Sábado, 4 de febrero de 2012 | Hoy
Por Pablo Capanna
Desde el Halley sabemos que los cometas siguen trayectorias regulares y previsibles, pero hace cuatro siglos la irrupción de un cometa en el cielo podía ser una señal venturosa, como la estrella de Belén, aunque era más común que se la viera como un ominoso anuncio de desgracias.
Tan imprevisibles como los cometas eran las novas. Algunas estallaron a tiempo para atraer la atención de Tycho, Kepler y Galileo, y fueron la pirotecnia cósmica que acompañó el nacimiento de la ciencia moderna.
El misterio que envolvía el origen de los cometas y su inesperada aparición en los cielos no sólo atrajo a los astrólogos. Hubo quienes abusaron de ellos, usándolos como verdaderos comodines astronómicos para explicar toda la mecánica del Sistema Solar. Entre estos últimos, los dos más famosos fueron Whiston en el siglo XVII, y Velikovsky en el XX. Lo paradójico es que el primero era amigo de Newton y el otro frecuentaba, o por lo menos decía que frecuentaba, a Einstein. Pero los vínculos personales no comprometían a los dos genios de la física, que no avalaron sus especulaciones, ni pensaron que lo merecieran.
William Whiston (1667-1752) era un matemático y clérigo anglicano que fue profesor adjunto de Newton en Cambridge. Fue el mismo Newton quien lo designó como su sucesor en la cátedra Lucasiana que siglos más tarde ocuparían Paul Dirac y Stephen Hawking.
Es probable que Whiston perteneciera al famoso “colegio invisible” que dio origen a la Royal Society, porque en sus mejores tiempos era elogiado no sólo por Newton sino también por Locke y el arquitecto Wren. Pero cuando se enemistó con su Iglesia por una cuestión teológica (que entonces era como decir “política”), lo echaron de Cambridge y también de la Royal Society sin que nadie se inmutara. Se dice que Newton (que profesaba las mismas creencias, pero sabía disimular) no hizo nada por defenderlo. Conociéndolo un poco, no resulta nada extraño.
Sin embargo, Whiston había comenzado a interesarse por la cronología bíblica por influencia de Newton, y cuando lanzó su bizarra teoría cosmológica lo hizo para mostrar que podía ser más newtoniano que su maestro. La suerte le fue esquiva, y tras ser discriminado en vida por motivos religiosos, con el tiempo llegó a ser estigmatizado como ejemplo de dogmatismo ciego. Buffon (que de él tomó la hipótesis catastrofista) y Lyell (que sostenía todo lo contrario) se ensañaron con él.
La obra de Whiston estaba organizada al estilo de los Principia de Newton. Enunciaba postulados, hipótesis y corolarios, y llevaba un título para nada periodístico: “Nueva Teoría de la Tierra desde el Origen hasta la Consumación de todas las Cosas, donde se habla de la Creación del Mundo en Seis Días, el Diluvio Universal y la Conflagración General tal como están en las Sagradas Escrituras, y se muestra cómo pueden ser perfectamente agradables a la Razón y la Filosofía” (1696).
Por si faltaba aclarar algo, digamos que Whiston se proponía explicar todos los milagros de la Biblia como una compleja serie de catástrofes que atribuía al paso de los cometas. Este “catastrofismo” era casi necesario en una cosmovisión tan estática que para cambiar necesitaba de la intervención directa de Dios. Whiston era fundamentalista: pensaba que todo lo que narra la Biblia es verdadero en sentido literal, pero se proponía explicarlo conforme a las leyes naturales, aunque hubiera que forzarlas un poco.
En ese tiempo, los cometas conservaban toda su mística fama. Físicamente, se pensaba que tenían un núcleo mucho más masivo de lo que hoy se estima. Whiston podía sentirse autorizado a creer que los cometas eran planetas en formación, y que la Tierra había sido uno de ellos. El paso de un cometa era lo que había puesto en movimiento a la Tierra después de la caída y otro había provocado el Diluvio, exactamente el 17 de octubre del año 2349 a.C. Pero no fue un día peronista, porque no paró de llover.
