegos en el período clásico eran los templos de Asklepios, el dios de la medicina. Allí acudían los enfermos graves o crónicos en busca de un milagro, para someterse a terapias que eran una mezcla de curación por la fe y medicina empírica. Los romanos, a quienes todos reconocen como grandes organizadores, nunca se ocuparon de desarrollar una medicina social, y apenas tuvieron hospitales de campaña para sus tropas conquistadoras. Recién con el cristianismo aparecieron los hospicios, destinados a los pobres que no podían pagarse un médico. El Estado no se ocupaba de ellos, y se sostenían con las donaciones de algunos filántropos. El emperador Juliano se quejaba de que los hospicios servían para que los cristianos hicieran proselitismo.
Con todo, en Europa occidental hasta los hospicios eran escasos, por lo menos hasta el siglo XIII, y el concepto de Hospital nació recién después de las Cruzadas.
Muy distinta era la situación en el Imperio Bizantino, donde había hospitales para los pobres (los llamados nosocomios) que contaban con un cuerpo médico estable. En el mundo bizantino, los médicos más destacados pertenecían a la religión nestoriana, una herejía del cristianismo. Cuando el emperador Zenón los echó de Siria, los nestorianos emigraron a Persia (Irán). Allí fueron asimilados por los árabes, que para el siglo VII ya habían conquistado Siria, Persia y Egipto.
Mientras Europa occidental sufría las invasiones, el Imperio se disolvía y la cultura recaía en la barbarie, los árabes llevaban a cabo la apropiación de todo el saber científico griego, que había sido conservado por la cultura siria. Los textos griegos, que habían sido traducidos al siríaco, volvieron a ser vertidos al árabe. Siglos después, regresaron a Europa tras ser retraducidos al latín, lo cual explica no pocos malentendidos, en ciencia como en filosofía.
En lo que atañe a la medicina, el centro de transferencia del saber fue la ciudad de Jundi Shapur, en Persia. Allí había una gran comunidad de médicos persas, indios, cristianos, nestorianos, zoroastrianos, judíos y griegos, con bibliotecas que disponían de un considerable caudal de conocimientos, tanto de origen griego como proveniente de la India.
Cuando concluyó este proceso, la dinastía Abásida había hecho de Bagdad su capital, y ya era posible hablar de medicina grecoislámica o yunani, que por costumbre llamamos “árabe”.
La historia escrita por los europeos ha tendido a relativizar estos decisivos aportes, asignándoles a los árabes el papel de meros intermediarios, que apenas habrían tenido el mérito de preservar la ciencia griega. De hecho, los árabes no tenían mucho que copiar, aparte de los clásicos, porque en la Europa de entonces no había investigación empírica, ni centros de estudio donde formar profesionales.
En el mundo islámico, los médicos gozaban de cierta autonomía para investigar y disponían de hospitales para practicar. No dejaban de tener conflictos con las autoridades religiosas, porque el Corán hablaba de resignación ante el dolor, pero también mandaba confortar a los enfermos, lo cual fomentaba la medicina.
Los hospitales eran centros de capacitación médica, donde la terapéutica se basaba en “la experiencia repetida”. Para su tiempo, los árabes eran excelentes químicos, estaban muy avanzados en óptica y si bien no contaban con el instrumental que hoy consideramos elemental en un laboratorio, habían desarrollado un verdadero virtuosismo para la observación. Seguían una estricta metodología para examinar al paciente y sus deyecciones. En especial, le daban mucha importancia a las variaciones del pulso.
Uno de los grandes médicos árabes, conocido por los europeos con el nombre de Rhazes, era un trabajador infatigable que escribió más de 200 tratados. Se recuerda una experiencia que realizó con pacientes de meningitis. Más allá de la errada terapéutica, lo que lo hace interesante es el método. Rhazes mandó hacer sangrías a un grupo de pacientes, pero dejó a otro grupo en observación, como control. El método experimental no estaba muy lejos...
Avicena (980-1037), que fue llamado por sus contemporáneos “el príncipe de los médicos”, era capaz de escribir tanto un Canon para consulta de los profesionales como un Poema de medicina, para la divulgación entre el público culto.
En Occidente, los médicos árabes como Avicena y Averroes fueron más conocidos y discutidos como filósofos, pero Geber fue una autoridad para los alquimistas. El casi desconocido Ibn an-Nafis fue quien descubrió la circulación pulmonar, cuatro siglos antes que Servet, pero eso recién fue reconocido en Europa hace menos de un siglo.
