APOGEO Y CAIDA DE LA SALUD COMO “EQUILIBRIO”
Así como en las primeras páginas hablamos de la basura, ahora es el turno de la salud. Y es que encontrar una definición de salud puede parecer tan imposible como un triángulo de siete lados y medio. Porque a lo largo de los siglos, de las culturas y otras lindezas por el estilo, este concepto varió, se torció, se dobló sobre sí mismo, tratando de alcanzar el “equilibrio”, sin lograrlo. De ese fracaso trata esta nota.
› Por Marcelo Rodriguez
Para Alcmeón de Crotona –siglo VI
a.C. –, salud era la democracia de los elementos esenciales del organismo, y enfermedad, la tiranía de uno de ellos sobre el resto. El modelo biomédico y el biopsicosocial conviven hoy en la medicina científica no sin cierta tensión, con concepciones contrapuestas pero no necesariamente incompatibles.
La tradición griega de Occidente ligó la idea de salud con la de equilibrio, y la de enfermedad como perturbación de ese equilibrio. Los pueblos más antiguos responsabilizaban por esas perturbaciones a supuestas entidades de un orden diferente al que hoy llamamos seres vivos. Estas podían tener intención de dañar, o bien simplemente se expresaban, indiferentes al sufrimiento causado. A veces castigaban infracciones cometidas. Otros dioses o demonios se consideraban incompetentes para castigar, y simplemente “marcaban” con la enfermedad a las personas de actos impuros, para que el poder de turno –la Inquisición medieval, por ejemplo– aplicase todo el rigor de la ley sobre ellas.
El francés Claude Bernard, un pionero de la fisiología moderna (1813-1878), descubrió las funciones del hígado y el páncreas, en especial las relacionadas con el metabolismo de grasas y azúcares, y logró la más completa descripción del sistema nervioso antes de que en 1888 el español Santiago Ramón y Cajal descubriera las neuronas. Pero también se dedicó, en medio del avance técnico y científico de su época, a repensar a qué debía llamarse “salud”, ahora que ningún médico científico hablaba de “energía vital”, como los antiguos.
“La condición necesaria para la vida –para la vida sana, aclaraba en 1859 Bernard en su Introducción al estudio de la medicina experimental– no se encuentra en el organismo ni en el ambiente externo, sino en ambos. Si suprimimos o alteramos alguna función del organismo, la vida cesa, aun cuando el ambiente permaneciera intacto; por otro lado, si modificamos los factores del ambiente que se asocian con la vida, ésta puede desaparecer, aun cuando el organismo no haya sido alterado.” Bernard ya pensaba que cada ser vivo tiene un “ambiente interno” producto de su propio funcionamiento, en el que se basan las relaciones de equilibrio y de intercambio con el exterior.
La relativa constancia de ese ambiente interno pasa a ser “lo normal”, pero, ¿cuántos diferentes sentidos convergen en esa idea de “normalidad” si se la extrapola al medio externo, que en el ser humano siempre es también social?
Hay una normalidad funcional: cuando las partes encajan y nada hace pensar que ese estado de cosas –la vida– puede ser amenazado, se podría hablar de “salud” en los términos de Bernard.
Pero también se considera “normal” simplemente a lo que es frecuente, independientemente de toda otra valoración: “Si es frecuente, es normal”. Y hay otra acepción de “normalidad” que se relaciona con la normatividad: lo que es, es porque debe ser. El modelo deja de ser una herramienta teórica de ayuda y, convirtiéndose en molde, se vuelve restrictivo.
Esta vuelta de tuerca aparentemente sin importancia –la de interpretar a la salud como un imperativo– será crucial más adelante, cuando la medicina se vuelva un objeto de consumo y de diferenciación social.
Cuando en 1928 otro fisiólogo, el estadounidense Walter Bradford Cannon, de Harvard, definió a la homeostasis –el conjunto de condiciones que hacen que un organismo sea estable y por ello se diferencie del mundo que lo rodea–, extendió inmediatamente ese concepto a la vida social. Y en esa suerte de biología de la metáfora, la salud humana dependía de todos los factores que dan cohesión a la sociedad.
En una reseña histórica del concepto científico actual de “salud”, Leopoldo Vega-Franco (Salud Pública de México, 2002) menciona el concepto de ajuste dinámico introducido en 1938 por William Perkins. El relativo equilibrio de la forma y la función corporales resulta, según Perkins, del “ajuste dinámico del organismo ante las fuerzas que tienden a alterarlo” y, sobre todo, “no es el resultado de la interrelación pasiva entre las sustancias del organismo y los factores que pretenden romper la armonía con el medio externo, sino la respuesta activa de las fuerzas corporales que funcionan para establecer” esos ajustes y preservar la vida. La adaptación del cuerpo a su ambiente no es ya un mero acomodamiento pasivo, sino que hay algo con lo que se identifica el estado de salud, que no puede quedar fuera de ningún concepto moderno de salud. Y no es, desde luego, la “energía vital”.
En 1941, el suizo Henry Sigerist (1891-1957) hace otro intento por definir “eso”: habla de “algo positivo, una actitud gozosa y una aceptación alegre de las responsabilidades que la vida le impone al individuo”. Una diferencia fundamental con las definiciones anteriores: ésta sólo es aplicable a la salud humana.
En esta delicada maniobra, el paradigma de la salud pasa de lo biomédico al modelo biopsicosocial, donde la enfermedad no es considerada una entidad con una causa definida que se aloja en un órgano –como lo establece el modelo de la anatomía patológica, que guió el curso de la medicina desde el siglo XVIII– sino que obedece a una multiplicidad de causas y procesos, y donde no siempre es posible establecer el punto de inicio. No es casual que Sigerist sea el autor del latiguillo introducido en 1946 en la definición oficial de la OMS: “Salud no es simplemente la ausencia de enfermedad”.
El mecanismo que hoy más habitualmente se asocia con la manutención de la salud y la defensa del organismo es el sistema inmunológico. Ilya Mechnikov (1845-1916) describió a fines del siglo XIX cómo ciertas células específicas del organismo –los leucocitos y los linfocitos– fagocitan a los elementos extraños, pero debió lidiar durante décadas contra la versión más consensuada –e indudablemente inspirada en la teoría humoral de Hipócrates, del siglo V a.C.– de que la linfa es el fluido que “limpia” el organismo de impurezas y elimina a los agentes patógenos químicamente.
También fue Mechnikov quien llamó proceso inflamatorio a lo que sucede en los tejidos cuando estas células protectoras reaccionan localizadamente en su defensa. El caso es que desde la Antigüedad, inflamación era sinónimo de enfermedad; ¿cómo fue que pasó a ser parte del principal mecanismo de la salud? Este nuevo concepto, sumado a la evidencia de que biológicamente el organismo no se defiende como un todo sino en partes, señala desde el punto de vista biomédico el fin de la armonía de los griegos: la desarmonía es parte constitutiva del organismo y de la vida, aun en sus plenos estados de salud.
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