LAS IDAS Y VUELTAS DE LA CAPA DE OZONO
La cuestión del daño a la capa de ozono provocado por acción del hombre ha estado en el tapete durante, por lo menos, los últimos 20 años. Pronósticos apocalípticos y visiones que minimizaban el problema abundaron alrededor de un tema ambiental que por sus implicancias preocupó y preocupa a los científicos del mundo. Llegado el verano, resulta un buen momento para repasar el estado de la cuestión.
› Por Jorge Forno
En el año 2065, una exposición al sol de tan sólo cinco minutos quemaría implacablemente la piel humana. El anuncio parecía presagiar no sólo balnearios desiertos y el fin de los bronceados perfectos, sino también una catástrofe ambiental de proporciones, en la que no podrían llevarse a cabo la mayoría de los procesos biológicos que dependen de la radiación solar. Por suerte esta profecía está en camino a incumplirse, y en términos estrictos, ni siquiera es una profecía. Más bien, se trata de un escenario probabilístico que fue difundido en 2009 por la NASA. La apocalíptica proyección fue construida en base a modelos computacionales que intentan reflejar lo que pudo ocurrir si desde el año 1987 buena parte de las naciones del mundo no hubieran acordado controlar la liberación de aerosoles que afectan la concentración de ozono atmosférico.
Modelos computacionales que adquieren una gran resonancia si, como en este caso, se aplican a alguna de las pesadillas ambientales más recientes de la Humanidad, por ejemplo, el fenómeno popularmente conocido como agujero de ozono, y que pueden servir de argumento para historias contrafácticas dignas de taquilleras películas de Hollywood, pero que son de difícil comprobación real.
En realidad, el agujero protagonista de esta historia no es un agujero propiamente dicho. La cuestión, descubierta a principio de los años ‘80, consiste en una disminución del contenido y espesor de la capa de ozono de la estratosfera. El fenómeno es particularmente visible en las regiones polares y más fuerte en la región antártica, y está estrechamente relacionado con la intensidad de radiaciones ultravioletas que llegan a la superficie terrestre.
Aclaremos de qué hablamos cuando hablamos del ozono. El saber popular y el tango nos dicen que madre hay una sola, pero moléculas de oxígeno –-llamadas formas aloméricas en la jerga química– hay dos. Una de las formas está constituida por dos átomos del elemento oxígeno, representada por los químicos como O2, conocida como dioxígeno o simplemente oxígeno molecular; y otra menos familiar constituida por tres átomos, O3, llamada ozono.
El ozono es un viejo conocido de los científicos ya que se lo descubrió en los albores de la química moderna. En esos tiempos la teoría del flogisto –un hipotético y enigmático principio inflamable que tuvo sus tiempo de gloria en los siglos XVII y XVIII– gozaba todavía de relativa buena salud, aunque jaqueada por los embates de Lavoisier y sus experimentos, que con el tiempo llevarían al flogisto al arcón de los elementos que no fueron. El holandés Martinus van Marum fue quien tuvo el incómodo honor de encontrar, durante unas pruebas en las que distintos gases eran sometidos a intensas corrientes eléctricas, un producto de aroma muy particular por lo picante y desagradable, al que consideró como “el olor de la materia eléctrica”. Con los años, van Marum, un defensor de la teoría del flogisto –teoría en la que enmarcaba sus investigaciones– se convirtió al bando de las ideas de Lavoisier y con la fe de los conversos la emprendió con trabajos en el campo de la química moderna. En ese nuevo terreno, el gas que provocaba el olor de la materia eléctrica recibiría su tardío bautismo. Cinco décadas después de los experimentos de van Marum, fue el científico alemán Christian Schönbein quien en tiempos de efervescencia de la ciencia química se topó con el indisimulable olor del gas y le dio su nombre –derivado de un término griego que significa precisamente oler–, además de analizar otras de sus características.
El ozono tiene la propiedad de absorber radiaciones ultravioletas con buen grado de selectividad. La estratosfera, una capa de la atmósfera que abarca desde los 15 a los 40 kilómetros de altitud, es el lugar en el cual se encuentra nada menos que el 90 por ciento del ozono atmosférico. Allí, nuestro aromático conocido se encarga de filtrar casi todas las radiaciones ultravioletas de alta frecuencia pero permite el paso de otras radiaciones ultravioletas que llegan a la superficie y son fundamentales para la vida ya que permiten –vaya detalle– fenómenos biológicos como la fotosíntesis vegetal.
El adelgazamiento de la capa de ozono trae como consecuencia el aumento de las radiaciones solares que llegan a la superficie de la Tierra. El planeta recibe naturalmente radiaciones ultravioletas de las formas UV-C, UV-B y UV-A. La radiación UV-C es la más dañina para las personas, pero –-afortunadamente para los humanos– no llega a la Tierra al ser absorbida por el oxígeno y el ozono de la atmósfera. La radiación UV-B es en gran parte absorbida por el ozono y sólo llega a la superficie de la Tierra en una cantidad mínima. Esta radiación se las trae: puede provocar un surtido de daños en la piel humana que incluyen el cáncer de piel, envejecimiento, irritación, arrugas, manchas o pérdida de elasticidad y otras patologías como el lupus eritematoso sistémico.
