Sáb 05.03.2011
futuro

Imperios galácticos

› Por Pablo Capanna

Es casi seguro que debe ser más fácil –por lo menos, para los cosmólogos– describir los últimos momentos del Universo antes que anticipar qué ocurrirá en las próximas décadas. Más allá del corto plazo y de aquello que las leyes naturales autorizan a esperar, la imaginación se pierde en cuanto considera la imprevisibilidad que generan las innumerables interacciones que hay en cualquier sociedad. En este orden de cosas, los pronósticos electorales basados en encuestas de opinión pueden llegar a ser más imprecisos que los pronósticos meteorológicos, lo cual no es poco decir.

Ante estas dificultades, la escapatoria más fácil es suponer que el futuro será más o menos como el presente, puesto que éste se parece en cierta medida al pasado. Hay ciertos comportamientos humanos que parecen constantes, y bastará ampararse en el latinajo mutatis mutandis (“cambiando lo que haya que cambiar”) para asimilar los cambios en las condiciones de vida. Se puede pensar que así como hoy abundan los que hacen ostentación de toda la electrónica que llevan encima, sus padres se jactarían de la potencia de sus autos, y sus tatarabuelos hablarían todo el tiempo de la velocidad y la fuerza de sus caballos.

La obviedad de este razonamiento es sólo aparente porque parece desconocer, por ejemplo, la profundidad de los cambios sociales y culturales que han vivido las últimas generaciones. Llevándola al extremo, es una actitud que podríamos llamar “efecto Hanna-Barbera”.

Todos recordarán que el dúo W. Hanna y J. Barbera creó dos familias de personajes; Los Picapiedras (Flintstones), que vivían en la prehistoria, y Los Supersónicos (Jetsons), que habitaban en un futuro casi cercano. Los Picapiedras andaban en “troncomóvil” y tenían por mascota un dinosaurio; los Supersónicos volaban en patinetas espaciales y tenían una mucama robot. Pero ninguna de las dos familias se diferenciaba demasiado de las de clase media norteamericana en los años ’60. Lo único que había que actualizar era la tecnología. Lo demás parecía invariable: “En el quinientos seis y en el dos mil también”, como dice el tango “Cambalache”.

El efecto Hanna-Barbera cobró sus víctimas entre los primeros escritores norteamericanos de ciencia ficción. A la hora de imaginar el futuro, la mayoría parecía pensar en algo parecido al Imperio Romano, al mundo feudal de los caballeros andantes o alguna corte balcánica al estilo Ruritania. Eso sí: todo aderezado con una milagrosa tecnología.

C.S. Lewis se preguntaba por qué la gente que gustaba de esas cosas no llegaba a darse cuenta de que eran apenas aventuras de capa y espada. Brian Aldiss le respondió que el lector se daba cuenta del engaño, pero aquello era precisamente la escenografía tecnológica, llena de rayos desintegradores, hiperespacio y antigravedad, lo que lo atraía. Era como hacer magia sin que se notara.

IMPERIOS CON MUCHOS SOLES

Después de los viajes por el espacio y el tiempo, los imperios galácticos fueron una de las convenciones más famosas de la ciencia ficción. Por supuesto, no todos los escritores la respetaban, porque muchos preferían imaginar Ligas y Federaciones de planetas, al estilo de las Naciones Unidas. Unos pocos exploraron alternativas más sofisticadas como el Ecumen de Ursula K. Le Guin, una suerte de Commonwealth basado en el origen único de todos los humanos, y la Instrumentalidad de Cordwainer Smith, inspirada en las sociedades secretas y las agencias de inteligencia.

En algún momento, el Imperio llegó a incorporarse a ciertas especulaciones cuasi científicas. La escala de Kardashev, que respetaban figuras como Carl Sagan y Alvin Töffler, clasificó a las hipotéticas civilizaciones del cosmos según la energía que fueran capaces de manipular. Uno de los niveles de esa escala era el Imperio, que disponía de la energía de varios sistemas planetarios.

