› Por Pablo Capanna
A pesar de pertenecer a una generación que compraba y leía libros, nunca me dio por ser bibliófilo ni coleccionista. Esas actividades requieren algo de dinero y una debilidad por los aspectos físicos del libro, que en algunos casos hasta puede derivar en cierto desprecio por su contenido. En mi caso, siempre ocurrió lo contrario. La única vez que pasé por una editorial especializada en textos escolares me enteré de que había sido rotulado como “productor de contenidos”. Nunca me enteré de qué nombre recibían quienes se ocupaban de los “envases”, pero me dieron a entender que su tarea era mucho más importante que cualquier “contenido”, para hacer que el producto fuera más atractivo.
Sin desmerecer todo eso que hace más agradable la lectura, desde la tipografía hasta la encuadernación, siempre consideré que los libros valían ante todo por las ideas o los sentimientos que eran capaces de transmitir, aunque estuvieran impresos en papel de diario.
Con todo, y sin habérmelo propuesto, el hecho de haber vivido mucho y siempre con poca plata para comprar buenas ediciones, me llevó a frecuentar las librerías de viejo. De ese modo, y sin proponérmelo, llegué a tener en mi biblioteca algunos ejemplares que tienen casi un siglo de vida.
El más viejo es un Rousseau en italiano que ha cumplido más de cien años. También tengo un Wells, un Pascal y algunos otros que ya son más que nonagenarios. Todos están muy legibles, y se diría que han resistido heroicamente el paso del tiempo. En cambio, en los últimos tiempos he tenido que deshacerme de libros que tenían apenas treinta años, a medida que sus hojas se iban oscureciendo y resquebrajando.
Estas diferencias dependen de la tecnología que en cada caso se utilizó para fabricar el papel. Desde que los chinos lo inventaron, hasta mediados del siglo XIX el papel se hacía exclusivamente reciclando trapos, pero en un momento se comenzó a producir con pulpa de papel y crecientes dosis de ácido clorhídrico, que lo hacían perecedero a plazo fijo. Aunque las pasteras juren que no contaminan el río, el papel pulp nace contaminado y tiene una breve expectativa de vida. Hasta se diría que en las últimas décadas ésta se ha acortado.
Si alguien se propusiera darnos una respuesta optimista a esta cuestión, podría hablar del fin del papel como soporte de la escritura. Seguramente alabaría la llegada de la era digital, que permitirá almacenar definitivamente la información en soportes duraderos: Digital is forever! Pero, ¿estamos seguros de que podrá almacenarla definitivamente, en un material más duradero que el papel?
Hace unos mil años, el rey Guillermo, dispuesto a consolidar la conquista normanda de Inglaterra, mandó hacer un censo de todas las propiedades sujetas a impuestos. Cuando la completó, la DGI normanda le puso por título El Libro del Juicio Final (Doomsday Book), quizá para amedrentar a los eventuales evasores.
En 1986, al cumplirse novecientos años del Doomsday Book, la BBC se propuso reeditar aquel emprendimiento cuando auspició un proyecto en el cual participaron cerca de un millón de colaboradores. Para la ocasión, emplearon los recursos más avanzados, como fotos digitales, videos y mapas interactivos.
Pasaron veinte años más, y el libro que mandó hacer Guillermo el Conquistador en pergamino aún puede ser consultado por los historiadores, pero quedan muy pocas PC de las que se usaban en 1986. Para ser legible, el censo más reciente tuvo que ser transferido a un nuevo formato, y probablemente habrá que seguir convirtiéndolo cada tanto, porque no existe ningún formato definitivo, y los programas de lectura también evolucionan.
Con el censo que en 1960 el gobierno de los Estados Unidos había mandado grabar en cinta magnética ocurrió algo parecido: para 1975 ya no había sistemas que permitieran leerlo en su forma original.
