Sábado, 14 de enero de 2012 | Hoy
Las peleas públicas tienen un atractivo morboso que los comportamientos dignos no pueden alcanzar. Este axioma de Perogrullo se pone en evidencia en cualquiera de los programas que trajinan los prime time televisivos de todas partes del mundo. Y el campo de la ciencia no es la excepción. Las bajezas, las zancadillas y los ataques abiertos son probablemente tan frecuentes en los laboratorios como detrás de los telones. Pero no son lo único que hay.
Por Esteban Magnani
Uno de los grandes amantes de las peleas con sus pares fue sin duda el genial Isaac Newton, quien sostuvo una apoteósica disputa con Gottfried Leibniz acerca de la paternidad del cálculo infinitesimal. Existen evidencias de que Newton había desarrollado (¿inventado?) el cálculo infinitesimal, al que llamaba “Methodus fluxionum et serierum infiniturum”, en el año 1666, con solo 23 años. El problema es que nunca lo publicó en forma desarrollada, en tanto que Leibniz comenzó a hacerlo en 1684. En un primer momento las cosas parecieron resolverse pacíficamente con reconocimientos en ambos sentidos, pero luego la controversia fue creciendo hasta volverse desmedida. El gran matemático de la Revolución Científica prácticamente arruinó los últimos años de vida de Leibniz usando toda su influencia para desacreditarlo. De hecho, Newton también derrochó buena parte de su energía en ésta y otras peleas. ¿Qué hubiera podido elaborar un genio semejante con un poco más de paz espiritual? ¿O sería ése el verdadero combustible de su genialidad?
Hubo otro caso en el que un personaje de una talla comparable experimentó algo similar, pero lo resolvió de una manera muy distinta.
Cuando Charles Darwin regresó de su largo periplo por el mundo, en 1836, ya tenía cierta reputación ganada gracias a las cartas que enviaba a Inglaterra con sus observaciones. El reconocimiento le dio el tiempo para sistematizar sus notas en busca de una respuesta al “problema de las especies”. El viaje lo había llevado a creer cada vez más en la posibilidad de que se produjeran cambios graduales en las especies por acción del medio ambiente. Pero le faltaba el mecanismo. Y en eso estaba cuando, en 1838, leyó el libro de Thomas Malthus Ensayo sobre el principio de la población, en el que habla de la lucha por la supervivencia en la sociedad humana: “... la población, si no se pone obstáculos a su crecimiento, aumenta en progresión geométrica, en tanto que los alimentos necesarios para el hombre lo hacen en progresión aritmética”.
Este enunciado ayudó a Darwin a dar con la clave: la selección natural. Es que si nacen más individuos que los que pueden sobrevivir, ¿quiénes serán los elegidos? Evidentemente, aquellos que mejor resistan las exigencias del medio: los más fuertes, los más duros o, tal vez, los que puedan resistir largas sequías o la picadura de alguna alimaña en particular. En sucesivas generaciones la selección actúa una y otra vez en favor de ese rasgo, que tiende a hacerse predominante. Y así estos caracteres diferenciados se acumulan hasta dar lugar a una nueva especie.
Darwin había encontrado el secreto, pero tenía miedo de darlo a conocer en un ambiente fuertemente conservador y en el que cualquier desplante a la Biblia tenía sus costos. Además, él mismo tenía, o había tenido, fuertes convicciones religiosas y su familia era muy creyente. De hecho, hay quienes atribuyen sus constantes malestares a la somatización de la tensión interna (otros lo atribuyen a que se habría contagiado del Mal de Chagas en América latina). Como fuere, solo envió un boceto de su teoría en 1842 a su amigo e inspirador Charles Lyell, quien lo incentivó a publicarla infructuosamente. En 1844 terminó un ensayo más amplio, pero indicó que debía ser publicado solo si él moría.
En 1858 recibió una nueva carta del naturalista Alfred Wallace. Ambos llevaban un regular intercambio epistolar, pero en esta carta en particular Wallace delineaba un concepto similar al suyo de selección natural, apenas algo menos específico y pedía, una vez más, opinión a Darwin.
Darwin se desesperó: no estaba dispuesto a perder la prioridad de su gran teoría, por lo que le pidió ayuda a Lyell. El gran geólogo le aconsejó publicar ambos trabajos juntos con una presentación que él mismo escribiría. Las investigaciones se publicaron en ese mismo año bajo el nombre Sobre la tendencia de las especies a formar variedades; y la perpetuación de las variedades y especies por medios naturales de selección. Allí se explicaba que el trabajo de Darwin era un resumen de otro anterior que nunca había sido publicado.
Wallace se enteró de todo mucho después, ya que se encontraba en Malasia. Pero lejos de sentirse ofendido, aprobó lo realizado y se transformó en un firme defensor de las ideas de Darwin. Los ataques fueron violentos y si bien Darwin no lo decía explícitamente, la furia se desató sobre todo por la evidente conclusión de que el hombre y el mono provenían de una misma especie que los antecedía.
El 24 de noviembre de 1859 salió a la venta la primera edición de El origen de las especies, con todos los detalles de la teoría y en cuyo prólogo Darwin reconocía que la motivación para publicar el libro había sido “que Wallace [...] ha llegado casi exactamente a las mismas conclusiones generales a que he llegado yo sobre el origen de las especies”. Una declaración con poco rating, pero sin duda loable.
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