El hospital árabe (que tenía un nombre persa, bimaristan) no era confesional. Era una institución secular, que atendía a todos, fueran ricos o pobres, creyentes o incrédulos. Se sostenía gracias al wafq, las herencias y donaciones de propiedades que hacían los más pudientes para ganarse la vida eterna, con tanta generosidad como la que ponen hoy en crear fundaciones para evadir impuestos.
El primer hospital que se fundó fue el de Damasco, en el año 706 de nuestra cronología. Contaba con varios médicos estables y tenía sectores especiales donde se aislaba a los leprosos y se atendía a los ciegos.
En la etapa más brillante de la historia del Islam se fundaron hospitales en El Cairo, Bagdad, Túnez y Turquía, y, por supuesto, también en Granada y Córdoba.
El primero de los hospitales de Bagdad fue fundado por Harun al-Rashid, el legendario califa de Las Mil y Una Noches. Tenía 25 médicos, entre los cuales había oculistas, cirujanos y quiroprácticos que componían los huesos. Los pacientes que se internaban debían dejar sus ropas al entrar, y recibían vestimentas limpias. Se los hacía bañar y mudarse de ropa con frecuencia.
Uno de los hospitales de la ciudad de El Cairo lo había fundado Saladino y era uno de los pocos sostenidos por el erario. Otro, el Ahmed ibn Tûlûn, contaba con dos casas de baños terapéuticos, para hombres y mujeres, un pabellón destinado a los enfermos mentales, una biblioteca de consulta y un dispensario de medicamentos, atendido por varios farmacéuticos. Abulcasis, el árabe andaluz que fue maestro de cirujanos, nos informa que las mujeres que practicaban la medicina “eran escasas”, pero no dejaba de haber algunas como ginecólogas y obstetras.
Para el siglo X las autoridades dispusieron brindar atención médica a los presos. También solían despachar dispensarios viajeros para atender a los pacientes de las zonas rurales.
En los hospitales sirio-egipcios de los siglos XII y XIII había varios pabellones para las diversas especialidades. Contaban con su propia fuente para proveerse de agua, farmacia, biblioteca y cocina. Había un cuerpo de enfermeros y practicantes.
Para esa época, los bizantinos también habían comenzado a hacer su transferencia de conocimientos. Esto ahora funcionaba en sentido inverso, de vuelta a Occidente. Contaban con hospitales tan buenos como los árabes. Eran para los pobres porque, salvo emergencias, a los ricos los atendían en sus casas. Para el siglo XIII, Constantinopla tenía el hospital Sampson Xenon, con guardias de cirugía y oftalmología, y el Pantokrator Xenon, donde había cinco pabellones con 17 médicos, 34 enfermeros, 11 empleados de servicio y una farmacia con 6 boticarios.
A todo esto, en Europa occidental no existía nada comparable. En la época de Carlomagno, que hizo contactos diplomáticos con el califa Harun al-Rashid, el Imperio occidental apenas tenía algún que otro hospicio.
Cuando los cruzados, que en general eran bastante brutos, se encontraron con los eficientes hospitales árabes, quedaron tan impresionados que algunos de ellos crearon la orden de los Caballeros del Hospital de San Juan, más tarde conocida como Orden de Malta. Su Hospital de Jerusalén apenas contaba con cuatro médicos y cuatro cirujanos (entonces eran profesiones distintas), pero fue el que les dio nombre a todos los hospitales que vinieron después.
De vuelta a Europa, los Hospitalarios inspiraron la fundación del Hospital del Espíritu Santo de Roma y del Hôtel-Dieu de París. Más tarde, los burgueses de Florencia, con Folco Portinari a la cabeza, crearon el hospital de Santa María Nuova que contaba con un servicio de asistencia pública para traslados y atención domiciliaria. Se llamaba “Misericordia” y me consta que seguía viva a mediados del siglo pasado.
Pero todo esto ocurrió recién en el siglo XV. Los árabes habían tenido eficientes hospitales cinco o seis siglos antes. Además tenían la costumbre de decorarlos con arabescos o con versículos del Corán, pero también el buen gusto de no ponerles letreros que dijeran “Saladino conducción”, “Gestión Harun al-Raschid” o “Haciendo Damasco.”
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