Quizá por eso, a la hora de diseñar el mensaje a los extraterrestres que llevaría la sonda Voyager II de 1977, Carl Sagan tuvo la brillante idea de incluir el dispositivo de lectura. Una medida muy sabia, porque treinta años más tarde aquí en la Tierra ya era difícil conseguir algo parecido, al ritmo que avanza la tecnología.
Basta pensar en que toda la información que hace 5 mil años un rey sumerio mandó grabar en tabletas de arcilla hoy podría ser leída con una tableta llena de hardware miniaturizado. Pero el riesgo que se corre ahora es que se torne ilegible en pocos años y que la arcilla sobreviva una vez más.
La invención del lenguaje simbólico, que es la clave de toda la cultura, se tradujo necesariamente en el desarrollo de la escritura, que requería de algún soporte físico durable.
El primer soporte fue la piedra. Gracias a ella, el nombre de los reyes sobrevivió a los propios reyes y hasta al recuerdo de las hazañas o las calamidades que protagonizaron. La piedra era el soporte más duradero, pero el menos manipulable. Luego se recurrió al barro cocido, los metales, la cerámica o la seda. Conocemos los mitos egipcios gracias al papiro y los sermones de Buda porque fueron escritos sobre hojas de palma.
El papiro egipcio, hecho con varias capas de tejido vegetal, permitía conservar y transportar información escrita en una superficie extensa; además, al enrollarse, ocupaba poco espacio en los estantes.
Esto era más que suficiente para las necesidades de la casta sacerdotal egipcia. Pero la gran expansión de la ciencia en la época alejandrina aumentó la demanda. Cuando Egipto cerró la exportación de papiro, en la ciudad de Pérgamo se comenzaron a usar pieles de animales (cordero, vaca, asno), que desde entonces se conocieron como pergaminos.
El pergamino se usaba en rollos (volúmenes), pero también en tomos, con hojas cortadas a la manera de un libro de hoy. También tenía otra ventaja: en él se podía escribir de ambos lados y borrar un texto para escribir otro encima, para delicia de los arqueólogos de hoy.
El uso del papel, que los árabes trajeron de China, se extendió durante la Edad Media, y tuvo su auge a partir del siglo XVII. El formato del libro actual (códice) se había impuesto cuando los predicadores cristianos encontraron que era más fácil de transportar y manipular que el rollo. La conjunción del papel, la imprenta y el libro fue el sustrato de toda la Modernidad.
El siglo XX presenció una nueva explosión, cuando lo digital comenzó a reemplazar a lo analógico, desde las fichas perforadas de Jacquard y Hollerith hasta la cinta magnética de IBM. Muchas expectativas fueron depositadas en el microfilm, que entonces se presentaba como el soporte del futuro. Al mismo tiempo, la fotocopia multiplicaba versiones bastante volátiles de los textos: fueron la salvación de los estudiantes, pero no enriquecieron las bibliotecas.
Luego vinieron el disquete y el CD, que ofrecían cada vez una mayor capacidad de almacenamiento de datos, pero resultaron menos durables que el libro.
La destrucción de la Biblioteca de Alejandría fue una catástrofe para la tradición científica y para toda la cultura occidental, que tuvo que recomponerse trabajosamente a través de copias, varias veces retraducidas y adulteradas. Es costumbre culpar de todo ese desastre al califa Omar, pero hoy sabemos que se trató de un largo proceso en el cual intervinieron muchas manos, tanto por acción como por omisión.
Los centenares de miles de volúmenes que los Tolomeos habían reunido en Alejandría, mediante la compra o la copia de cuanto manuscrito caía bajo su alcance, no perecieron en un solo holocausto por orden de Omar. Hubo una larga serie de saqueos, robos, incendios y abandono que llevó siglos, y se agudizó a medida que descrecía la curiosidad y el mundo antiguo se hundía en un clima de magia supersticiosa. Los testimonios de los sucesivos viajeros dan cuenta del progresivo deterioro, que Omar vino a rematar con una frase tristemente célebre.
