› Por Pablo Capanna
A pesar de que muchos esperaban que él, que había indagado nuestro origen, dijera algo acerca del futuro de la humanidad, Darwin siempre fue muy prudente. Apenas sobre el final de El origen del hombre admitió que “podemos tener esperanzas de alcanzar un destino aun más elevado en un remoto porvenir”.
Más dispuesto a opinar estaba en cambio su colega Russel Wallace, quien por sus convicciones socialistas confiaba en el progreso moral, y por sus creencias espiritistas soñaba con el desarrollo futuro de nuevas facultades mentales.
Fue el propio Wallace quien esbozó una polémica con la madre de la Teosofía, Mme. Blavatsky. La profetisa rusa decía estar en condiciones no sólo de anticipar el futuro del homo sapiens sino de hablar del Superhombre que nacería en América, y hasta del ser que le sucedería antes de que acabara el presente ciclo cósmico.
A pesar de la cautela de Darwin y Wallace, a fines del siglo XIX la idea del Superhombre ya estaba circulando por toda Europa, y Nietzsche no era el único en hablar de eso. Si la evolución aparecía como un proceso de creciente complejidad y conciencia que venía desde los protozoarios, no había razón para suponer que el hombre no seguiría evolucionando.
Mientras que Darwin y Wallace no preveían cambios físicos radicales en el hombre, H.G. Wells se lanzó a imaginarlos, para lo cual no hizo más que extrapolar las tendencias de la vida civilizada.
Wells fue quien creó el modelo más popular de “hombre del futuro”. Desde entonces no han hecho más que imitarlo, y han recurrido a él a la hora de imaginar a los extraterrestres. Ocurre que éstos siempre fueron pensados como sobrehumanos, por su capacidad para viajar por el espacio. Pero hoy que estamos en condiciones de hacerlo nadie diría que nos hayamos superado demasiado.
Cuando escribió El hombre del año Un Millón (1893), Wells pensaba que la tendencia al sedentarismo, junto a la reducción del trabajo y la actividad física, iría acentuándose, y estaría acompañada por una creciente actividad intelectual.
El prototipo de Wells tenía una enorme cabeza ovoide y un rostro apenas esbozado. Por sus condiciones artificiales de vida apenas haría uso de la nariz, las orejas y la boca, pero tendría ojos prominentes, desarrollados gracias al estudio. Entre otros vestigios animales habría perdido el vello corporal y el pelo.
Desde entonces fue inevitable que casi todos los superhombres de ficción fueran calvos. De hecho, ya hay mucha gente que ha comenzado a afeitarse la cabeza, y aunque se nota cierta tendencia a hipertrofiar la oreja y el dedo, por el uso del celular, no hay que temer otras cosas, porque la gente dedica más tiempo a endurecer los glúteos que a ejercitar el cerebro.
Dotado de gran cabeza y manos diestras, el hombre de Wells tenía un cuerpo que difícilmente podría sostenerlo, con sus flojos músculos y sus piernas de pájaro. Para resolver el problema, Wells hizo que viviera sumergido en tanques llenos de nutrientes, como una suerte de feto senil, quizás atendido por legiones de robots.
En Los primeros hombres en la Luna (1901), Wells pareció ironizar sobre sus propias especulaciones. Diseñó una sociedad de “insectos” con cuerpos especializados como herramientas, dirigidos por algunos desmesurados cerebros, que sólo vivían para el conocimiento puro. En La máquina del tiempo (1895) había imaginado algo peor: la especie podía dividirse en dos, una hebefrénica y la otra bestial, pero ambas estériles.
En cierta medida, la paleontología permite especular sobre el futuro del hombre, en cuanto nos muestra cómo evolucionan el índice cefálico o las circunvoluciones cerebrales. Con todo, los pueblos “originarios” de América y Oceanía estuvieron muchos milenios aislados, sin que nunca se volvieran una especie distinta. Hoy, la tendencia globalizadora hace que cada vez haya menos islas Galápagos donde las mutaciones puedan prosperar, y si algo cabe esperar es la homogeneización racial.
