Sábado, 5 de mayo de 2012 | Hoy
Por Pablo Capanna
Si consideramos algunas otras producciones menos taquilleras que Los expedientes secretos X o Matrix, que también jugaban con el tema de las conspiraciones, podríamos considerar que estos productos formaban parte de todo un paquete ideológico. Vale la pena analizarlo porque, en cierto modo, abonaron el terreno para ese reino de la sospecha que se instauró en los Estados Unidos a partir del atentado a las Torres de setiembre de 2001.
La lectura más obvia podría llevarnos a pensar que se trata de mensajes intencionales, emitidos desde los centros del poder, para adoctrinar a un público indefenso con fines inconfesables. Aunque a algunos les resulte cómodo creer que se originan en unas pocas y eficientes usinas ideológicas, no conviene creer en más conspiradores de los que hay. Más realista es suponer que cuando la industria cinematográfica se apodera de un tema para explotarlo comercialmente es porque eso ya está en circulación y no siempre es fácil identificar su origen.
De hecho, la primera de estas lecturas es la que enseñan los ideólogos conspirativos como Lear, Cooper o Manning: los poderes que están detrás de los gobiernos nos están “educando”, por ejemplo para que aceptemos que hemos sido entregados a los alienígenas. Sin embargo, los principales temas de las teorías conspirativas nacieron en el seno de una ultraderecha, que es enemiga jurada del sistema, se expresa en las milicias paramilitares y ejerce el terrorismo “doméstico”. En esos ambientes los Bush eran mucho más odiados que en los medios de izquierda.
El relato conspirativo evita presentarse como “místico”. Por el contrario, pretende ser racionalista y empírico, aunque los hechos en que dice apoyarse sean generalmente irrepetibles. Nada es lo que parece, nada ocurre por azar, pero alguien tiene la clave que permite entender el sentido que se oculta tras las apariencias más inocuas.
El secreto que ahora accedemos a conocer es que estamos dominados por un poder enorme e invencible, que nos viene controlando desde hace varios siglos. Hasta ahora, siempre ha eliminado sin piedad a quienes le hicieron frente o denunciaron sus maniobras. Aquí uno puede preguntarse por qué, si todos los que descubrieron la verdad desaparecieron en circunstancias misteriosas, ahora se permite que todo esto se cuente en un libro, una revista o una página web. Si eso ocurre, dirá el conspirativo, es porque lo que se nos permite ver es una cortina de humo que esconde otra cosa. Pero si todos los medios están controlados, quizá sean las propias teorías conspirativas las que han sido “plantadas” para esconder la horrible verdad, etc., etc. Es imposible falsear teorías de este tipo, por más que se presenten adornadas con estadísticas, citas, bibliografía y notas al pie. En general, los conspirativos no dejan de plagiarse unos a otros, pero tampoco dejan de acusarse mutuamente de ligereza o engaño. Son capaces de citar en su apoyo a gente como Bertrand Russell o Carl Sagan, y hasta de recomendar esa película que les sugirió su teoría como prueba de la veracidad de su delirio.
Este tipo de fantasías estructuradas, que a veces alcanzan una increíble complejidad, no se reducen a meter miedo en un mundo donde no escasea. Paradójicamente, les ofrecen cierta seguridad a sus creyentes. Todo es mentira, pero yo estoy entre los elegidos que conocen la verdad, y no podrán engañarme como a todos esos tontos...
El filósofo Richard Hofstaedter, autor de Gödel, Escher, Bach, escribió en los años sesenta un notable ensayo sobre El estilo paranoico en la política norteamericana. Allí pasaba revista a los delirios estadounidenses del siglo XIX: las fantasías siniestras que se hacían los protestantes acerca de los católicos y las de éstos sobre los protestantes; las que ambos tenían sobre los judíos y las que todos juntos tenían sobre los masones.
