› Por Jorge Forno
La química es una disciplina que creció a la par de la ciencia moderna. Su trayectoria estuvo ligada a otras áreas de investigación, con las que se asoció a lo largo del tiempo. A cambio de nuevas técnicas analíticas, la minerología le aportó una catarata de elementos en los siglos XVIII y XIX; luego, la industria le ayudó en la síntesis y el aislamiento de compuestos, y con la biología mantiene un inexorable punto de encuentro en la bioquímica. También encontró un socio competidor, la física, que se adueñó de uno de sus objetos más preciados: el átomo. Lo cierto es que, más allá de las distintas ramificaciones, el aporte de la química a la ciencia y a la sociedad ha sido incuestionable, aunque no siempre resulte evidente. Ahora llega el turno de un merecido reconocimiento.
En 2011, esta tradicional ciencia, que busca reverdecer viejos laureles, celebra su año internacional con el patrocinio de la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) y la Iupac (Unión Internacional de Química Pura y Aplicada). La Iupac es una autoridad mundial en asuntos de terminología y nomenclatura química, pesos atómicos y otras cuestiones más o menos complejas que son cruciales para los químicos de todo el mundo y que –para qué negarlo– integran el repertorio de las peores pesadillas para la mayoría de los estudiantes recién iniciados.
La elección no es para nada caprichosa, ya que en 2011 se cumplirán 100 años de dos hechos trascendentes para esta ciencia: el Premio Nobel de Química otorgado a la científica Marie Curie y la fundación de la Asociación Internacional de Sociedades de Química, antecesora de la Iupac. Motivos por lo que la celebración invitará a reforzar el rol de las mujeres en la ciencia y la importancia de la cooperación internacional, además de buscar elevar la estima de las sociedades por la química y despertar las vocaciones de los jóvenes, reinstalándola en las grandes ligas de las ciencias, a tono con el lema de la conmemoración: “La química, nuestra vida, nuestro futuro”.
Claro que la tarea no es fácil. Las actividades relacionadas con la otrora esplendorosa química actualmente parecen diluirse entre otras disciplinas con más brillo en el firmamento científico, como la física y sus experimentos rimbombantes –por caso, el Gran Colisionador de Hadrones–; la biología, con sus siempre vigentes revelaciones; y las muy modernas biotecnología y nanotecnología. Ocurre que la química suele dar la imagen de ser una ciencia hecha, en la cual todo está dicho y no hay nada nuevo para descubrir. Y además engloba un surtido conjunto de subdisciplinas relacionadas, cada una con vida propia, como la bioquímica, la química inorgánica, la química orgánica o la química industrial, que dificultan hablar de química así, a secas, sin derivaciones, cuando algún nuevo hallazgo surge de aquéllas.
Marie Curie fue la primera mujer en recibir un Premio Nobel, pero no fue el de Química. Esta científica, que nació en Varsovia en 1867 bajo el nombre de María Sklodowska, fue hija de un profesor de Física y una directora de escuela. En tiempos en que las mujeres eran una minoría en las universidades, ella marchó con paso firme hacia París, donde se graduó en la Universidad de La Sorbona en 1894. Ese año tan sólo dos mujeres se recibieron en la Facultad de Ciencias.
Tras su graduación se convirtió en una brillante investigadora en el campo de la física y junto con Pierre Curie –su esposo, del que tomó el apellido por el que más se la conoce– y Henri Becquerel estudió los fenómenos de radiación. Por estos trabajos obtuvo juntamente con ellos el Premio Nobel de Física en 1903.
Luego de la muerte de su esposo, en 1906, Marie obtuvo la cátedra de Física de La Sorbona e impartió clases en la universidad, cuestiones en las que también fue pionera. En esos años trabajó intensamente para obtener algunos esquivos elementos químicos en estado puro. Así consiguió aislar el radio y el polonio, elemento al que bautizó en honor a su país natal. Por estos experimentos obtuvo en 1911 el Premio Nobel de Química y se convirtió en la primera persona a la que se concedieron dos premios Nobel en dos diferentes campos. La historia le deparó un sitial privilegiado y se transformó en un símbolo de la mujer de ciencias, profusamente homenajeada. Claro que a veces las buenas intenciones son sepultadas por la ingrata realidad y Marie recibió un devaluado tributo en su país de origen, cuando en 1990 su cara apareció en un billete de una capacidad adquisitiva que fue rápidamente devorada por la hiperinflación.
