Sábado, 9 de abril de 2011 | Hoy
CUBESATS, PEQUEñOS SATELITES CASI ARTESANALES IMPULSAN LA DEMOCRACIA DIGITAL
Por Esteban Magnani
Ríos de bytes han corrido para ponderar la nueva libertad digital. La tan mentada democratización de Internet, el principal soporte de transmisión de los unos y ceros que deberían hacernos libres, merece, es cierto, buena parte de la atención que ha generado. En menos de dos décadas y en un proceso que pareciera acelerarse a sí mismo, la red ha cumplido un rol inesperado en lo que hace a la circulación de información. En un primer momento fueron los sitios en html, luego los blogs, que permitían a cualquiera sentirse un emisor hecho y derecho. La información circulaba globalmente y las empresas acostumbradas a acaparar debieron hacerse generosas y ofrecer correos electrónicos gratuitos, contenidos, espacio en servidores, cualquier cosa para que la ruta de los nuevos internautas pasara cerca de su puerto con tal de recabar información sobre sus gustos y venderles algo. Luego vendrían las redes sociales, en particular Facebook y Twitter, con herramientas de uso cada vez más simples y de usos impredecibles.
Algo similar puede decirse de contenidos no estrictamente personales. Es que si bien la red facilita el “robo” y la multiplicación de contenidos (léase música, novelas, películas, etc.), lo cierto es que está surgiendo una nueva lógica de copyleft, es decir, de autores que permiten que cualquiera use la obra pidiendo, a lo sumo, que se cite a la fuente. También se multiplican experiencias de creación comunitaria como Wikipedia, por sólo citar a la más conocida, pese a las protestas de instituciones que se pensaban intocables como la Enciclopedia Británica. Es que intentar parar el diluvio digital con las manos no tiene mucho sentido, y quienes vivían del negocio deben tomar otros caminos que acepten el nuevo descontrol y aprovechen los rincones desde los cuales facturar, si es posible. De hecho, algunos no logran encontrar la plataforma de negocios, como ocurre con el ultramasivo Twitter. Otros, como Facebook, buscan transformarse en el gran portal de acceso a Internet (ver “Un carnet para conducir por Internet” en Página/12 del 21/12/10). En cualquier caso, que grandes empresas se estén dando cuenta de que el viejo sistema de propiedad privada y venta de contenidos está fuertemente limitado en la actualidad, no es poca cosa. Incluso los Wikileaks han demostrado el poder de los bits: una pequeña fuga en el corazón del Imperio se reproduce hasta el infinito, mostrando un cerebro bobo. Pero, mientras tanto, la comunidad de usuarios de las infinitas herramientas digitales –ya sea por motivaciones ideológicas, intereses personales, curiosidad, etc.– sigue multiplicando lo que se puede decir y hacer, sorprendiendo a cada paso. Si se analiza esta tendencia, la democratización de la era digital parece irreversible.
Sí, claro, pero... ¿Y qué pasó en Medio Oriente con la irrefrenable democratización? Alcanzó con que algún dictador tambaleante bajara un dedo para que casi todo el país quedara fuera de Internet y la telefonía celular. Es que no hay que ser ingenuos: los obstáculos para que esta democratización sea realmente global son enormes. Por empezar, existe una primera y amplia capa ajena a la era digital que sigue demasiado ocupada en alimentarse hasta mañana. Un escalón más arriba están quienes tienen qué comer, pero viven en países, ciudades o pueblos sin la estructura mínima que permite subirse a la era digital por un precio razonable. Luego viene el resto que sí tiene las posibilidades materiales, pero comienza a encontrar otros limitantes como en el ejemplo de lo que ocurrió en Egipto, Libia, Bahrein y otros.
Es que los obstáculos para que la red –aun para quienes hoy tienen acceso a ella– sea realmente libre, son grandes. Van desde el acceso al software hasta los grandes “caños” por los que circula el grueso del caudal de Internet, que requieren de una inversión que asegura que el control, en definitiva, quedará en manos de pocos... y ricos. Es en ese marco que un proyecto para que la comunidad construya pequeños satélites de bajo costo, que luego lanza al espacio, resulta profundamente revolucionario. Pero mejor vayamos por partes.
Es claro: aunque los bits circulen con una libertad importante, el entorno informático con el que se trabaja es fundamental para facilitar el acceso a aquellos que no pueden o no quieren pagar por usarlo. Por eso, frente a las grandes empresas que buscan monopolizar las herramientas de acceso, el software libre propone un desarrollo similar al de la vieja comunidad científica: la comunidad trabaja para el beneficio del conjunto y no para vender estratégicamente el resultado. Es por eso que de la mano de distintas distribuciones de GNU/Linux (el más conocido y usado de los sistemas operativos libres) y múltiples programas realizados por la comunidad, parece que el software privativo, en el largo plazo, sólo podrá retener algunos nichos específicos, pero no los usos cotidianos de las computadoras hogareñas. Si bien resta mucho por hacer, el software libre viene avanzando de la mano de su bajo o inexistente costo y del involucramiento de Estados, que ven en estas herramientas la forma de hacer que más gente salte la brecha digital.