No cabe duda de que el Imperio galáctico más popular del cine es el de La guerra de las galaxias. Pero el esquema planteado por el equipo de Lucas y su mentor, el mitólogo Joseph Campbell, delata que su modelo está en el Imperio Romano. Hay un emperador, del cual Darth Vader es apenas un ministro. El Imperio nació como república, hasta que uno de sus cancilleres se proclamó monarca (a la manera de Augusto o Napoleón) y persiguió a los caballeros Jedi, que eran la aristocracia guerrera. Desde su nacimiento, el Imperio fue una suerte de Estado policial belicoso, y los mundos libres tuvieron que aliarse para combatirlo. La paradoja es que en el cine yanqui la nostalgia por el poder imperial va unida de modo ambivalente al culto de la libertad, lo cual hace que en las películas los subversivos sean los buenos, por lo menos cuando gobiernan los demócratas.

Brian Aldiss, que tiene autoridad tanto como escritor, crítico e historiador del género, no tuvo empacho en escribir que los imperios galácticos eran el mayor absurdo que había producido la ciencia ficción. Eso no le privó de compilar las dos mejores antologías de este subgénero, al cual definía como la relación promiscua entre ciencia y glamour, con predominio del último. Invitaba a no tomarlos al pie de la letra sino a verlos apenas como escenarios al servicio de la aventura.

El límite natural de cualquier imperio, más allá de las dificultades políticas, está en la velocidad y el alcance de las comunicaciones. Esto vale tanto para aquellos que disponen de mensajeros a caballo o chasquis a pie como para los que se comunican vía satélite. A esta altura de la tecnología se diría que con Internet la información viaja casi instantáneamente, pero el límite de un eventual imperio interplanetario sigue estando en que los desplazamientos comerciales, diplomáticos o militares no pueden hacerse a la velocidad de la luz. Esta sigue siendo una barrera infranqueable, y un imperio con sede en la Tierra tardaría varios años en enterarse de que hubo una revolución en Alfa del Centauro y otros tantos en enviar tropas a reprimirla, que es lo que suelen hacer los imperios.

¿Por qué estos imperios autocráticos aparecen en el imaginario norteamericano, marcado desde el origen por las ideas republicanas? ¿Habrá que creer en el “imperialismo yanqui”? El hecho es que ni los franceses, cuyos sueños imperiales fueron abortados en Waterloo, ni los británicos, que los vieron realizados, se dedicaron a imaginar imperios interplanetarios, por lo menos desde que entraron en decadencia.

Nadie añora el imperio sobre el cual reinaba Victoria o aquel otro de Felipe II, en el cual jamás se ponía el sol. El modelo más socorrido sigue siendo el Imperio Romano, y más específicamente sus últimas etapas. Es casi como si nuestra época se viera a sí misma como una temprana Edad Media, tal como sugirió alguna vez Umberto Eco.

IMPERIO Y FUNDACION

A cualquier lector de ciencia ficción, aunque sea circunstancial, la idea de un imperio galáctico le sugerirá inevitablemente la saga que escribió Isaac Asimov entre 1942 y 1953, y más tarde enriqueció y ensambló con sus historias de robots para sus fieles seguidores. Cuando los críticos hablaron de Spengler y Toynbee, Asimov salió a aclarar que se había inspirado en la Decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon, ¡escrito en 1788!

Con todo, la fama de que gozan las historias de la Fundación y el Imperio parece estar un tanto injustificada.

Si uno se atreve a releer sus tres volúmenes, no sólo quedará decepcionado por esa escasa imaginación tecnológica que el tiempo no suele perdonar. Notará que, luego de levantar un vuelo supuestamente majestuoso, la saga sucumbe al efecto Hanna-Barbera y termina planeando al ras del suelo. Ni siquiera hay mucha aventura, pero bastante sociología barata.

Planteado como un proyecto más ambicioso que todas las epopeyas conocidas, que abarca millones de planetas y miles de años, el Imperio de Asimov se diluye en una serie de historias que bien hubieran podido situarse en la Tierra, en algún momento de la historia medieval o moderna.

