Sábado, 15 de enero de 2011 | Hoy
DE VISITA POR EL PRAGMATISMO: PSICOLOGIA, CIENCIA Y CREENCIA
Entre una hipótesis y su confirmación, hay un método científico de por medio. Pero entre una creencia y una verdad fáctica, lo que media es la condición humana. Los pragmáticos estadounidenses, con William James a la cabeza, se preguntaron si el hombre puede creer en lo que la voluntad le dicta, y quienes tomaron la pregunta en serio se encuentran aún hoy con un camino lleno de sorpresas.
Por Marcelo Rodriguez
En uno de los fugaces momentos en que logra sentirse a salvo del acoso de su violento “ex” (ex marido, ex convicto, ex adicto, ex traficante), la bella y sufrida Rita, protagonizada por Julie Benz, se refugia en brazos de Dexter (Michael C. Hall). “Al fin un hombre bueno”, suspira.
“No soy tan bueno”, replica él, y la cámara muestra su expresión un tanto parecida a la del despistado Jim Carrey en The Truman Show, y otro tanto a la de Malcolm McDowell, encarnando al joven cultor de la ultraviolencia en La naranja mecánica. Pero no importa lo que él le diga: ella cree que sí es un hombre bueno, y no parece posible que nada la convenza de lo contrario. Excepto que sea revelado el secreto que sólo conocen el espectador y el protagonista desde el comienzo de la serie de TV estadounidense Dexter: que además de los tiernos gestos que él le prodiga, además de su vocación por paliar su situación de fragilidad y desamparo, del esmero con que ejerce su rol de padre sustituto de los hijos de Rita y de su sincera preocupación por mantenerlos a salvo en un entorno violento sin mostrar él, a su vez, ni un solo rasgo de violencia, además de todo eso, Dexter es un asesino serial. Por años, desde chico, no ha podido evitar cargarse cada tanto algún congénere premeditadamente y a sangre fría, cortarlo en pedacitos y hacer desaparecer meticulosamente toda evidencia del crimen, con la única excepción de una gota de sangre de cada víctima, a la que atesora en un portaobjeto.
El espectador adivina al menos dos causas para que Rita crea lo que cree. Una es que hay hechos graves que desconoce; otra, que para poder sobrevivir en medio de lo que le ha tocado en suerte, ella necesita creer que Dexter es un buen hombre. Más que una creencia, lo de Rita es una apuesta de la cual depende su vida y la de sus niños. Para él, en cambio, creerse bueno es imposible –independientemente del concepto que cada cual pueda tener de lo que es ser un “buen hombre”–, dado que es plenamente consciente de sus actos criminales. Y, sin embargo, no son obstáculo para que diaria y sistemáticamente, con toda sinceridad, él se dedique a ejercitar los movimientos correspondientes a un padre y un marido abnegado, y hasta experimente los sentimientos indicados, en su desesperación por tratar de parecer lo que el resto llama una persona normal. En realidad parece que el inconfesable objetivo de Dexter fuera el de llegar a ser lo que el resto llama una persona normal, pero, ¿cuánta locura o cuánta autocomplacencia son necesarias para que crea que realmente ha llegado a serlo?
Esta compleja ecuación entre la verdad de los hechos, las creencias y la voluntad donde –pantalla y guión ficcional de por medio– todo parece tan claro para el espectador que sabe lo que los protagonistas de la historia ignoran, no suele estar tan clara en circunstancias menos extremas y en la vida real en la que cada uno es su propio protagonista. No lo estaba para William James (1842-1910), a quien varios intelectuales defenestraron cuando en sus Principios de psicología (1890) expresaba que “un hombre no puede creer a voluntad en lo que desee, pero nuestra voluntad puede conducirnos gradualmente al mismo resultado por un método verdaderamente simple: sólo necesitamos obrar como si la cosa en cuestión fuese verdad”.
Toda un arma de doble filo. Letra fácil para quienes, desde el supuesto lugar de la ética, lo tomasen a la ligera: James –se comentaba entre los filósofos y psicólogos de entonces– proponía un “vale todo” donde cualquier creencia, por equivocada que fuera, encontraba su justificación y su razón de ser, siempre y cuando uno obrase en función de ella. Eso era, según se le achacó, el elogio de la autocomplacencia, la vuelta al oscurantismo de la fe, el suicidio de todo rigor. El rey nunca estaría desnudo por el solo hecho de ser rey, y las cosas serían lo que dictase el poder en función de la cual otros, muchos –en las visiones más pesimistas, quizá todos–, actúan como si la razón de ser hubiese sido por fin descubierta.