La gran mayoría de los cambios observables a escala histórica no depende de la selección natural sino del desarrollo técnico. Un niño nacido durante alguna de las glaciaciones estaba sometido a los duros desafíos de la selección natural, pero un minusválido actual suele crecer protegido de las inclemencias, con el alimento asegurado y sostenido por la medicina. Desde que existe la civilización urbana, la selección natural y las mutaciones genéticas juegan un papel evolutivo menor, puesto que la tecnología permite sobrevivir a muchos inviables biológicos. Pero, a diferencia de lo que piensan los racistas y los eugenistas, muchos de aquéllos pueden tener valiosas capacidades. Librado a las fuerzas de la naturaleza, Steven Hawking nunca hubiera sobrevivido, pero la tecnología le ha permitido vivir y desplegar toda su inteligencia.
Hace medio siglo, Sir Peter Medawar opinó que ya no había que esperar cambios físicos en el hombre, salvo para el caso del cerebro, que interactúa con el medio y responde a sus desafíos.
Quizá Medawar estaría pensando en alguna variante del enano de Wells, pero no tuvo en cuenta la naciente revolución informática. Con ella hemos aprendido a pensar que el cerebro puede contar con un entorno de prótesis electrónicas que le permitan acceder a una información ilimitada, con una velocidad de procesamiento que excede la del cerebro mismo. Quizá nos espere un futuro de cyborgs o de robots, como sostienen los “transhumanistas”. Son los que ven como inevitable la convergencia de la manipulación genética, la robótica, la inteligencia artificial y la nanotecnología.
Los escritores de ciencia ficción se apropiaron de este tema, no siempre con éxito. Cuando Frederik Pohl imaginó su Homo Plus (1976), diseñado para adaptarse a las condiciones de la vida en Marte, apenas le salió una cruza de gárgola con vampiro. Más audaz, pero menos riguroso, James Blish concibió un plan para colonizar planetas extrasolares con seres humanos modificados, en la novela Semillas estelares (1957). Al poner en escena hombres microscópicos que convivían con amebas y paramecios, creó un entorno sugestivo, pero no se le ocurrió que las moléculas no pueden achicarse indefinidamente. Algo parecido le ocurrió a Ursula K. Le Guin en la novela Nueve vidas (1969), donde imaginó una “familia” de clones, pero los hizo de ambos sexos, como si fueran mellizos.
Uno de los superhombres más mentados fue el Übermensch de Nietzsche, aunque su autor jamás lo pensó como un salto de orden biológico. Según los exégetas de Nietzsche, el Superhombre no era un individuo, ni una especie, sino una suerte de símbolo de lo que podía llegar a ser el hombre liberado de ataduras morales, a imagen y semejanza de su autor.
En su tiempo, sin embargo, no lo veían así, y había muchos que veneraban a Nietzsche como el numen de esa eugenesia de triste memoria.
Uno de sus admiradores era el inglés Alfred Orage, un dirigente de la Sociedad Teosófica que era tan devoto de Nietzsche que solía viajar con sus obras como único equipaje. Orage sostuvo que el Superhombre descendía de un personaje literario creado por Bulwer Lytton, el autor de Los últimos días de Pompeya. El protagonista de la novela Zanoni se llamaba Mejnour y era un mago inmortal que tenía por lema “lograr que el hombre supere a la humanidad”. El ocultista Lytton era uno de los maestros de Blavatsky y de Rudolf Steiner. Wagner, que era amigo de Nietzsche, había compuesto una ópera en base a uno de sus libros.
Lo que a todos les parecía casi obvio era que, más allá del aspecto físico, el próximo paso en la evolución humana sería un ser dotado de inteligencia superior. Era una idea inquietante, porque en ese caso corríamos el riesgo de ser tratados como monos. Ser demasiado inteligente podía ser un problema, hasta para el Superhombre.
Uno de esos genios superhumanos de la literatura fue tratado por el inglés John Beresford en La maravilla de Hampdenshire (1911). Bastante perverso, a los ocho años ya había superado a los adultos y se aprestaba a dominarlos mediante la hipnosis.
