Sábado, 28 de abril de 2012 | Hoy
Por Jorge Forno
En tren de soñar con unas vacaciones reparadoras, la imaginación suele depositarnos en alguna isla del Pacífico bien alejada de los problemas cotidianos. Casi a mitad de camino entre Australia y Hawai se encuentran unas islas que los folletos de las agencias de viajes promocionaban en los años noventa como lo más parecido al Paraíso en la Tierra por “sus únicas aguas color turquesa rodeadas por palmeras”. Tan bello destino no era otro que Kiribati, una nación del Pacífico central –formada por tres conjuntos de islas bastante lejanas entre sí, las Gilbert, las Fénix y las Line– que por asuntos muy diversos gozan cada tanto de unos cuantos minutos de fama mediática.
Más cercana al infierno que al paraíso, durante la Segunda Guerra Mundial la isla de Tarawa –en donde se asienta la capital– fue escenario de una sangrienta batalla que terminó con una efímera ocupación japonesa y restableció el dominio británico iniciado en el siglo XIX. Ya en los años setenta este territorio insular fue noticia por el agotamiento de sus yacimientos de fosfato, por entonces la principal fuente de ingresos del protectorado inglés, ocurrido luego de un feroz proceso de extracción. Junto con el fosfato se agotó el interés británico por las islas, que se independizaron adoptando su actual nombre en 1979, con pocos recursos económicos y una alta densidad demográfica, que obligó a emprender esfuerzos colosales para establecer poblados en pequeñísimas islas casi inhabitables.
Quedaron solo los recursos pesqueros y una buena producción de cocos y bananas para sostener la economía de este conjunto de diminutos islotes de arena y arrecifes coralinos. El turismo también hizo lo suyo, con una ayudita del calendario gregoriano. Ubicada justo en la Línea Internacional del Cambio de Fecha, una de sus islas se publicitó como el primer lugar en el que asomarían el Tercer Milenio, un destino ideal para viajeros impacientes.
Como si todo esto fuera poco, una histórica goleada propinada a la selección de fútbol local por la de las Islas Fidji –nada menos que 24 a 0– colocó a Kiribati en los titulares deportivos de todo el mundo. Pero lo más impactante aún estaría por venir.
La vida en Kiribati no parece sencilla. En The Sex Lives of Cannibals: Adrift in the Equatorial Pacifics –una crónica de viajes novelada que se publicó en 2004–, el escritor J. Maarten Troost se ocupó de demoler la fama paradisíaca de estas islas, poniendo sobre el tapete los problemas de superpoblación y de abastecimiento que lo afectan. El autor se refiere satíricamente a cuestiones tales como “la crisis de la cerveza” –ocurrida cuando un barco de transporte dejó su etílico cargamento en una isla equivocada– y la escasez de casi todos los alimentos menos las distintas variedades de pescado.
Claro que todos los problemas cotidianos de Kiribati se convirtieron en un juego de niños cuando, en marzo de 2012, este oceánico país apareció como un firme candidato a batir un triste record. El mismísimo presidente kiribatiano, Anote Tong, fue protagonista de un anuncio con ribetes apocalípticos. El país que gobierna se convertiría en el primero que estaría obligado a mudarse por efectos del cambio climático y de no mediar la ayuda internacional, sus más de cien mil habitantes pasarían a la categoría de refugiados ambientales. Tong retomaba una advertencia de un grupo de científicos que años atrás había colocado a su país en el top ten de los países que el océano se tragaría en el corto o mediano plazo.
Para ello, y quizá como tardía reparación de aquella goleada histórica, Tong pretendería comprar una porción de territorio a Fidji, otra nación insular que, según las estimaciones que desvelan al presidente kiribatiano, también está en riesgo de hundirse en el océano. La propuesta de mudanza representa un esfuerzo titánico, pero sin embargo más modesto que el de la construcción de una plataforma flotante para albergar a toda la población del país, un efímero proyecto rápidamente desechado años atrás.
La preocupación del presidente de Kiribati se sustenta en modelos experimentales que predicen posibles escenarios de ascenso del nivel del mar hacia fines del siglo XXI, con rangos tan variables que van desde los veinte centímetros hasta los dos metros. El escenario más extremo significaría el principio del fin para Kiribati y otras naciones insulares, además de poner en peligro regiones costeras continentales. El culpable de este verdadero desastre ambiental sería el derretimiento de los hielos polares provocados por el calentamiento global, el villano con más cara de malo que ronda las cuestiones ambientales contemporáneas.
