“INTERNALISMO” Y “EXTERNALISMO” EN EL RELATO DEL DEVENIR CIENTIFICO
› Por Pablo Capanna
Uno de los legados que nos dejó la generación hippie es el prestigio que adquirió el Zen, antes desconocido en Occidente, después de los años sesenta. Por supuesto, más que de practicar la meditación budista, siquiera en versión californiana, por lo general de lo único que se trata es de mencionarla, con una entonación y una mirada que parezcan inspiradas.
Puesto que según la doctrina Zen el satori es algo que puede alcanzarse en la práctica de cualquier actividad, siempre y cuando nos permita alcanzar una perfecta concentración, se ha hecho costumbre asociar el Zen con las cosas más disímiles. No sólo con clásicos como la arquería japonesa o los jardines de piedra, sino con el tenis, las artes marciales y –por qué no– el sexo, el póquer, la cocina y la programación.
Uno de los libros más genuinamente hippies que ha producido este género es sin duda Zen y el arte del mantenimiento de motocicletas (1974), donde pudimos aprender que, llegado el caso, el carburador y las bujías también pueden ser objeto de meditación. El autor es Robert M. Pirsig, un peculiar filósofo que recorrió todo Estados Unidos en moto, escribió poco más de dos libros y desde entonces se llamó a silencio.
La originalidad de esta “novela”, en la cual sería ilusorio buscar algo de acción, está en su fórmula. Pirsig ha sido capaz de combinar el diálogo filosófico con la narrativa de un largo vagabundeo en moto que emprenden un padre y su hijo por las rutas menos frecuentadas del Oeste. El resultado parece un híbrido de Easy Rider con El mundo de Sofía, uno de esos libros que pueden hacernos creer que es posible entender la filosofía sin mucho esfuerzo. Otros hacen lo mismo con la divulgación científica, a veces por exceso de didáctica y otras por el afán de atraer lectores a toda costa.
Ya fuera en un fogón a la vera del camino, en un cuarto de motel o en cualquier sitio donde los motociclistas de Pirsig optaran por pasar la noche, padre e hijo entablaban unos diálogos socráticos. Para que no quepan dudas de que éste es su origen, suelen girar en torno de un personaje que se llama Fedro. Su modelo es Platón, el mismo que inspiró los “metálogos” que sostenía Gregory Bateson con su mafaldesca hija o las enseñanzas que Savater destinó al célebre Amador.
En uno de los primeros diálogos, la circunstancia de pasar la noche al descampado parece sugerir que se hable de fantasmas. A la obvia pregunta del niño (¿existen los fantasmas?) el padre contesta que no cree en ellos, “porque no son científicos”. Como los fantasmas no tienen materia ni energía, es obvio que no existen para una visión científica del mundo.
A continuación, y sin que el muchacho abra la boca, el padre hace una afirmación escandalosa: las leyes de la ciencia tampoco tienen masa ni energía, de manera que no son objetos reales, porque existen sólo en la mente. ¿Habrá que admitir que la ciencia es algo tan ilusorio como los fantasmas?
De estos interrogantes, el niño saca otros que sin ser originales (los estoicos ya se preguntaban si hacía ruido un árbol que cae en un bosque solitario) no dejan de ser estimulantes: ¿existía la ley de gravedad antes de Newton? O bien, para ser más radicales: ¿existían las leyes de la ciencia antes de que hubiera seres humanos? ¿Tenían vigencia antes de que apareciera la vida en el planeta?