“Clamo al cielo para que me diga qué raíz enloquecedora han comido mis ‘principales contemporáneos’ para estar tan ciegos respecto del significado de los textos impresos. ¿O somos los demás absolutamente incapaces de exponer claramente lo que queremos decir?”, se quejaba William James –que fue a la sazón el hermano mayor del escritor Henry James, autor de novelas como Retrato de una dama o Washington Square, ambas publicadas en 1881 y llevadas al cine décadas después– en una carta enviada a su amigo L.T. Hobhouse en agosto de 1904. Y evidentemente pecaba de soberbia quien pensara que James, reconocido hoy como el padre del pragmatismo filosófico estadounidense, fuera tan sencillo de refutar. En la Argentina de los ‘90, es cierto, se asoció el término “pragmatismo” al “vale todo” político. Pero vale la pena definir mejor el término, porque valorar a la verdad por su utilidad –es ésta la esencia del pragmatismo sin comillas– no necesariamente debe remitir a la idea economicista de “utilidad”, ni a la omnipotencia de quien tiene la sartén por el mango.
Para James, las creencias, más que ideas, son apuestas: apuestas a una realidad, surgidas de evidencias y valoraciones que, ante todo, cumplen una función adaptativa para un organismo vivo. Más precisamente, el organismo del único animal al que para vivir no le bastan los instintos y necesita razones. Y la psicología experimental de entonces, cuya meca era Londres, se abocaba justamente al estudio del comportamiento como producto de diferentes “instintos”: instinto altruista, instinto egoísta, instinto maternal y otros tantos instintos.
El caso es que la pregunta acerca de cuánto deberían ajustarse esas “razones de vivir” a una determinada verdad fáctica no dejaba de perseguirlo. William James no dio una respuesta muy detallada a ese problema en su carta a Hobhouse sino que la fue diseminando en partes a lo largo de sus obras, lo que hace preciso reconstruirla. El trabajo de Laura Inés García (docente adscripta de la cátedra de Problemas Epistemológicos en la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Córdoba y becaria del Conicet especializada en Filosofía de la Ciencia) fue hacerlo en base al análisis de la obra del pragmatista nacido en Nueva York, y el caso parece ser que, lejos de la concepción abonada por los teóricos de la economía capitalista, que a grandes rasgos estudian al hombre como sujeto racional (y que se pueden asociar al “pragmatismo” entre comillas del que hablábamos), el pragmatismo de James sostiene que el camino del hombre entre la creencia y los hechos muy pocas veces es transitado por el atajo de la racionalidad, y hay que inmiscuirse en la intrincada relación entre las creencias y las emociones para recorrerlo.
Por momentos, la confianza de James en su “método para la adquisición de creencias”, tal como se lee en el siguiente pasaje de sus Principios de psicología citado por García, lo llevaba a no hacer mucho por cambiar la opinión de los contemporáneos que le endilgaban cierta insensatez, o por lo menos así nos lo parece ahora: “No hay en la educación moral un precepto de más alto valor que el siguiente, como saben todos los que tienen experiencia: si queremos dominar las tendencias emotivas poco deseables para nosotros mismos, debemos entregarnos asiduamente y desde el principio a sangre fría a los movimientos exteriores correspondientes a las disposiciones contrarias que queremos cultivar. Nuestra constancia será infaliblemente recompensada por la desaparición de la depresión [...]. Tomad un aire gozoso, dad una expresión viva a vuestro ojo, manteneos derechos [...], haced cumplidos cariñosos y será preciso que vuestro corazón sea de hielo para no fundirse poco a poco”.
En la ponencia presentada en el último Congreso Iberoamericano de Filosofía de la Ciencia realizado en Buenos Aires, García señala que, tanto en la mencionada obra como en Las variedades de la experiencia religiosa (1902), James da cuenta de varios ejemplos de creencias adquiridas en forma voluntaria, y uno de los más claros es el de quien, a fuerza de repetir los ritos que la religión le impone, termina convirtiéndose en creyente.
