¿Cómo era tu vida cuando salió el primer número de Página/12? Esta pregunta seguramente retrotraerá a los lectores a todo tipo de vivencias personales o colectivas. En este número de Futuro jugamos a interrogar por la misma cuestión a la ciencia y a la tecnología, para saber qué asuntos eran prioritarios hace 25 años, cuando nuestro diario daba los primeros pasos de su rica historia.
› Por Jorge Forno
Muchas veces las noticias científicas y tecnológicas nos conmueven con anuncios rimbombantes de novedosas investigaciones, monumentales proyectos o –para qué negarlo– apocalipsis más o menos cercanos. Algunos temas perduran con el tiempo y otros desaparecen perdiéndose en el más profundo de los olvidos o pasan a formar parte del rico anecdotario de las cosas que parecían inevitables y finalmente no fueron.
Cuando se publicaba el primer número de Página/12, los diarios eran solo de papel y ni las mentes más imaginativas podían pensar en las actuales versiones digitales. Internet no existía y el uso de sus incipientes antecesoras era una curiosidad científica o militar. Pero ya en 1989 este suplemento rescataba la iniciativa de la revista de ciencia ficción Axxon de distribuir una versión digitalizada en diskette, una solución que además bajaba costos en tiempos de crisis. Claro que por entonces no había lugar para diseños sofisticados. La publicación era básicamente una selección de textos y para obtenerla el interesado debería ir personalmente, diskette en mano, a retirar su copia.
La soja era aún una desconocida para el gran público, los transgénicos estaban en pañales y el krill –un pequeño y abundante crustáceo que habita el océano austral– era postulado como el alimento del futuro. Sus reservas se estimaban en miles de millones de toneladas y se publicitaba su consumo como una excelente fuente proteica. Pero también se le auguraban otros gloriosos destinos. Un grupo de científicos soviéticos anunciaba que en base a krill se había logrado producir un sustituto de la piel humana, que era altamente efectivo en las quemaduras más devastadoras y otras lesiones cutáneas. Con los años se tomó conciencia del papel del krill en la cadena trófica de pingüinos, focas y lobos marinos, y de la necesidad de protegerlo frente a la voracidad humana. La cuestión empañó la promesa de ser alimento del futuro y nada se supo de la asombrosa piel multifunción que los investigadores de la desaparecida Unión Soviética anunciaron con bombos y platillos.
Por entonces la energía nuclear, un símbolo del progreso durante buena parte del siglo XX, era cuestionada por las consecuencias del desastre de Chernobyl. En 1986, una central nuclear soviética –construida sin respetar las normas mínimas de calidad y que para colmo de males había sido operada de manera imprudente– voló por los aires causando un escape radiactivo que llegó a miles de kilómetros de distancia. Durante 1987, mientras Italia se encaminaba a un referéndum que en noviembre decidió abandonar la energía nuclear y cerrar sus cuatro centrales atómicas, los soviéticos se las veían en figurillas para cubrir sus necesidades energéticas a la vez que revisaban sus poco confiables centrales. El hidrógeno tuvo su momento de gloria entre los candidatos a combustibles alternativos y se experimentó en aviones Túpolev –típicos del mundo socialista y capaces de transportar unos 180 pasajeros– y en automóviles. La opción era cara y compleja, pero se estimaba que se haría barata y popular en la década siguiente, e incluiría el desarrollo masivo de autos a hidrógeno, asunto que también despertó el interés fugaz de algunas grandes automotrices del mundo capitalista.
Mientras los lectores nos deleitábamos con la primera contratapa escrita en este diario por Osvaldo Soriano, las superpotencias parecían encarar un descomunal esfuerzo para ganar una carrera que –armas nucleares mediante–- podía acabar varias veces con la humanidad. A tono con el tema, el primer número de Página/12 informaba sobre las negociaciones que se llevaban a cabo para desactivar una galería de misiles que podían alcanzar objetivos a 5000 kilómetros de su base. Tanto en la cantidad de misiles disponibles como en la conquista del espacio exterior, la Unión Soviética mostraba una superioridad que preocupaba a los sectores estadounidenses más conservadores.
La potencia del Este contaba con más de un centenar de satélites espías, militares, científicos y meteorológicos, y desde 1986 había puesto en órbita la moderna estación espacial Mir (paz, en ruso) en lo que constituyó una nueva proeza tecnológica. En abril de 1987, una misión internacional que involucró a científicos de Europa del Este y del Oeste permitió que el módulo astrofísico Kvant se acoplara exitosamente a la Mir, conformando un monumental complejo espacial multipropósito, para envidia y preocupación de los EE.UU.
La carrera parecía perdida para los estadounidenses que, rezagados en la construcción de su propia estación orbital, sin embargo soñaban con instalar un escudo antimisilístico espacial digno de la ciencia ficción. Algunos analistas consideraban que sin aumentar el esfuerzo aeroespacial estadounidense, en diez años la supremacía soviética en ese terreno sería poco menos que irreversible. Pero las predicciones fallaron. En pocos años, la URSS se desmoronó como un castillo de naipes en medio de una brutal crisis política y económica, dejando el terreno libre para que los Estados Unidos se convirtieran en la única superpotencia mundial y la Mir funcionó hasta 1996 como una estación orbital internacional.
