› Por Leonardo Moledo
–Cuánto tiempo hace que no estamos acá –dijo el comisario inspector Díaz Cornejo. Me parece una eternidad.
–Todas las cosas parecen una eternidad –dije yo– lo que sí es cierto es que parece que cambiamos de ámbito.
–Así es –dije–, ahora vinimos a parar a La Orquídea, mientras que antes estábamos en un espacio ficticio.
–Malo, malo –dijo el comisario inspector–. El espacio abstracto me gustaba más, y combina mejor con la policía, pero este espacio empírico, bueno, traba la imaginación.
–Pero nos da un público interesante –dije–, bueno para contar historias.
–Es verdad –dijo el Comisario Inspector–. Contar historias es lo único bueno que hay en este mundo, porque justamente nos saca de la empiria y nos sumerge en la abstracción. Usted llegó tarde, de todos modos.
–Tuve que sacarme una radiografía.
–Ah, ahí tenemos una buena historia para contar.
–Mire que fue de lo más aburrido. Tuve que esperar casi dos horas y después duró apenas un momento.
–Siempre es así –dijo el Comisario Inspector– pero bueno, ahí vamos.
“Muchos años más tarde, al recibir el Premio Nobel de Física, Wilhem Roentgen había de recordar aquella tarde remota en que una luz brilló en su laboratorio. El mundo era entonces muy sencillo y los científicos pensaban que sabían todo lo que había que hacer. La ciencia era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
–¿Y Wilhem Roentgen?
–Era un físico del montón, que como casi todos los físicos estaba experimentando con descargas eléctricas en un tubo de vacío. Nada especial. Pero resulta que el 8 de noviembre de 1895, mientras estaba con su rutinaria tarea, hizo pasar una corriente eléctrica a través del tubo, envuelto en un papel negro. Roentgen vio de pronto un pequeño resplandor en el otro extremo del laboratorio.
A veces las cosas empiezan así, un pequeño indicio es el comienzo de un insospechado alud. Roentgen no podía saber que empezaba un mundo nuevo.
Era una luz, era un pequeño resplandor. Interrumpió la corriente, y el resplandor desapareció. Dejó pasar la corriente nuevamente, y algo volvió a brillar en la oscuridad. Pero esta vez la luz que vio Roentgen no estaba en el otro extremo del tubo, donde debía estar, sino en el otro extremo del laboratorio. Así fue.
Roentgen, se puso de inmediato a examinar la naturaleza de ese resplandor. Comprobó que venía de una lámina colocada sobre una mesa, y cubierta con platinocianuro de bario, un compuesto que fluoresce fácilmente, es decir, brilla apenas sus átomos son excitados. Dio vuelta la pantalla, para que la cara recubierta quedara de espaldas al tubo de vacío con el cual experimentaba: el resplandor no cejó. Alejó la lámina del tubo: el resplandor era el mismo.
Interpuso su mano entre el tubo y la lámina, y entonces vio algo que nadie había visto antes: vio perfilarse la sombra borrosa de sus huesos: un mundo nuevo empezaba.
Muy excitado, Roentgen se convenció de que indudablemente algo extraño salía del tubo, algo capaz de atravesar el papel oscuro que lo cubría, algo para lo cual los objetos eran transparentes, incluyendo los tejidos blandos de su propia mano. Por cierto que no imaginaba el alcance de lo que acababa de ver por vez primera.
En diciembre de 1895, Roentgen publicó los resultados de sus experimentos: cuando un haz de rayos catódicos (que, como J. J. Thomson demostró poco después eran un chorro de electrones) choca con la pared de vidrio de un tubo de descarga, esta pared fluoresce y emite una radiación de propiedades sorprendentes.
Muy sorprendentes, en verdad. La mayoría de los objetos parecían ser transparentes ante ella. Efectivamente, esta nueva radiación muy penetrante era capaz de atravesar el aire, el vidrio, el papel y la madera. Naturalmente, de todas estas propiedades de los rayos, la que los hizo inmediatamente famosos fue la capacidad de atravesar los tejidos blandos del cuerpo, pero no los tejidos duros: al interponer una mano (como hizo Roentgen) en su camino, los rayos cruzan sin problemas la piel y los músculos, pero son detenidos por los huesos, que aparecen delineados sobre una pantalla fluorescente o una placa fotográfica: Roentgen le pidió a su esposa que interpusiera su mano en el haz de rayos, y pudo fijar sobre una placa los huesos de esa mano, donde se distinguía claramente el anillo de matrimonio.
Estas espectaculares propiedades de la nueva radiación tuvieron un impacto formidable: Roentgen recibió el primer Premio Nobel de Física que se otorgó, el correspondiente al año 1901.
¿Pero cómo llamarlos? Rayos Roentgen era un nombre que se imponía por sí sólo, pero curiosamente, el que persistió fue el que Roentgen eligió para anunciarlos: rayos X. Un nombre extraño, por cierto, para una radiación extraña. X, como la incógnita de una ecuación matemática. La X significaba que Roentgen no sabía en realidad qué clase de cosa eran, qué eran. En realidad, no tenía mucha idea. No podía tenerla.
El anuncio fue hecho el 28 de diciembre de 1895 y corrió como un reguero de pólvora. Hacia enero de 1896 se había creado una enorme conmoción en todo el mundo.
Nadie, ni Roentgen ni ninguno de los físicos que se quedaron tiesos ante el asunto podían saber que el descubrimiento era el primer eslabón de una larguísima cadena que modificaría el curso de la historia humana.”
–¿Bueno, le gustó? –dijo el Comisario Inspector.
–Por supuesto –dijeron a coro los parroquianos de La Orquídea, que se habían ido acercando a medida que el Comisario Inspector contaba–. Pero queremos más.
–Bueno –dijo el Comisario Inspector–, díganme qué quieren que les cuente, y lo hago. Escriban al blog Leonardomoledo.blogs pot.com, y contaré historias de la ciencia a pedido, si es que el diagramador nos deja. Por hoy, estamos...
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