Una respuesta mínimamente realista sería decir que, conforme a los testimonios históricos, podríamos jurar que las manzanas caían antes de que naciera Newton. Si Newton no hubiera existido, la ley de gravedad la habría enunciado otro, aunque quizás en otros términos. La pauta objetiva que rige los fenómenos (la ley) antecede a su enunciado. Si hace tres siglos que las manzanas caen siguiendo la ley de los cuadrados inversos, es casi seguro que lo hacían cuando aún no había nadie para recogerlas. Pero aunque siempre cayeron del mismo modo, la manera de explicar su caída cambió con el tiempo. Antes de Newton, la caída de los cuerpos se explicaba según otros esquemas conceptuales. Aristóteles, por ejemplo, habría dicho que buscaban su lugar natural, la tierra. La física de hoy ve a la gravedad como una de las cuatro fuerzas fundamentales, que aspira a unificar en una única fuerza originaria. Las revoluciones del pensamiento científico han permitido explicar los fenómenos con mayor precisión, pero de ningún modo fueron simples modas. Newton no ha dejado de ser verdadero después de Einstein.
Foucault argumentaba que el sistema de Copérnico, considerado erróneo para la astronomía de Tolomeo, había llegado a ser el eje de la nueva cosmovisión. De ahí concluía que el error es una trasgresión creativa y que todo conocimiento (auténtico) es un error. Con este tipo de argumentos, cualquiera puede creerse un genio apenas se da cuenta de que no lo comprenden. La chicana epistemológica consiste en absolutizar el concepto de error, que es relativo a un determinado contexto.
El escritor Michael Shermer rescata aquel diálogo de los motociclistas de Pirsig para plantear una cuestión que en nuestro tiempo parece haberse agudizado. Hoy se duda de que la ciencia sea la búsqueda de la verdad y que su sostenido progreso sea debido a que cada vez va reflejando mejor la realidad. Algunos proponen que veamos a la ciencia como una creación tan subjetiva como el arte, una construcción social sin otra validez que la que le atribuye una cambiante opinión. Pero no por eso ninguno deja de ir al médico, de viajar en avión o de usar la computadora.
Para decirlo con el historiador de la ciencia Richard Olsen, después de poner a la ciencia y a los científicos en un altar (la ciencia deificada), hemos pasado a someterlos a un tribunal donde sus productos son considerados meros textos y, como tales, sujetos a la piqueta de los deconstructores: aquí se trata de la ciencia desafiada.
El hecho de que toda nuestra vida cotidiana dependa de la tecnología sugeriría que si la ciencia aplicada permite obtener resultados útiles será porque es más eficaz y verdadera que la magia o los buenos deseos.
Nadie pondría en duda que los científicos viven en su tiempo y que hasta el conocimiento científico más abstracto se produce en un contexto histórico que tiene sus peculiares demandas. La ciencia y la cultura de su tiempo mantienen cierto diálogo. Muchas hipótesis fecundas no han nacido en el campo acotado de su ciencia, sino que vinieron de las fuentes más dispares: especulaciones filosóficas o religiosas, intereses económicos y aun políticos. Copérnico pensó en poner al Sol en el centro del sistema porque la tradición pitagórica se lo sugería. Pero se decidió porque el heliocentrismo simplificaba enormemente las cosas. Newton también tomó de la alquimia la noción de acción a distancia, y es sabido que Darwin aprendió mucho de la experiencia de los ganaderos ingleses.
Pero el arte y la cultura literaria tampoco han dejado de estar influenciados por la ciencia de su tiempo. Los pintores impresionistas tuvieron muy en cuenta los avances de la óptica y de la química, y los físicos cuánticos se apropiaron de palabras creadas por Joyce o Lewis Carroll. Los filósofos del Barroco asumieron con entusiasmo el modelo mecánico que proponía la física. El Leviatán de Hobbes explica el funcionamiento de la sociedad como si fuera una máquina automática y presenta al Estado como un robot. La Etica de Spinoza, que algunos pretenden leer como una novela porque es lo único que pueden entender, está construida sobre el modelo de los Elementos de Euclides, y su estructura es la misma de los Principia de Newton.
El enfrentamiento de las “dos culturas” no es tan serio como parece.
Estas cuestiones, que en los manuales se acostumbran a resumir en cuadros sinópticos o alternativas binarias, dividen a los historiadores de la ciencia en dos bandos: internalistas y externalistas. El enfrentamiento es un tanto forzado: en este rincón... los discípulos de Sarton; en el opuesto, los seguidores de Kuhn... En la práctica las diferencias se diluyen y las dos “escuelas” resultan más complementarias que rivales.
