Sáb 02.06.2012
futuro

Perdidos en el espacio

› Por Pablo Capanna

En septiembre del 2011 un haz de neutrinos disparado desde el laboratorio del CERN en Ginebra (Suiza) viajó unos 720 km hasta el Gran Sasso (Italia) y su llegada fue detectada por un dispositivo similar. Según las primeras mediciones, los neutrinos habían llegado unos sesenta nanosegundos antes de lo que hubiera tardado un rayo de luz. El anuncio despertó tanto expectativas como escepticismo. Por una vez la Relatividad Especial, que tiene a la velocidad de la luz (c) por constante universal, parecía haber sido violada. Ya había ocurrido antes, con una experiencia rusa de los años sesenta, que más tarde fue descalificada por errores de medición.

Un experimento destinado a medir velocidades enormes y tiempos infinitesimales requiere de relojes con una sincronización casi perfecta, y una revisión profunda de la experiencia permitió encontrar pequeñísimas fallas técnicas en los relojes y en una fibra óptica. Con lo cual Einstein siguió estando invicto, por lo menos hasta que la experiencia se repita.

De todos modos, hay una distancia abismal entre lo que puede registrarse a nivel de partículas y el comportamiento de una eventual nave espacial que quisiera igualar o superar la velocidad de la luz, que es del orden de los mil millones de kmp/h. Una de las razones que impiden superar ese límite es que la energía que requeriría para un solo segundo sería equivalente a la que consume en un año la entera industria del planeta. Más esencial es una objeción teórica: en circunstancias como ésas se violaría el principio de causalidad, porque un mensaje supralumínico llegaría a destino antes de ser emitido.

A los saltos

Estas circunstancias, que suelen arredrar a casi todos los físicos, aunque pueden tentar a más de un aspirante al Nobel, nunca llegaron a inquietar a los escritores. Los autores de ciencia ficción comenzaron a necesitar de naves FTL (faster than light, más veloces que la luz) desde el momento en que el sistema solar les quedó chico y pensaron en enviar a sus héroes a las estrellas más lejanas. Algunos escritores tenían una formación científica que les permitía jugar con las posibilidades marginales de la ciencia, y otros se hacían eco de sugerencias que hacían los teóricos en tren de especulación.

Entre los recursos más comunes que se usaron para impulsar las naves de ficción se encuentra el Warp, que permitiría superar la velocidad de la luz al provocar una distorsión del espacio-tiempo y el Hiperespacio, que implicaría “saltar” por un espacio de un orden superior al euclidiano y hasta al einsteiniano. Otros autores buscaron apoyo en los taquiones (unas partículas hipotéticas que también permitirían viajar al pasado) o exploraron la posibilidad de viajar por los “agujeros de gusano” (wormholes), verdaderos atajos del espacio-tiempo.

Hubo otros que, ante la dificultad que implica fundamentar de un modo aceptable estas ficciones, renunciaron a dotar de naves supralumínicas a los habitantes de sus imperios galácticos. Imaginaron que la colonización de otros sistemas podría ser un proceso lento y milenario, llevado a cabo en etapas por naves de velocidad menor que la de la luz. Pero les costaba resignarse a que el correo entre estos mundos fuera tan lento que haría llegar las directivas imperiales a sus destinatarios con mil años de demora. Para que sus imperios multiplanetarios funcionaran mínimamente bien necesitan buenas comunicaciones. Imaginar que los mensajes pudieran viajar más rápido que la luz parecía más aceptable que pensar en una nave tripulada que alcanzara esa velocidad.

Uno de esos dispositivos imaginarios fue el Transmisor Dirac que creó James Blish, un escritor de formación científica, quien no sólo se propuso homenajear a Paul Dirac, sino que hasta lo dotó de alguna teoría convincente. Pero el artefacto de comunicación instantánea más conocido de la ciencia ficción fue sin duda el ansible de Ursula K. Le Guin. Más inclinada por la antropología que por la física, la hija de Alfred Kroeber no se tomó el trabajo de explicar cómo funcionaba, pero en Los desposeídos imaginó que la vida de su inventor podía servirle para una parábola política.