En el futuro serían otros dos cometas los que se encargarían de causar el fin del mundo. Uno se llevaría puesta la atmósfera y el segundo haría blanco en la Tierra. Aunque se podría creer que estas especulaciones beneficiaban al poder eclesiástico, nadie se tomó en serio a Whiston. Fue criticado y ridiculizado por sus pares, especialmente después de que cayó en desgracia ante las autoridades. Hasta Jonathan Swift se burló de él en Los viajes de Gulliver, cuando hizo que los sabios de la isla voladora se lo pasaran hablando de los cometas.
Desde el siglo XVII pasó mucha agua bajo los puentes, y si algo creíamos haber aprendido de casos como el de Whiston es que la mezcla de ciencia con religión es inestable y suele dejar insatisfechos no sólo a los científicos sino también a los creyentes.
Basta consultar la Biblia de Jerusalén, obra de eruditos judíos y cristianos de distintas denominaciones, para ver que los exégetas de la Biblia son muy cautelosos, y prefieren explicar cosas como las plagas de Egipto, el cruce del Mar Rojo o el maná del desierto por causas naturales.
Sin embargo, a mediados del siglo XX hubo un segundo Whiston que recurrió a los cometas para concebir aquello que el Reader’s Digest no dudó en aclamar como “la primera explicación científica de la Biblia”.
El libro, que fue un descomunal best-seller, se llamó Mundos en colisión (1950). Su autor, el ruso Immanuel Velikovsky (1895-1979), no era astrónomo, ni físico, sino médico y psicoanalista, y tenía la cultura científica de un autodidacta talentoso.
Velikovsky era un raro ejemplar de fundamentalista ateo. Sostenía que todo lo que cuenta la Biblia es cierto, pero creía que era posible explicar los milagros como jugadas de una suerte de billar cósmico donde las bolas eran cometas y planetas. Aunque no creía que la religión fuera otra cosa que una ficción, pensaba que su teoría serviría para demostrar la superioridad del pueblo judío, que había aprovechado una serie de catástrofes naturales para amasar una religión y una ética. Flojo en astronomía, se defendía mejor en el campo de las mitologías comparadas, del cual sacaba pruebas para sus hipótesis.
Hoy sabemos que los cometas se forman en la Nube de Oort, en los límites del Sistema Solar, pero eso aún no se conocía hace sesenta años. Parecía legítimo que Velikovsky dijera que hace 3500 años se había desprendido un cometa de la masa de Júpiter, para tomar una órbita que cada 52 años pasaba cerca de la Tierra. A cada paso provocaba terremotos, inundaciones, perturbaciones electromagnéticas y lluvias de meteoritos, que coincidían con el relato de la Biblia y otras tradiciones.
Su carrera (la del cometa) había concluido cuando el choque con un segundo cometa lo mandó a una órbita estable y lo convirtió en lo que hoy conocemos como el planeta Venus.
Con un solo factor, Velikovsky pensaba explicarlo todo. El paso del cometa produjo las diez plagas de Egipto, abrió las aguas del Mar Rojo e hizo tronar su voz en el Sinaí, haciéndole creer a Moisés que Dios le dictaba los Diez Mandamientos. Cuando el pueblo judío atravesaba el desierto hubo una precipitación de carbohidratos de la cola del cometa, que pasó a la historia con el nombre de “maná”. Los muros de Jericó cayeron gracias a las poderosas vibraciones que emitía el cometa y el Sol pareció detenerse ante Josué porque el cometa había desviado el eje terrestre. Todo volvió a la normalidad cuando, tras chocar con Marte y esquivar a otro cometa, detuvo su loca marcha y pasó a ser Venus, justo a tiempo para que los sumerios lo llamaran Astarté.
Acostumbrados como estamos a que todos los meses aparezca algún best–seller con teorías aun más delirantes, la reacción que provocó Mundos en colisión en la comunidad científica parece hoy algo desmedida. El astrónomo Harlow Shapley, hablando en nombre de Harvard, amenazó a la editorial con el boicot de los científicos, y logró que Macmillan le vendiera los derechos a Doubleday, que tenía otro público. En esos días se escribieron numerosos artículos, tanto académicos como periodísticos, sólo para condenar al ruso como un crank (“chiflado”).