Claro que los modelos experimentales son sólo eso, modelos. No todos los científicos están de acuerdo respecto de la validez de esos cálculos extremos, que además muchas veces son objeto de tajantes desmentidas producto de la impredecible realidad. Tampoco existe un consenso científico pleno respecto del papel que el hombre juega en la generación del cambio climático, ni en cuáles son los valores reales del crecimiento del nivel del mar, que varían enormemente según cómo y dónde se midan.
Hay otras cuestiones menos hipotéticas, que afectan la estabilidad de las islas oceánicas. Ocurre que, como en las historias de suspenso, los sospechosos principales muchas veces son partícipes necesarios, pero no suficientes para causar un daño.
El archipiélago de Samoa, situado en el Pacífico central, también integra el poco feliz grupo de territorios que corren riesgo de desaparecer en el siglo XXI, o por lo menos de ver reducida su superficie. Pero no tanto por el ascenso del nivel del mar, sino más bien de la mano de fenómenos de erosión de origen pluvial o provocados por los fortísimos vientos que arrecian en sus costas. Otros enemigos concretos de los territorios insulares son los archifamosos tsunamis, que cada tanto descargan su furia en olas descomunales sobre las costas marinas, arrasando todo lo que encuentran a su paso con inusitada violencia. Sin embargo, antes de realizar proyecciones tan sombrías para el futuro de estas islas, se deben tener en cuenta otros factores que el equilibrio natural pone en juego y que podrían significar una garantía de supervivencia para estas naciones insulares frente a los cambios en el nivel del mar.
Casi todas las islas que componen la República de Kiribati son atolones coralinos, un tipo de islas muy común en mares tropicales y subtropicales, que apenas se elevan por sobre el nivel del mar y surgieron a partir de antiquísimos volcanes hundidos en el océano. Estas formaciones insulares suelen tener formas más o menos similares a los de un anillo y encerrar lagunas de aguas saladas. Poco aptos para casi todas las actividades productivas, algunos de ellos adquirieron fama por ser sede de sucesivos ensayos nucleares, como el Atolón de Mururoa en la Polinesia francesa.
En 1842 fue Charles Darwin quien ensayó una explicación acerca de la dinámica de los atolones y otras islas tropicales que había avistado en sus viajes por el Pacífico, a partir de la descripción de la secuencia de hundimiento de los volcanes oceánicos. Los picos de estos volcanes asoman a la superficie originando islas volcánicas que a medida que se hunden en el océano se van rodeando por el crecimiento de un arrecife de coral, una agrupación de microorganismos marinos extremadamente pequeños y sencillos que son propios de las aguas cálidas y viven preferentemente cerca de la superficie. Desde las plataformas submarinas de escasa profundidad, el coral crece ascendiendo hasta la superficie, donde se dan las condiciones óptimas para su actividad biológica. La masa coralina se detiene o avanza en su crecimiento en un juego de equilibrios con el nivel del mar, que otorga bastante estabilidad a estas islas planas y bajas.
No todos los pronósticos de los científicos son tan terribles para el futuro de los atolones del Pacífico. Un trabajo publicado en 2010 en la revista New Scientist presenta una visión bien distinta sobre la evolución de estas islas y minimiza los riesgos de su supervivencia. En base a imágenes satelitales y fotografías históricas, un equipo de investigadores de la Universidad de Auckland y de la Comisión de Geociencia Aplicada al Pacífico Sur postula que en los últimos sesenta años, la superficie del conjunto de islas que supuestamente desaparecerá por efecto del cambio climático se ha mantenido estable o ha aumentado, salvo en algunos casos excepcionales que incluyen a dos minúsculas islas de Kiribati.
Según el artículo, Tuvalu, una de las islas que aparecían como de las más amenazadas por el ascenso del nivel del mar, en realidad habría extendido su superficie en un tres por ciento en los últimos cincuenta años. También habrían crecido algunas islas del archipiélago que gobierna Anote Tong, entre ellas la que asienta a su capital. El crecimiento parece deberse al ciclo biótico del coral y encaja con la explicación que dio Darwin hace casi dos siglos.
La existencia de las islas oceánicas está atada a múltiples factores y se sostiene principalmente en base a una enorme capacidad de autorregulación, que la naturaleza viene desplegando por millones de años. La ciencia dispone de tiempos mucho más breves y debe ser cuidadosa para no caer en conclusiones apresuradas en su afán de comprender fenómenos de formidable complejidad.
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