El internalista cree que la ciencia es un saber objetivo, que aunque nazca en el seno de una cultura evita su influencia, porque tiene su propia lógica y sus propios desafíos.
Skinner, el patriarca del conductismo, escribió alguna vez que “ninguna teoría cambia aquello acerca de lo que teoriza”. Esta tesis, que nadie con un mínimo de realismo sería capaz de negar, parecería más válida para las ciencias duras que para las sociales, porque cualquier teoría acerca de los seres humanos modifica su conducta cuando éstos la asimilan. Si no, basta ver cómo el psicoanálisis transformó las relaciones familiares o como la filosofía política de Carl Schmitt elevó los niveles de violencia verbal en nuestro país.
La historia de la ciencia como campo de estudio nació hace menos de un siglo, en cuanto se comenzó a abandonar el estricto internalismo. Mientras predominaron el positivismo y el inductivismo, la única historia que cabía considerar eran las vidas ejemplares de los Grandes Sabios o la historia de los errores que habían refutado.
Se considera que Sarton, el historiador de la ciencia antigua, fue quien dio por fundada la disciplina. Expresando el sentir de su tiempo, definió la ciencia como “conocimiento positivo sistematizado”, la única actividad humana que es realmente progresiva y acumulativa. Sarton pensaba que estudiar los procesos por los cuales se conformó ese saber sería útil para la formación de los científicos presentes o futuros. De hecho, es sabido que el científico puro está demasiado ocupado en llevar adelante sus proyectos de investigación como para interesarse demasiado por los estudios históricos. El público a quien van dirigidos éstos es (o debería ser) mucho más vasto.
Antes de que se fuera asimilada por el mundo académico, la historia de la ciencia ya había alcanzado la madurez con figuras como Pierre Duhem y Alexandre Koyré. Su instauración llegó cuando el belga George Sarton se radicó en Harvard y con el apoyo de la fundación Carnegie fundó la influyente revista Isis. Por la misma época Aldo Mieli y José Babini pretendían hacer lo mismo en Argentina, aunque nuestra proverbial inestabilidad política no permitió que su iniciativa prosperara.
Para los años treinta la disciplina había crecido de manera sostenida. En 1931 los historiadores de la ciencia estaban celebrando en Londres su segundo congreso internacional cuando la cultura y la política se colaron repentinamente en sus debates. Eran los años en que los nazis denostaban a Einstein como “físico judío” y los soviéticos consideraban “ciencia burguesa” a la Relatividad. En esa circunstancia nació la perspectiva externalista, y lo hizo de la mano de la delegación rusa, que conducía Nicolai Bujarin.
El físico Boris Hessen presentó una ponencia donde pretendía demostrar que Newton había concebido la física clásica para servir a los intereses de la industria británica y que en los Principia había poco más que la solución de los problemas técnicos de la burguesía.
La tesis respondía a un marxismo tan berreta que hubiera hecho reír a Marx, pero no a Engels, quien calificaba a Newton de “asno inductivo”.
Boris Hessen siguió su carrera como físico, pero cinco años más tarde fue fusilado por la NKVD. En 1938 también fusilaron a su jefe Nicolai Bujarin, víctima de la Gran Purga de Stalin. La tesis no tuvo muchos ecos en la URSS (quizá por los fusilamientos), pero en los países occidentales abrió toda una nueva perspectiva entre los historiadores.
Del modo más brutal posible vino a mostrar que los científicos, si alguna vez habían vivido en una torre de marfil, hacía tiempo que habían dejado de hacerlo. Si en sí misma la tesis adolecía de dogmatismo ideológico, tuvo el mérito de plantear preguntas que abrieron nuevos caminos.
El solo hecho de que se la planteara parecía apoyar la tesis “externalista”. Pero el curso de la historia siguió pautas internalistas, porque Stalin optó por poner en marcha el poder nuclear soviético, sin hacerle ascos a la ciencia burguesa de Einstein.
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