Ocurría que, en 1950, los científicos no estaban dispuestos a aceptar un escándalo. Todavía no habían dejado de sentirse culpables de la bomba atómica y ya McCarthy los trataba de comunistas. En cuanto a los estudiantes contestatarios, era casi inevitable que en 1968 salieran a rescatar a Velikovsky, para convertirlo en un mártir de su movimiento anti-ciencia.
La polémica se reavivó en 1974, con dos congresos anti-Velikovsky. La figura más destacada fue Carl Sagan, quien sostenía que Mundos en colisión le había hecho daño a la ciencia “porque estaba bien escrito”. Por cierto, hoy le hubiera costado más encontrar algo parecido.
Velikovsky era un emigrado ruso que había conocido a Einstein en Berlín allá por 1921, cuando ambos preparaban materiales para la futura Universidad de Jerusalén. Tras vivir un tiempo en Palestina, se hizo psicoanalista, pero al tiempo renegó de Freud, acusándolo de haber traicionado la causa judía con Moisés y el monoteísmo.
Durante la guerra mundial se radicó en Manhattan, donde lucubró una audaz teoría que expuso en el libro El cosmos sin gravitación (1946). Con sus precarios conocimientos de física, se lanzó a especular sobre la unificación de las fuerzas y sostuvo que los planetas no se mantenían en órbita por la gravedad sino gracias a una suerte de campo electromagnético.
Como se dio cuenta de que sabía muy poco de relatividad y teoría cuántica, optó por irse a vivir a Princeton, a unas pocas cuadras de Einstein. Tuvieron largas aunque cordiales discusiones, pero el físico no llegó a convencerse. Cuando todos se escandalizaban con Velikovsky, Einstein propuso que lo tomaran con más humor.
Los defensores del escritor no dejaban de recordar que, antes de morir, Einstein estaba releyendo Mundos en colisión. Pero su juicio ya era conocido: “La obra no es mala, el único problema es que es loca”.
A pesar de que el caso Velikovsky sigue provocando indignación y todavía hay quienes se toman el trabajo de refutar sus errores, nuestro conocimiento del cosmos ha avanzado tanto que algunas de sus “locas” hipótesis suenan hoy un poco más verosímiles.
En el siglo XIX, Arago había estimado que la probabilidad de que un cometa chocara contra la Tierra era de uno en 281 millones, lo cual lo hacía prácticamente imposible. Cuando Sagan estaba empeñado en refutar a Velikovsky, todavía se pensaba que un choque similar sólo podía ocurrir cada 30 millones de años. Pero en esos mismos días ya había acuerdo para explicar el desastre de Tunguska (1909) por el impacto de un meteorito o de un cometa.
Desde entonces, la posibilidad de que un asteroide impacte en nuestro planeta no parece tan remota; a ella le atribuimos la extinción de los dinosaurios y todos los cráteres meteóricos que hay en todo el mundo. Los NEO (objetos espaciales cercanos a la Tierra) son objeto de estudio sistemático, y cada tanto alguno de ellos despierta alarma.
Por otra parte, Velikovsky no dejó de tener sus aciertos: predijo que la superficie de Venus sería muy caliente (aunque erró en cuanto a Marte); dijo que Júpiter emitía radiaciones y, cuando nadie lo creía posible, anticipó que el campo magnético terrestre llegaba hasta la Luna.
Calificarlo ya sea de crank como de genio incomprendido no deja de ser excesivo, especialmente desde que pasó de moda y sólo lo leen algunos curiosos. En todo caso, antes de añadir opiniones más o menos redundantes a una larga polémica, de lo que se trata es de discernir si sus aciertos se deben simplemente al azar. Quizá su teoría haya tenido alguna fecundidad, por lo menos para abrir polémicas y plantear perspectivas distintas.
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