En el siglo XX la paranoia política se alimentó con la Guerra Fría y generó un abundante material donde abundaban los espías y hasta algunos extraterrestres infiltrados entre nosotros. Pero las cosas se complicaron en los años noventa, cuando se puso en marcha un reciclaje omnívoro que fue capaz de amalgamar los Protocolos de los Sabios de Sión con el ET de Roswell, el mito de la Atlántida y las armas secretas de los nazis.
El politólogo Michael Barkun señala como punto de inflexión la caída del Muro de Berlín. Los Estados Unidos siempre habían necesitado un adversario. Durante años tuvieron a la URSS para competir en la carrera armamentista y la espacial. Pero es sabido que cuando un enemigo se va, queda un espacio vacío, que sólo se puede llenar con nuevos enemigos... Caído el Imperio del Mal y cuando aún no había aparecido Bin Laden, las mentes conspirativas se lanzaron a buscar los enemigos en sus propios gobiernos, y hasta fuera del planeta, si era necesario. En el largometraje de Los expedientes secretos X (1998), Kurzweil, el alucinado científico a quien persigue el FBI por haber descubierto la verdad, denuncia solemnemente la traición de todos los gobiernos norteamericanos: “Mientras el mundo luchaba contra el comunismo (¿?) ellos estaban negociando el Apocalipsis”.
Mediante un complejo bricolaje ideológico, en los noventa el mito ovni comenzó a conjugarse con las teorías conspirativas más añejas, como las antisemitas y antimasónicas, y con las más recientes, nacidas al calor de la Guerra Fría.
Por supuesto, el sincretismo tampoco fue una exclusividad yanqui, ya que es propio de la cultura global. Basta recordar la ideología del líder de la secta Aum Shirinkyo, que en 1993 cometió cruentos atentados en el subterráneo de Tokio: combinaba el budismo con el Apocalipsis, Nostradamus, los Sabios de Sión y hasta Isaac Asimov. Su arma era el gas sarín.
Un año antes de poner la bomba que destruyó el edificio federal de Oklahoma City, el terrorista Timothy MacVeigh estuvo en Nevada y quiso visitar la famosa Area 51, que según la leyenda oculta las pruebas del contacto secreto con extraterrestres. Leyó la obra del neonazi Peirce, que le inspiró más de un atentado, y rindió homenaje a los muertos de Waco, pero también visitó a Milton Cooper. En los dos días que pasó esperando la ejecución vio seis veces la película Contacto, inspirada en la novela de Carl Sagan, que por cierto habla más de radioastronomía que de conspiraciones.
El mito ovni comenzaba a confluir con la ultraderecha, beneficiándolo con una audiencia de la cual pueden dar cuenta algunas encuestas. En el año 2000, el 43 por ciento de los estadounidenses creía que los ovnis eran extraterrestres, un 17 por ciento creía en las “abducciones” y el 71 por ciento estaba convencido de que el gobierno le ocultaba la verdad. Pero lo más notable es que, según un estudio de 1992, el 2 por ciento, es decir 3,7 millones de ciudadanos, juraba que había sido arrebatado al espacio por una nave alienígena.
Con un público tan dispuesto, los mitos no sólo proliferan; comienzan a mutar sin parar. Cooper, el autor más leído por los milicianos, empezó denunciando los tratados secretos de Eisenhower con los Grises de Rigel, pero años más tarde sostuvo que los ovnis habían sido creados por la secta de los Illuminati.
Más pintoresco es Stan Deyo, quien enseñaba que los Illuminati dominan la antigravedad y se aprestan a dejar el planeta, abandonándolo a la polución, la minería a cielo abierto y otras delicias. Para eso planean una falsa invasión alienígena que les permitirá huir a las ciudades secretas que poseen en Marte sin que nadie se dé cuenta...
Los módulos del mito comienzan a ensamblarse. Muchos creen que los ovnis vienen del espacio, pero otros sostienen que proceden de las bases nazis de la Antártida. También están los que creen que han sido fabricados por los nazis bajo franquicia extraterrestre, etcétera. Pero no cabe duda de que en cualquiera de las versiones, siempre perdemos.