Pero, por supuesto, con el software no alcanza. Es que, como siempre, al final hay que tener en cuenta a la realidad tangible: los fierros que hacen posible Internet.
Así es, mal que nos pese: para que los bits circulen son necesarios soportes materiales que les permitan hacerlo. Por supuesto, no son pocos los que han visto este límite a la democratización digital y los proyectos que multiplican alternativas de “hardware libre” son muy variados. El hardware libre es una forma de desarrollo de los “fierros” (computadoras, modems, routers, etc.) “cuyas especificaciones y diagramas esquemáticos son de acceso público, ya sea bajo algún tipo de pago o de forma gratuita”, al decir de Wikipedia. Como ejemplo se puede citar el proyecto Arduino, una herramienta para hacer que las computadoras interactúen con el mundo físico para, por ejemplo, encender y apagar las luces de su casa desde el teclado o hacer sonar un teclado. Cada quien compra las partes, arma su propia placa y comparte el diseño con otros que la mejoran y a su vez la dan a conocer. Otros proyectos, como teléfonos libres, aún en etapa experimental, corren el límite de lo que era posible. Por supuesto, muchos preferirán seguir comprando máquinas a las empresas, pero la posibilidad de armar los fierros propios seguramente impactará en el mercado.
Pero la gran limitación, esa que parece insalvable, la dan los grandes “caños” de internet. Un breve repaso nos permite ver que los bits viajan entre computadoras a través de cables de teléfono o de video, fibras ópticas que van bajo la calle o los océanos, satélites, etc., casi todos ellos pertenecientes a un grupo selecto de compañías que, si bien es variado, responde aún a una lógica de poder distinta que la que promueve el “hágalo usted mismo” de la era digital. Para darse una idea, el cable de fibra óptica que rodea Latinoamérica, instalado en 2001, con una capacidad de 40 gb/s, costó 1,3 billón de dólares. Ni hablar de los costos de lanzar un satélite.
Desde este punto de vista, el control sobre Internet está en manos de unos pocos que, como buenas corporaciones, dan prioridad a su propio beneficio por sobre la libertad a la hora de sufrir presiones del Estado. Si bien en países como el nuestro el costo político de una jugada semejante sería muy alto, esto no impide que técnicamente sea posible. Sin embargo...
Por supuesto, diseñar, armar y lanzar un satélite al espacio requiere millones y millones. Al menos eso indica la experiencia. Pero contra toda evidencia, en el año 2000 los ingenieros Bob Twiggs, del laboratorio espacial de la Stanford University, y Jordi Puig-Suari, de la California Polytechnic State University, plantearon una serie de estándares básicos para que la comunidad pudiera comenzar a trabajar sobre satélites, de la misma manera que ocurre con, por ejemplo, las experiencias de software y hardware libre. En estas últimas también existen acuerdos técnicos que garantizan compatibilidades entre las partes que desarrollan las distintas comunidades de investigadores.
Estos ingenieros en particular querían diseñar un satélite de bajo costo que además fuera pequeño y por lo tanto pudiera ser arrojado en el espacio por las misiones existentes. La idea fue ampliada por estudiantes de distintas partes del mundo que formaron sus propios proyectos “Cubesats”. Los Cubesats tienen la forma de un cubo pequeño (de ahí su nombre) de unos 10 cm de lado y un kilogramo de peso. Algunos grupos han diseñado y puesto en órbita estos pequeños satélites con una inversión de “sólo” U$S 100.000. El costo, si bien es significativamente menor que el de cualquiera de los antecesores, sólo está al alcance de algunas instituciones que los desarrollan para investigaciones específicas. Sin embargo, como su experiencia se comparte, el diseño mejora, algunas piezas se ofrecen por Internet y los precios bajan.
En la actualidad hay cerca de 30 Cubesats flotando en el espacio. Cabe aclarar que, como buena experiencia reciente, muchos de ellos nunca llegaron a funcionar, pero otros permiten a las instituciones que los enviaron recolectar directamente información sobre los campos magnéticos o realizar experimentos biológicos. Hasta ahora el mayor obstáculo es la dificultad de poner paneles solares que recolecten suficiente energía en una superficie tan pequeña. Si bien éste es un primer paso, quedó demostrado que cuando mucha gente se involucra con algo, los resultados comienzan a sorprender.
Está claro que aún hay mucho por recorrer, pero la vorágine digital avanza a toda velocidad, por lo que cabe preguntarse: ¿qué hubiera pasado en Medio Oriente si cientos de usuarios hubieran tenido acceso a Cubesats que, a su vez, los conectaran con el mundo? Probablemente la censura tecnológica del gobierno hubiera sido sólo el fantasma de un gesto anacrónico.
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