Un largo viaje

Un importante sector de los escritores del género optó por no meterse con Einstein. Reconocieron que aun viajando a la velocidad de la luz llegar a Alfa Centauri insumiría más de cuatro años, lo cual permite concluir que cualquier viaje interestelar a menor velocidad duraría más que una vida humana. Se vieron pues obligados a imaginar viajes de mil años de duración y naves en las cuales se sucederían varias generaciones de tripulantes antes de llegar a destino. Crearon así todo un género, el de las llamadas “naves generacionales”, que gozó de cierto auge a mediados del siglo pasado y hasta parecería haber dejado algunas huellas.

Fue una de estas historias, la ópera Aniara del sueco Harry Martinson, la que le abrió a su autor el camino a un dudoso Premio Nobel de Literatura en 1974, que acabaría por llevarlo al suicidio. Entre los científicos, el astrofísico Iosif Shklovsky, conocido colaborador de Sagan, armó cierto revuelo en los años sesenta cuando insinuó que Phobos y Deimos, las lunas de Marte, podían ser arcas espaciales o naves generacionales abandonadas. Una hipótesis fantástica que le hubiera permitido dar cuenta de sus irregulares órbitas.

El tema se popularizó en las revistas del género de los años cincuenta, que se lanzaron a especular sobre un tema que era social y a la vez ecológico.

¿Cómo se comportaría una comunidad humana aislada en el espacio durante varias generaciones?

El primero que se lo preguntó fue Don Wilcox, con El viaje que duró seiscientos años (1940). El autor parecía anticipar esa preocupación por la superpoblación que todos sentirían veinte años más tarde, y paradójicamente lo hacía en plena guerra mundial.

Wilcox imaginó una nave tripulada por una docena de parejas cuyos descendientes estaban destinados a colonizar un sistema solar al cual llegarían seis siglos más tarde. Con ellos viajaba un historiador que cada cien años despertaba de su hibernación para preservar la continuidad de la cultura.

En cada siglo que pasaba el cronista encontraba que la situación había empeorado. A una explosión demográfica incontrolada le habían seguido hambrunas, pestes y un embrutecimiento creciente, de manera que muy pocos recordaban cuál era la misión. El final era feliz pero no demasiado convincente: una nave más veloz, quizás equipada con un dispositivo FTL, llegaba antes que ellos, a tiempo para darles una mano.

La idea de que una comunidad endogámica sufriría una fatal involución fue asumida por la mayoría de los autores, pero hubo que afinar la puntería. Wilcox daba por supuesto algo tan absurdo como embarcar alimentos para seiscientos años, que aun con una población estable suena a imposible.

Para evitar cosas como ésas, en Huérfanos del espacio (1941) Robert A. Heinlein optó por el reciclaje. El sistema cerrado de su nave estaba equipado por unos conversores que recuperaban y aprovechaban hasta el último átomo. También había cultivos hidropónicos (a base de agua y químicos) que proveían de productos orgánicos y alimentos a los tripulantes.

En esta novela el retroceso cultural era más profundo. El conocimiento técnico se había esfumado: para sus “científicos” la nave era todo lo que existía, la gravedad era “la fuerza que atraía a los sexos” y el armador era adorado como un dios. Un motín había dividido muy pronto a los tripulantes, relegándolos a distintas áreas. Con todo, Heinlein arma una heterogénea banda de marginales que descubren la verdad, toman el poder y logran llevar la nave a buen puerto.

Cuando Clifford Simak retomó el tema en Target Generation (1953), parecía estar pensando en la caverna de Platón. Aquí, la nave está llegando a destino al cabo de mil años, pero sus tripulantes cayeron en la barbarie, destruyeron los libros, creen que la Tierra es el paraíso y no saben adónde van. Tienen su mito y acusan de “hereje” al que busca la verdad. Un dato poco verosímil, porque nadie llama “mito” a su propio mito, ni usaría un término tan arcaico como “hereje”.