Sin embargo, James da un paso más allá, tal vez el paso que hizo que mucho después, dentro del movimiento de la psicología y la psiquiatría existencial, Rollo May, uno de los autores del compendio fundacional de este movimiento –Existencia (1958)–, hablara de la “semejanza evidente” entre las ideas del padre del pragmatismo y las del existencialismo.
No sólo se puede creer a voluntad, sostiene James, sino que creencia y voluntad son la misma cosa con diferente nombre. Ya no importaba demasiado saber si había correspondencia entre la verdad (objetiva) y las ideas (subjetivas), que es aquello por lo que en principio se preguntaría ese “observador imparcial”, del que la psicología experimental en principio no podría prescindir. De hecho, al pragmático James tampoco le importaba demasiado saber qué es una idea, porque no existían más verdades –pensaba a su vez– que las producidas por la acción.
Cierto es que en ese pragmatismo de “creer a voluntad” no puede obviarse el problema de la autocomplacencia, el de inventarse una verdad contraria a toda evidencia. Y lo cierto es que, por mucho que repugne al espíritu científico, la autocomplacencia a muchos les da algún resultado. Pero la investigadora extrajo de la propia obra de James lo que considera las tres condiciones por las cuales al menos –y para decirlo sin vueltas– no se puede creer en cualquier cosa, aun cuando voluntad y creencia fueran lo mismo.
En primer lugar, esas creencias deben funcionar en el mundo real, y esto, en lenguaje jamesiano, significa que toda creencia debería posibilitarle, a quien cree en ella, maneras de actuar que de algún modo lo satisfagan. Y en este “de algún modo” se hallaría encriptada, desde luego, toda la diversidad de la condición y de las relaciones humanas.
En segundo lugar, las nuevas creencias que cada cual adquiere no deberían generar grandes reestructuraciones en el sistema de creencias que la persona ya tiene. Y qué otra cosa hicieron los pioneros del funcionalismo en estudios de la comunicación –los estadounidenses Harold Lasswell y Paul Lazarsfeld, a mediados del siglo pasado– si no comprobar que el público, en general, sólo incorpora los mensajes que alimentan su propio sistema de creencias.
La empresa de vivir es, para James, demasiado arriesgada, y por lo tanto al hombre le conviene adquirir ideas que le produzcan “un mínimo de conmoción y un máximo de continuidad”. Este conservadurismo tendría su explicación: más le vale al hombre priorizar las ideas que más se parezcan a otras que ya le dieron resultado antes.
Por último, las creencias deberían poder ser verificadas en la experiencia. Nótese aquí que no se dice “mediante” la experiencia sino “en” la experiencia, porque el sentido pragmatista de la verificación no es el mismo que en el positivismo: la verificación ya no depende de un observador externo sino del propio individuo, que es quien evalúa las consecuencias de actuar en función de sus propias ideas.
En la parte cuarta –titulada “De la servidumbre humana, o de la fuerza de los afectos”– del libro al que en 1675 el filósofo Baruch de Spinoza (1632-1677) dio el lisérgico título de Etica demostrada según el orden geométrico, se lee, fulminante como un rayo, la siguiente proposición: “Nada de lo que tiene de positivo una idea falsa es suprimido por la presencia de lo verdadero, en cuanto verdadero”.
“Of course –diría al leerlo el bueno de James–. No es tan importante lo sustantivo de una idea, su grado de belleza o de verdad a priori, sino las consecuencias a las que conduce.” El Evangelio según San Juan reza que en el comienzo fue el Verbo (la idea), y el Verbo fue hecho carne, y durante siglos, a voluntad o por imposición, muchos lo creyeron. Y muchos lo creen aún sin saber que lo creen. Para James, las ideas no son nada más (ni nada menos) que manifestaciones del cuerpo en su empresa de vivir. Esa ardua empresa no es un “vale todo”, pero no existe un observador independiente capaz de considerar qué ideas son válidas y cuáles no, sin tener en cuenta las condiciones de existencia de quien cree en ellas. Y para hablar de psicología –establece entonces, sin llegar a establecerlo– hay que hablar de ideología.
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