Para poner en marcha las celebraciones de tan químico año, se eligió realizar un acto en París, la misma ciudad en la que en 1911 se había reunido el grupo fundador de la Asociación Internacional de Sociedades Químicas, buscando consensos en un mundo que era un polvorín a punto de estallar. En medio de la turbulencia política, en aquella ocasión se tejieron acuerdos sobre el manejo de cuestiones tales como la nomenclatura de química inorgánica y orgánica –cuando esta última estaba adquiriendo visos de complejidad superlativos–, la estandarización de las masas atómicas y las propiedades de la materia. Además se metieron con un tema crucial para la consolidación definitiva de toda ciencia y la supervivencia de los científicos: las publicaciones del campo, sus revisiones y formatos. Las Sociedades de Química, que para entonces pertenecían a un puñado de países principalmente europeos y a los Estados Unidos, comenzaron a formarse en todo el mundo. La Argentina tuvo la suya prontamente, en 1912, y fue el germen de la actual Asociación Química Argentina, que actúa como referencia a nivel nacional y aporta su participación a la Iupac, surgida luego de la Primera Guerra Mundial.
A lo largo de estos 100 años, la Iupac no sólo se ocupó de sus objetivos fundacionales sino que debió lidiar con conflictos propios de la Guerra Fría, tanto en resoluciones técnicas de alto nivel como en conflictos por cuestiones que aparentaban menor importancia.
En los acuerdos sobre armamento estratégico, paralelamente al difícil diálogo que establecían los diplomáticos, los científicos de ambos lados de la Cortina de Hierro debían ocuparse de las normas y especificaciones técnicas que sustentaban los arreglos sobre armas químicas o nucleares, y sostenían el endeble andamiaje de la paz mundial.
Un episodio marginal –si se lo compara con la paz en el mundo–, pero de innegable voltaje político, fue la disputa acerca de los nombres de los elementos 104 a 109 de la tabla periódica, iniciada en la década de 1960. Es que bautizar a un elemento, el 104, en honor a un científico que además de su descubridor era el padre de la bomba atómica rusa resultaba indigerible para los científicos occidentales, aunque el nombre elegido respetara las normas establecidas por la Iupac. Los soviéticos, por su parte, no aceptaban el nombre otorgado al elemento 106, ya que homenajeaba a un científico estadounidense que, aunque ciertamente había participado en su descubrimiento, aún estaba vivito y coleando (y según algunas versiones, autografiando tablas periódicas con su elemento eponímico). La tabla periódica, según las reglas de la Iupac, no es un buen lugar para los homenajes en vida: los nombres de los elementos sólo pueden ser tributos para científicos ya fallecidos. Para complicar aún más este panorama, el descubrimiento del elemento 105 era disputado entre rusos y norteamericanos. La Iupac logró una precaria conciliación después de casi 40 años de controversias, cuando la URSS ya era historia, pero sus científicos aún peleaban por el reconocimiento de viejos logros.
Terminada la Guerra Fría, y en sintonía con los tiempos que corren, la Iupac impulsa una serie de conferencias pomposamente denominadas “Investigación de la Química Aplicada a las Necesidades del Mundo”. Allí tienen lugar discusiones acerca de la sustentabilidad ambiental, el cambio climático, la calidad del agua y los alimentos, y las cuestiones éticas que rodean a la investigación química. Y en 2010, como aperitivo de su año mundial, la entidad rectora le otorgó a la química un cambio fundamental. Valiéndose de las formidables herramientas que brindan las nuevas tecnologías, la Iupac determinó que los pesos atómicos de la tabla periódica ya no son los que eran, y que su carácter invariable quedó atrás para convertirse en una variable dependiente de su composición isotópica. Los isótopos son formas de un mismo elemento que tienen distinto número de neutrones en su núcleo (y consecuentemente distinta masa). Estas mínimas variaciones en la composición son como huellas dactilares y pueden aportar al conocimiento del lugar de procedencia de un determinado elemento y de su historia en la naturaleza.
La revista Nature dedicó buena parte de su primer número de 2011 al Año Internacional de la Química. Su artículo central señalaba que los químicos tienen razón al disgustarse porque su trabajo, si bien sustenta buena parte de la ciencia moderna, no suele ser adecuadamente reconocido. La nota resalta la “majestuosidad rara y maravillosa” que la química posee, y las perspectivas a futuro de la química molecular, la bioquímica y la química orgánica.
Es que, aunque no la veamos, la química siempre está. La química de materiales resulta esencial para el desarrollo de industrias muy actuales, como las relacionadas con la electrónica y la informática. El diseño de moléculas específicas representa una promesa creciente para obtener nuevos fármacos que actúen con mayor precisión, reduciendo los efectos colaterales, o catalizadores más eficientes para reacciones químicas en la industria, la medicina o la biología, y –nobleza obliga– la reparación de daños ambientales que en muchos casos provienen de desaciertos de la misma química. Basta pensar en el papel que esta ciencia puede jugar en la limpieza de derrames de combustibles, en la detección y neutralización de contaminantes atmosféricos o en la obtención de agua potable.
Por otra parte, la relación íntima y no siempre oficializada –científicamente hablando– que la química mantiene con ciencias más jóvenes y vigorosas, como la nanotecnología y la biotecnología, seguramente dará mucha tela para cortar. En una era en que los límites disciplinarios se diluyen, la química busca su lugar y, a pesar de todo, tiene motivos sobrados para celebrar.
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