Al final, se descubre que todo estaba previsto por los constructores: el manejo de la nave es simple y los emigrantes terrestres hasta pueden elegir el planeta donde van a desembarcar.

Brian Aldiss, que acusaba a Heinlein de ligereza, volvió a abordar el tema en Nonstop (1958). Su mundo es un poco más complejo: el fracaso de la expedición se debe a una peste descontrolada que provocó mutaciones. En esas circunstancias los cultivos hidropónicos y las granjas abandonadas han convertido a la nave en una jungla por la cual vagan tribus de cazadores y recolectores.

Uno de los que se dan cuenta de que están viajando por el espacio es el sacerdote de una pintoresca religión basada en el psicoanálisis. Junto a varios marginales emprende una odisea hacia la proa de la nave, donde se supone que están el capitán y el cuarto de control. Pero ni siquiera los de proa, que son un poco más civilizados, saben dónde están. Pronto descubren que nadie conduce la nave y que ya tendrían que haber llegado. Encuentran el diario de bitácora y reconstruyen la historia: sus ancestros mutantes han sido confinados en una órbita terrestre y desde entonces nunca se han movido de allí.

Una versión mucho más sobria de la historia es la que desarrolló J. G. Ballard en el cuento “Trece a Centauro”, donde los tripulantes creen que están en viaje pero han sido encerrados en un simulador de vuelo para que los psicólogos sociales puedan estudiarlos.

Un mundo cerrado

El tema, convertido en todo un género, se agotó en la literatura. Pero lo que importa es que la metáfora de la nave generacional se incorporó al discurso ecológico y económico. La usaron Henry George, Bárbara Ward, Kenneth Boulding y Buckminster Fuller, y quien la popularizó en 1966 fue un político, Adlai Stevenson, como “la nave espacial Tierra”.

Gracias a las sugestiones que dejó ese género, en algún momento surgieron proyectos para construir ecosistemas autosustentables con fines de investigación.

Los primeros fueron los rusos, con su BIOS 3 de Siberia en los años setenta, pero el más famoso fue un emprendimiento privado que se levantó en Oracle (Arizona) a fines de los ochenta con el nombre de Biósfera 2. Al fin y al cabo, la Tierra también es una biósfera que viaja por el espacio con una tripulación multigeneracional.

Sobre una superficie de pocas hectáreas se armó un hábitat integrado por cinco biomas en miniatura, que reproducían desde la selva tropical hasta los arrecifes de coral. La colonia usaba gas y energía solar, producía alimentos en sus propios cultivos y granjas y casi no tenía contacto con el exterior.

La primera “tripulación” de ocho miembros que vivió en Biósfera 2 entre 1991 y 1993 llegó a pasar hambre, pero la segunda, que pasó seis meses en el año 1994, logró autoabastecerse.

El proyecto fue muy criticado. Algunos lo calificaron de acto de mística New Age o hasta de “instalación” estética. Se dijo que no había sido totalmente autónomo porque secretamente había recibido suministros del exterior.

Costó doscientos millones de dólares y los resultados que dio no fueron demasiado satisfactorios. El primer contingente que habitó en la Biósfera 2 terminó dividido en dos grupos rivales seriamente enfrentados y hasta se registró un sabotaje por parte de los “nominados” que habían tenido que abandonar la comunidad. El segundo concluyó abruptamente debido a una disputa por el financiamiento de la experiencia y algunos trastornos de conducta de sus miembros.

Al parecer todas las variables estaban controladas pero, como siempre, la más difícil de controlar es el factor humano. Quizás haya que ponerse a pensar en alcanzar la velocidad de la luz, porque de Gran Hermano ya estamos hartos.

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