Si la Unión Soviética era una amenaza política y militar para los EE.UU. el sida (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida) era, según el presidente Reagan, enemigo público número uno desde el punto de vista sanitario. El consumo de drogas, las prácticas sexuales y las visiones conspirativas formaron parte de un prejuicioso cóctel que dio lugar a un mar de especulaciones acerca del origen de esta enfermedad, que se había expandido fuertemente desde principios de los ochenta. Las investigaciones de Robert Gallo en los Estados Unidos y Luc Montagnier en Francia llegaron a la conclusión –en un proceso no exento de polémica rivalidad– de que el agente causal era un virus, conocido desde 1986 como VIH (Virus de la Inmunodeficiencia Humana).
El 23 de mayo de 1987, el Congreso de los Estados Unidos rechazó la propuesta de someter a los inmigrantes a test compulsivos para saber si eran portadores de la enfermedad y en caso afirmativo devolverlos sin más a sus países de origen. En ese marco poco propicio, EE.UU. sería al mes siguiente sede del Tercer Encuentro Mundial sobre el Sida. Se comenzaba, frente a los prejuicios, a asumir la necesidad de la prevención de una enfermedad que no contaba con vacunas ni tratamientos efectivos.
Los anticuerpos monoclonales prometían convertirse en la soñada bala mágica para atacar específicamente tumores o agentes infecciosos minimizando los efectos colaterales. Su producción y refinamiento iba viento en popa y César Milstein, un argentino que había trabajado en el tema, había recibido en 1984 el Premio Nobel de Medicina. Pero la comunidad científica argentina, reconstituida en parte por la repatriación de científicos exiliados durante la dictadura, todavía estaba sacudida por el caso crotoxina. El revuelo lo había provocado una droga extraída del veneno de un tipo de víbora que supuestamente curaba el cáncer y que finalmente fue prohibida en marzo de 1987 en medio de una controversia que se extendería por años.
En las farmacias, un nuevo producto hacía las delicias de los consumidores masculinos. No era el sildenafil –la famosa pastillita azul aparecería una década después– sino el minoxidil, un principio activo que aplicado tópicamente prometía terminar con la caída del pelo. Dejando de lado la coquetería masculina, desde la calvicie a la fibrosis quística, unos 3500 problemas hereditarios de diverso tenor buscaban ser explicados a partir de uno de los proyectos estrella del momento. En una tarea de proporciones gigantescas se intentaba localizar y secuenciar la totalidad de los genes humanos para lograr el conocimiento completo de la organización, estructura y función genética en los cromosomas, portadores de la información que organiza la vida y las condiciones hereditarias.
James Watson, el mismo que había postulado la estructura de doble hélice para el ADN, puso el tema sobre el tapete en 1986, durante un simposio de biología molecular. A partir de ese acontecimiento el gobierno de Estados Unidos decidió encabezar el Proyecto Genoma Humano, haciéndose cargo con fondos públicos de los veinte años de trabajo, miles de científicos y de unos 3000 millones de dólares que requeriría la investigación. Un esfuerzo solo comparable al que insumía la conquista del espacio exterior.
Sin embargo, cuando aparecía el primer número de Página/12, Walter Gilbert –un biólogo molecular devenido en empresario– pensaba que veinte años eran muchos para un asunto tan trascendente para la humanidad y tan suculento para los cazadores de fortunas. En abril de 1987, Gilbert había anunciado que crearía una compañía para develar los secretos del genoma humano en unos cinco años, con un costo varias veces superior al previsto en el proyecto estatal, financiado por la iniciativa privada. Una inversión nada altruista, ya que a cambio de develar tan valioso secreto el plan del audaz biólogo era patentar el conocimiento obtenido, lo que representaría una enorme fuente de ganancias. Sin embargo, las tecnologías disponibles para la secuenciación representaban un cuello de botella para las aspiraciones de Gilbert, tanto como algunos asuntos pendientes de su pasado empresarial que le impidieron convencer a los posibles accionistas de su nueva empresa.
Los plazos y los costos crecientes también preocupaban al gobierno estadounidense, que buscó formar un consorcio público con otros países del mundo para que aportaran recursos técnicos, humanos y financieros. El número de Futuro del 10 de marzo de 1990 se ocupaba del estado de esta cuestión y se refería a dos herramientas que facilitarían enormemente el proceso: un robot secuenciador que estaba desarrollando el gobierno japonés y un microscopio de efecto túnel que permitiría literalmente leer cada una de las “letras” –en rigor, bases– del ADN. El resto de la historia es más reciente. A los avances tecnológicos que vinieron por el lado de la informática y la automatización se sumó la colaboración internacional en una gigantesca alianza que permitió reducir los plazos para lograr descifrar el genoma humano.
Entre éxitos fenomenales y promesas incumplidas, la ciencia y la tecnología estuvieron y están presentes en nuestras vidas. También en nuestro diario, que durante sus primeros y vigorosos 25 años se ocupó profusamente de todas las cuestiones relacionadas con el constante afán humano de conocer cada día más.
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