LOS TELOMEROS, EL ENVEJECIMIENTO CELULAR Y LA VIDA ETERNA
En las células eucariotas –por ejemplo, las células humanas– los extremos terminales de los cromosomas cumplen funciones reguladoras de los ciclos de vida celulares. En la actualidad, de la mano de nuevas y más eficientes técnicas de análisis, esos fragmentos han renovado su vigencia como objeto de investigación.
› Por Jorge Forno
En las zonas templadas, un buen método para conocer la edad de los árboles es el conteo de los círculos concéntricos formados en el interior de sus troncos. Si las estaciones son bien diferenciadas en materia climática y el crecimiento de las plantas disminuye en invierno, estos círculos pueden ser distinguidos fácilmente y cada uno de ellos representa un año de antigüedad en la vida del árbol. Claro que si el árbol pudiera hablar no viviría para contarlo, ya que para saber su edad por este método debe ser previamente talado. La presencia de gran cantidad de círculos concéntricos es muestra de que el árbol ha vivido, y en ocasiones mucho, para asombro y envidia de los homo sapiens. Es que los humanos somos a veces muy obsesivos con el tema del envejecimiento, y buscamos afanosamente los secretos de la longevidad, de formas más o menos racionales, según las épocas y las circunstancias sociales, culturales y personales.
En la actualidad, nuevos y cada vez más efectivos métodos permiten escudriñar los tesoros de la genética humana. En medio de la frenética búsqueda abierta por las recientes técnicas de secuenciación y ensamble de ADN, no pocos grupos de científicos se lanzaron a rastrear los esquivos misterios del envejecimiento, que en parte pueden estar encerrados en unas regiones muy particulares de los cromosomas, llamadas telómeros. Las investigaciones traen un amplio surtido de promesas. Desde nuevos y efectivos tratamientos médicos o el retraso del envejecimiento hasta un test para conocer la edad biológica de una persona, por cierto menos cruento que el que se aplica a los pobres árboles. Se trata de una tarea muchísimo más compleja que contar círculos concéntricos, pero que comienza a ser posible con conocimientos biotecnológicos e informáticos propios del naciente siglo XXI.
La mosca y el Nobel
Los telómeros fueron descubiertos por Hermann Joseph Muller, un científico estadounidense que trabajaba en el Instituto de Genética Animal de Edimburgo, en experimentos de radiación con rayos X. Muller fue un verdadero trotamundos de la ciencia. Desde 1920 trabajó en temas de zoología y genética en la Universidad de Columbia. Por su ideología cercana al comunismo, debió emprender una salida poco amistosa de su país natal, que lo llevó a emigrar a la Unión Soviética. Allí, desde 1933 a 1937 trabajó como genetista en el Instituto de Genética de Moscú, junto con un inquieto grupo de investigación. Pero tuvo la mala suerte de investigar en medio de la controversia entre la llamada genética proletaria que desarrollaba Trofim Denissovich Lysenko –un ingeniero agrónomo que experimentaba técnicas para mejorar la maltrecha agricultura soviética– y la nada inocentemente bautizada “genética burguesa”, justamente la que ocupaba al bueno de Hermann. Stalin se inclinó por Lysenko y Muller no tuvo más remedio que partir nuevamente al mundo capitalista, con un paso previo como colaborador del bando republicano en el frente de la Guerra Civil Española. Ya radicado en Edimburgo, Muller observó en una especie de moscas, conocida como Drosophila melanogaster, que la radiación afectaba casi la totalidad de sus cromosomas, provocando cambios tales como mutaciones o delecciones, pero que los extremos del material genético conservaban su integridad. Esta región de los cromosomas fue denominada por Muller como “gen terminal” y luego –con un poco más de creatividad– bautizada como telómero, combinando dos términos provenientes del griego: telos, que significa “fin”, y meros, que significa “parte”. En 1946 Muller recibió el Premio Nobel por sus estudios sobre la radiación y sus efectos sobre las células.
Pocos años después de que Muller hallara el gen terminal, Barbara McClintock, investigadora de la Universidad de Missouri, se metió con el asunto y concluyó que los telómeros tenían una función trascendental en la integridad de los cromosomas. McClintock también ganó un Premio Nobel por sus trabajos en el campo de la genética y la fisiología, pero recién en 1983.
Los telómeros son propios de las células eucariotas, el tipo de célula que compartimos los humanos, las moscas –como las que estudió Muller–, las plantas y los hongos, y que tienen como característica principal conservar el material genético encerrado en un contenedor llamado núcleo. En las bacterias y otros organismos –conocidos como procariotas–, el material genético se encuentra sin contenedor alguno en el citoplasma, y está agrupado en una zona llamada nucleoide. Los cromosomas de los procariotas son circulares y por ello carecen de telómeros.