Más convincente (por lo menos para los que habían leído a Nietzsche) fue ese Juan Raro (1935) que le debemos a otro inglés, Olaf Stapledon. Juan era un genio telépata que emprendía una carrera criminal para transgredir todas las normas y reunirse con sus semejantes. Cuando lograba encontrarlos, se iban todos a una isla del Pacífico y, tras aniquilar a los nativos, construían una comunidad utópica. Al fin acababan suicidándose en masa mediante una explosión nuclear para no rendirse a las potencias europeas.
Una variación sobre este tema fue Sirio (1944), donde Stapledon imaginó un perro mutante que alcanzaba el nivel de la inteligencia humana, sólo para sentirse profundamente infeliz.
Flores para Algernon, de Daniel Keyes (1959), llevada al cine como Charly en 1968, también jugaba con el drama de la inteligencia. Un retrasado mental era sometido a un tratamiento que le permitía alcanzar y superar una inteligencia normal. Pero en su mejor momento descubría que el proceso comenzaba a revertirse y volvía a hundirse en la oscuridad.
Lo más original que se le había ocurrido a Stapledon era pensar que los superhombres mutantes podían ser locos, deformes, marginados, miembros de las razas oprimidas, que serían tratados como freaks en cualquier sociedad. El tema lo retomó Theodore Sturgeon en una celebrada novela, Más que humano (1953). Aquí, el Superhombre no era un individuo sino un grupo de niños sin familia, que en conjunto funcionaban como una gestalt. Su autor los había dotado generosamente de facultades paranormales.
Quizá los mutantes más famosos de la ciencia ficción sean los de Van Vogt y Kuttner.
Slan (1940), de A.E. van Vogt, siempre fue elogiada como una parábola del racismo, la discriminación y la intolerancia. Sin negarle algún mérito de ese orden, a poco de empezar la novela naufraga en uno de esos culebrones interplanetarios que eran la especialidad de su autor. Estos mutantes han surgido espontáneamente, a pesar de que todos creen que fueron engendrados por el sabio S. Lann (de ahí, slan). Son calvos, telépatas y fácilmente reconocibles porque tienen antenas. Se mueven entre la autoestima y el despotismo. Mientras unos son perseguidos como alimañas por los humanos, otros conspiran para someterlos; pero hay un grupo que se muestra más conciliador. Al fin resulta que casi todo el mundo es slan.
Mutante (1945-1953), de Henry Kuttner, es otra historia de telépatas calvos, frutos de una mutación causada por una guerra atómica que ha diezmado a la humanidad. Ellos también discuten acerca de qué hacer con nosotros, si abrazarnos o aniquilarnos. Todo desemboca en una guerra, que por suerte ganan los buenos.
Superman, el más famoso de los superhumanos, no era de acá sino del mítico Krypton, y había llegado en una navecilla parecida al canasto de Moisés. En cierto modo encarnaba el sueño del inmigrante exitoso.
Siegel y Schuster, sus autores, habían leído mucha ciencia ficción e hicieron que su personaje diera grandes saltos, como lo permitía una gravedad menor a la de su mundo. Pero a los dibujantes les era más cómodo hacerlo volar y la decisión la tomaron ellos, por incongruente que fuera.
La primera versión de Superman databa del año 1933. Este superhombre era calvo y telépata, como cabía imaginar, pero muy malvado. Aspiraba a dominar el mundo, como ese Übermensch petiso que llegó al poder en ese mismo año.
El hijo de los Kent al principio era medio zurdo y hasta un poco violento. Luchaba contra empresarios deshonestos y políticos corruptos, demolía conventillos apestosos y evitaba linchamientos. Más adelante, los editores le inculcaron el código moral que podía haberle dado una familia de granjeros, allá en Smallville. Desde entonces fue un boy scout intachable, que tenía prohibido cualquier exceso.
Tuvo más suerte que Batman, porque no encontró un revisionista que empañara su virtud. Toda la maldad (¡y la calvicie!) la heredó Lex Luthor, uno de esos villanos arquetípicos que no le pueden faltar a un héroe profesional.
Tal como vienen las cosas, no hay que hacerse demasiadas ilusiones con los superhombres.
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