Su imperio galáctico es tan inconcebible como desmesurado. Abarca 25 millones de planetas, todos poblados por seres humanos, cuando ya Olaf Stapledon había imaginado imperios creados por otras especies inteligentes. El de Asimov ha durado decenas de miles de años antes de tener su primera crisis, lo cual parece inverosímil si consideramos la historia de nuestra especie.

Su Roma es Trantor, un planeta entero recubierto de metal, al que abastecen decenas de miles de naves con las cosechas de veinte mundos.

Aquí entra en escena Hari Seldon, el sociólogo que acaba de fundar la psicohistoria, una ciencia exacta y determinista de los procesos sociales. Asimov ya le había puesto nombre a la robótica cuando inventó la palabra psicohistoria, que ahora se usa para designar la aplicación de la psicología al estudio de personajes y conflictos históricos.

Gracias a sus cálculos, Hari Seldon anuncia que el Imperio caerá a mediano plazo, porque ha llegado al inmovilismo y rechaza el cambio. A la galaxia le aguardan 30 mil años de barbarie, antes de comenzar a construir otro Imperio.

El plan de Seldon promete reducir la edad oscura a un solo milenio, para lo cual propone crear dos Fundaciones, una en cada extremo de la galaxia. A la manera de los monjes benedictinos que copiaban los tesoros de la cultura grecorromana, la Fundación habrá de salvar el saber científico de la era imperial. Con una idea parecida, Walter Miller Jr. llegó a conclusiones mucho menos optimistas en El cántico de San Leibowitz (1960).

En la ficción, Seldon está en condiciones de anticipar el estallido del Imperio y su precipitada fragmentación con una probabilidad del 92,5 por ciento, algo que sería el sueño de cualquier determinista. Hasta se toma el trabajo de dejar grabados hologramas que serán vistos cada cien años, donde les anticipa a las generaciones futuras las situaciones que tendrán que afrontar en cada etapa.

Si éste es el plan maestro, todo lo que sigue es la historia de su fracaso, porque pronto la Fundación olvida sus objetivos y degenera hasta convertirse en una suerte de culto. La civilización retrocede y se pierde tanto el saber tecnológico como el poder nuclear. Nace una galaxia feudal, con señores de la guerra, nobles de pacotilla y monarcas de opereta. De un modo bastante inverosímil, sigue habiendo viajes espaciales; pero cualquiera diría que, tras siglos de uso, las naves imperiales deberían estar más obsoletas que los trenes argentinos.

Con el tiempo comienza a surgir una nueva burguesía de comerciantes que reanuda el intercambio entre los mundos. Pero lo que más ayuda a restaurar el Imperio es la irrupción del Mulo, un mutante genial y ambicioso que derrota a la Fundación. En su corta carrera, concentra el poder y organiza una liga de mundos que será el germen de un nuevo imperio. ¿La “astucia de la razón” hegeliana?

Por fin resulta que esto estaba previsto en el plan B de Seldon, quien había puesto a todos sobre la pista de una segunda y lejana Fundación, para promover la expansión y la concentración.

Sobre este esquema, no demasiado alejado de la historia europea, se engarza una serie de cuentos que no han resistido el paso del tiempo. En un futuro remotísimo, las grandes maravillas tecnológicas son un sintetizador que produce hologramas de imagen y sonido, un proyector para leer libros y un programa de reconocimiento de voz como los que hoy puede tener cualquier PC. La psicología de los personajes no se aparta de la de sus colegas yanquis de mediados del siglo XX, y a lo largo de toda la milenaria epopeya se lo pasan fumando unos cigarros que parecen decididamente cubanos, aunque vengan de Rigel.

El imperio galáctico ha sucumbido al efecto Hanna-Barbera. Si realmente uno busca desafiar la imaginación, no tendrá que dirigirse a Asimov, un laborioso, simpático y entretenido escritor que nunca se atrevió a ir muy lejos. El imperio más vasto termina por ser, casas más, casas menos, igualito a mi Chicago.

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