Buena parte de las teorías conspirativas alertan sobre el futuro totalitario que aguarda a los Estados Unidos. La clave está en ese “nuevo orden mundial” que Bush (padre) habría instaurado en 11 de setiembre de 1991, exactamente diez años antes del atentado a las Torres Gemelas. De hecho, la expresión ya había sido usada antes de Bush y aun por él en distintas oportunidades. La versión más light del mito la dieron los conservadores Pat Robertson y Pat Buchanan, pero los más radicales creen que el 11-9-1991 es la fecha en que los Illuminati emprendieron la ofensiva final para controlar el mundo y nuestras vidas. Lo peor es que en el futuro prometen hacerle al pueblo estadounidense todas las canalladas que sus tropas suelen hacer en los territorios que invaden.
Los conspirativos suelen hablar del vaciamiento de las instituciones democráticas con la excusa de las leyes de emergencia, lo cual no está muy lejos de la realidad. Pero también denuncian el sometimiento de USA a las Naciones Unidas y la presencia de tropas extranjeras en la Unión, lo cual suena ridículo.
El proyecto incluye el implante de microchips para controlar las mentes de los ciudadanos, a cargo de la agencia MK Ultra, y la construcción de 43 campos de concentración secretos, con capacidad para 40.000 disidentes; esta correría por cuenta de la FEMA, la agencia que maneja las emergencias. Las operaciones están a cargo de paramilitares que se movilizan en helicópteros negros sin identificación, como si fueran Falcon verdes.
Hay quienes van más lejos, y suponen que hace tiempo hemos sido vendidos a los Grises de Rigel y los Reptiloides de Alpha Draconis, que son la lacra del universo. El Area 51 de Nevada ya está en el circuito turístico, pero la nueva atracción es la base militar de Dulce (Nuevo México), en cuyas entrañas, Illuminati, Grises y Reptiloides se alistan para dominarnos. No faltan los que denuncian que el aeropuerto de Denver es una base draconiana, que se conecta con Washington mediante una red de túneles secretos.
Si uno se pregunta quiénes son los cipayos traidores que nos han vendido a las fuerzas del Mal puede encontrarse con una lista infinita, a la cual cada uno puede añadir sus propios enemigos. Las nuevas “metaconspiraciones” son jerarquías donde cada módulo sospechoso encuentra su lugar.
El ideólogo Val Valerian necesita seis páginas para trazar su diagrama del poder secreto mundial. Entre los módulos más conocidos están el Council of Foreign Relations y la Trilateral Commission, el Grupo Bildenberg, el Instituto Aspen, el Club de Roma y la cofradía Skull & Bones, de Yale. Hay quien añade a los Caballeros de Malta, el Opus Dei y el Vaticano. Los más radicales no dudan en incluir a todas las religiones e ideologías: el judaísmo, el cristianismo, la masonería, el fascismo y el comunismo. En definitiva, todos son avatares de una misma hermandad secreta que nació en Babilonia hace tres mil años, pero acaba de ser descubierta por David Icke.
Como ejemplo, tratemos de seguir uno de los razonamientos de Icke. Todos sabemos que a Kennedy lo mataron en la plaza Dealey de Dallas. Dealey era un político texano masón y Dallas está en el paralelo 33. Dea significa “diosa” en latín y ley es “ley” en castellano. Esto prueba que Kennedy fue sacrificado por los masones a una diosa babilónica que adoran los reptiles venidos de Alpha Draconis...
A esto, los viejos psiquiatras solían llamarlo “delirio interpretativo”. En Argentina, es lo que hizo famoso a Rogelio, “el hombre que razonaba demasiado”. Rogelio, un famoso personaje del humorista Landrú, era capaz de sacar cualquier conclusión partiendo de cualquier premisa. Si le preguntaban por la calle Cucha Cucha, pensaba en el perro, lo asociaba con las pulgas y tras pasar por los temas más dispares terminaba hablando de cosas como la deuda externa o increpando al otro por su grosería. Lo malo es que a los Rogelios conspirativos mucha gente los cree geniales.
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