EL ANGEL GUARDIAN DE LOS TELOMEROS
En los primeros años del siglo XXI, se generó una batería de herramientas para la secuenciación y ensamble del ADN que permite procesar de manera rápida gran cantidad de muestras. Durante más de cincuenta años los telómeros habían sido reconocidos como unas estructuras que protegen los extremos de los cromosomas y que participan en los procesos del envejecimiento. En cada ciclo de reproducción celular los telómeros se van acortando, y marcan como un cronómetro biológico el camino de la línea celular hacia su irremediable muerte. Las nuevas técnicas de estudio permitieron avanzar sobre los mecanismos involucrados en la implacable función reguladora de estas estructuras cromosómicas.
En 2009, los telómeros volvieron a adquirir fama mediática por obra y gracia de la Fundación Nobel. Los investigadores estadounidenses Elizabeth H. Blackburn, Carol Creider y Jack W. Szoztak fueron distinguidos con el Premio Nobel de Medicina 2009 por sus hallazgos relacionados con una enzima, llamada telomerasa, que actúa como un efectivo guardián de los telómeros, permitiéndoles conservar su longitud y retrasar los procesos de envejecimiento celular. La telomerasa está presente naturalmente en las células madre o germinales, pero en las células somáticas o adultas es reprimida –bioquímicamente hablando–, dejando sin protección a los telómeros, que se acortan en cada división celular. El galardón –además de algunos momentos de gloria para los investigadores, acompañados de unos nada despreciables miles de coronas suecas– desató una galería de especulaciones rimbombantes acerca de la cuestión del envejecimiento. Si se pudiera detener el reloj biológico de las células aumentando el número de posibles divisiones celulares, el camino del hombre hacia una larga vida –y por qué no la inmortalidad– estaría al alcance de la mano. Pero, para bien o para mal, las cosas de la ciencia suelen no ser tan sencillas. Modificar la programación original de las células es verdaderamente jugar con fuego. Se debe tener en cuenta que las líneas de células “inmortales”, en lugar de retrasar el envejecimiento, suelen ser protagonistas de enfermedades que constituyen problemas médicos de grandes proporciones, como el cáncer. En el caso de esta enfermedad, en lugar de conseguir células inmortales se trataría de intervenir en el mecanismo de acción de la telomerasa para hacerlas comúnmente mortales. Un conocimiento más profundo de los mecanismos celulares implicados en la vida y muerte celular podría tener una importancia crucial en su prevención y tratamiento.
Las técnicas que mezclan secuenciamientos parciales de grandes cantidades de ADN y cálculos probabilísticos informatizados son herramientas que han permitido analizar enormes volúmenes de información genética y en 2010 se publicaron algunos trabajos relacionados con la función de los telómeros y la enzima telomerasa. Un artículo aparecido en Science mostraba una investigación colaborativa entre científicos de la Universidad de Boston y del Instituto de Tecnología Biomédica de Italia. El trabajo extrapolaba datos obtenidos de una amplia muestra de personas centenarias –más de 1000 personas–, y describía presuntos marcadores genéticos que podrían encerrar las claves de la longevidad, varios de ellos relacionados con la longitud de los telómeros. Los resultados del trabajo son muy provisionales, pero los investigadores se atrevieron a elaborar un conjunto –también muy provisional– de predictores genéticos de longevidad, no sin antes dejar en claro que los factores ambientales también son relevantes. Podemos tener muy buenos genes, pero desperdiciados obstinadamente con prácticas no saludables.
El conocimiento de la bioquímica de los telómeros tendría aplicaciones médicas en el tratamiento de patologías menos impactantes en lo mediático, como por ejemplo la disqueratosis congénita, una enfermedad que provoca envejecimiento prematuro por la disfunción de la telomerasa. En la revista Nature de noviembre de 2010 se publicó una investigación realizada en el Dana Farber Cancer Institute de Harvard, en la que un grupo de científicos afirma haber logrado revertir el envejecimiento en ratones. Un experimento prometedor que, según los autores, podría en el futuro ser extendido a los humanos.
Como vemos, las investigaciones acerca del tamaño de los telómeros, la enzima telomerasa y sus moduladores bioquímicos son actualmente estrellas en el firmamento de la genética, y seguramente protagonizarán muchas noticias científicas en los próximos años. Un área de investigación que, más aún tratándose del envejecimiento, podemos considerar tan joven que todavía está en pañales.
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