¿Por qué la Biblioteca era tan importante, aparte de haber pertenecido al Museo, la primera universidad de la que tengamos noticia? Es probable que fuera porque la mayoría de los textos que atesoraba eran únicos o contaban con unas pocas copias manuscritas, de esas que producían en sus talleres una multitud de escribas.
Alejandría no tenía redundancia, o tenía muy poca. Un manuscrito perdido era un agujero en el tejido del saber, a no ser que en alguna remota provincia quedara una copia aceptable.
La gran revolución que trajo la imprenta consistió en incrementar radicalmente la redundancia, de manera que por cada libro que se destruía, siempre era posible encontrar algún ejemplar en otra parte, y a la larga era posible recuperar el texto perdido.
La multiplicación llegó a su extremo con la aparición de Internet, donde casi todo puede “bajarse” desde los sitios más disímiles. Con cierta ingenuidad, tendemos a imaginar a Internet como una suerte de Mundo de las Ideas platónico, del cual se bajan o se suben “contenidos”, pero confiamos en que los textos durarán para siempre. Todos nos hemos tropezado con noticias del pasado que parecen eternizarse en alguna página web, y eso nos hace pensar que en la red nada se pierde. Sin embargo, las dificultades surgen cuando pretendemos ofrecer referencias que permitan corroborar dónde hemos obtenido la información. Cuando los libros eran de papel se citaba la edición y la página, y aunque nadie se tomara el trabajo de verificarlo, eso bastaba como prueba de veracidad. Hoy algunos se las ingenian para citar, por ejemplo, “www.montoto.edu, consultada el día 14-07-11 a las 20.30”. El dato puede ser cierto y hasta aceptable para un jurado de tesis, pero es imposible verificarlo en otro momento, cuando la página se actualiza periódicamente. El hecho es que la red está siempre mutando: muchos sitios desaparecen, otros se transforman y la información que no emigra, se pierde.
Si no confiamos demasiado en la eternidad de la red, la alternativa es conservar los datos en un soporte externo. Pero cualquier usuario que lleve algo más de diez años tratando con computadoras ha vivido la evolución de la tecnología, que hacía obsoletos los sistemas bastante antes de que el hardware comenzara a fallar.
Si alguien aún conserva información en disquetes de 3,5 o 5 1/4 tendrá grandes dificultades para recuperarla, a menos que recurra a alguna secta de nostálgicos al estilo de los ferromodelistas o los cultores del disco de vinilo.
Estamos tan acostumbrados a ciertos programas de escritura y de cálculo que no reparamos en que se trata de productos comerciales, que en cualquier momento pueden salir del mercado. Así como nadie se acuerda del WordStar, que fue el programa de escritura líder de los años ’80, los formatos habituales como “doc”, “JPEG” o “MP3” pueden desaparecer junto con el programa que permite leerlos.
Paradójicamente, los soportes electrónicos tienen una esperanza de vida sensiblemente inferior al papel de buena calidad. El CD Rom, el DVD o el Blu-ray sufren la degradación de su capa fotosensible, lo cual hace que duren a lo sumo entre cinco y diez años. Aunque el disco holográfico, la nueva promesa, aspira a tener una vida útil de medio siglo.
Nuestros sistemas permiten acopiar enormes cantidades de información tanto irrelevante como valiosa, con un grado de redundancia jamás visto. De hecho, somos capaces de encerrar muchas Alejandrías en un pequeño disco.
La vida de una pirámide es de 5 mil años y una catedral dura unos mil, pero nuestros rascacielos apenas aspiran a durar cien años, con un buen mantenimiento. Tenemos una cultura de lo efímero, donde el largo plazo importa cada vez menos, y toda nuestra confianza reposa en la extrema redundancia de aquello que guardamos. Pero corremos el riesgo de conservar infinitos registros de cámaras de seguridad y perder la única copia de algún libro que pudo cambiar el mundo.
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