Pero el ozono, el héroe de la estratosfera, juega también un papel menos conocido. Es el malo de la película cuando de la troposfera –la capa más baja de la atmósfera– se trata. En esa región se concentra aproximadamente el 10 por ciento del ozono de la atmósfera y el gas actúa como un contaminante de primer orden, en especial como “smog” fotoquímico, aportando su granito de arena al “efecto invernadero”.
El ozono atmosférico se forma a partir del oxígeno molecular por efecto de la radiación ultravioleta solar en una reacción reversible que requiere condiciones específicas de presión y temperatura para estabilizarse. Nada es para siempre, y menos cuando de química se trata: debido a la presencia de otros componentes químicos, el ozono vuelve a su estado natural, el oxígeno y luego, el oxígeno se convierte de nuevo en ozono, en una dinámica continua de formación y destrucción de estos compuestos. Un auténtico equilibrio natural que puede ser alterado cuando las actividades humanas aumentan la concentración en la estratosfera de compuestos como los clorofluorcarbonados (CFC) o hidrocarburos que contienen bromo.
En 1987, en base a una campaña de mediciones aéreas impulsadas por la NASA, se consideró demostrado el papel que los CFC de origen antropogénico tenían en la destrucción del ozono. Estos compuestos abundaban en las formulaciones de refrigerantes, aislantes, solventes y tenían un papel fundamental en algunas tecnologías de creciente impacto como la de semiconductores. Para reducir su uso se firmaron convenios internacionales como el Protocolo de Montreal. Sin embargo, la vigencia de los acuerdos está matizada por pequeñas y preocupantes excepciones: algunas potencias mundiales no se privaron de utilizar los CFC en la industria bélica formando parte de los refrigerantes de sofisticados sistemas misilísticos, en conflictos como la Guerra del Golfo.
Los clorofluorcarbonados tienen la poco amigable cualidad de favorecer la transformación del ozono estratosférico en oxígeno. Pero no son los únicos agresores del vapuleado ozono de la estratosfera que han sido originados por las actividades humanas. Los óxidos de nitrógeno provenientes del incesante crecimiento de la actividad agrícola, los constituyentes del ciclo del carbono y los compuestos hidrogenados, se combinan con los derivados del cloro y del bromo para atentar contra la precaria estabilidad de la capa de ozono y su proceso natural de regeneración. Tanta preocupación ha generado el problema de la preservación de la capa de ozono que hasta tiene su día internacional propio: la Asamblea General de las Naciones Unidas lo instituyó el 16 de septiembre de 1994.
En la actualidad se acepta que la destrucción masiva del ozono en la primavera antártica ocurre en estrecha relación con las condiciones meteorológicas particularmente frías de la estratosfera polar en invierno y el aumento de los constituyentes clorados, fluorados y bromados como consecuencia de las actividades humanas. Y la química se mete en las relaciones Norte-Sur. Aunque es en el Hemisferio Norte donde se producen la mayoría de las actividades industriales contaminantes, la disminución de la capa de ozono afecta principalmente a la región polar del Hemisferio Sur. En la Antártida, durante el mes de octubre el contenido integral de ozono disminuye marcadamente, desapareciendo de manera casi completa en altitudes de 12 a 20 kilómetros. Pero además, en la primavera polar hay un desplazamiento del famoso agujero hacia las regiones pobladas de América del Sur y Oceanía.
Muchas afirmaciones tremendistas no tuvieron en cuenta una cuestión que parece más que obvia. La cantidad de radiación que llega a la superficie de la Tierra depende, ante todo, de la cantidad de radiación emitida por el sol. Esa radiación varía en cada uno de los ciclos solares y aumenta o disminuye su intensidad por factores muy ajenos a la acción del hombre. Además, por su elevada inestabilidad, la concentración de moléculas estratosféricas de ozono es afectada por aquellos ciclos. Cuando el ciclo solar es de alta radiación, la destrucción del ozono es muy marcada, sobre todo en las regiones cercanas a la línea ecuatorial. Un ciclo de radiación en alza se observó desde fines de los ‘80, en coincidencia con el adelgazamiento de la capa de ozono. Es posible que la actual estabilización de la capa de ozono se deba en parte al ciclo de declive de la radiación solar, que se da desde los primeros años del siglo.
Ya sea porque los acuerdos internacionales para la reducción de los CFC dieron sus frutos, porque el papel de la contaminación provocada por el hombre no tenía el peso esperado en el equilibrio natural del ozono atmosférico, por la acción de las radiaciones solares, o por todas estas causas combinadas, lo cierto es que el deterioro de la capa de ozono parece haberse detenido. La toma de conciencia a nivel global acerca del problema de la capa de ozono ha sido importante, así como las acciones conjuntas llevadas a cabo a nivel internacional. Pero, como vemos, es muy difícil estimar cuánta responsabilidad tienen las acciones humanas en este asunto tan complejo, más allá de los autofestejados logros del Protocolo de Montreal y la NASA. En 2010, tanto fuentes de la agencia espacial estadounidense como estudios realizados por la Organización Mundial Meteorológica (OMM) y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) mostraron que la capa de ozono ha permanecido estable durante casi 10 años. Un hecho que desmiente muchas afirmaciones extremas efectuadas en base a un uso poco cauteloso de conocimientos que la ciencia ha adquirido en los últimos tres siglos. Tres siglos es mucho para nuestra historia, pero un suspiro para la historia de la Tierra, que en millones de años ha sabido adquirir una dinámica propia, muy difícil de comprender y modificar por el frágil y efímero homo sapiens.
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