futuro

Sábado, 6 de octubre de 2012

Energía muy verde

Las plantas son las principales recolectoras de energía de nuestro planeta. Lo logran por su enorme cantidad, pero no tanto por su eficiencia. ¿Es posible aprender de ellas cómo transformar agua, aire y sol en materia orgánica que nos dé energía? El proyecto ya está germinando en laboratorios, aunque sigue muy verde.

 Por Esteban Magnani

¿Cuál es la principal fuente de energía en nuestro planeta? Algún distraído puede responder “los combustibles fósiles”, lo cual sería equivocado no por una sino por dos razones. La primera es que en realidad los combustibles fósiles son la principal fuente de energía sólo para las máquinas creadas por el hombre, pero no de todo el planeta. Pero prácticamente todo lo que nos alimenta a nosotros y al ecosistema que nos mantiene vivos toma energía, en última instancia, del sol. El alimenta los primeros eslabones de la cadena de la vida. La segunda razón es que el petróleo es en realidad materia orgánica (sobre todo algas y zooplancton) que creció gracias a la energía solar, aunque luego tomó su eficiente forma actual gracias a la presión y el calor acumulado bajo la superficie terrestre. Es decir, que podemos considerar que la fuente de toda energía terrestre es casi totalmente solar. Por dar otro ejemplo, incluso la energía hidroeléctrica usada por el hombre depende del caudal de los ríos y éstos de las lluvias que, a su vez, dependen de... la evaporación que produce el sol. Todos los caminos conducen a él.

De los mecanismos por los que se acumula la energía solar, la más significativa es la fotosíntesis, el proceso por el que la energía lumínica se transforma en energía química.

Energia muy verde

En la novela Solar, del escritor británico Ian McEwan, el protagonista es un decadente Premio Nobel que roba a un estudiante la idea de lograr la fotosíntesis en forma artificial. La idea es tan obvia como genial y el hombre consigue los fondos para llevar adelante el proyecto. ¿Pero es posible lograr algo así fuera de la ficción?

Primero es necesario entender la fotosíntesis, un proceso que –explicado en forma muy simple– usa la clorofila de las plantas (la que les da el color verde típico) para captar luz solar y con ella separar en hidrógeno y oxígeno las moléculas de agua que tomó por la raíz. El oxígeno se libera y el hidrógeno luego, ya sin necesidad de la luz, se une al dióxido de carbono tomado del aire para formar carbohidratos, es decir, compuestos de carbono, oxígeno e hidrógeno. Estos elementos, a diferencia de aquellos de los que proviene, son orgánicos y sirven, por ejemplo, para alimentar de energía a los seres vivos. Además, como se sabe, no es menor que este proceso capture el dióxido de carbono del aire y lo almacene, mientras que libera el oxígeno que necesitamos para respirar. Se calcula que diariamente las plantas transforman un billón de toneladas métricas de dióxido de carbono en materia.

Cualquier persona, incluso McEwan, al observar el mundo puede llegar a la conclusión de que la mejor opción es imitar al mundo vegetal para producir energía sintética. Además tiene una gran ventaja respecto de las células fotovoltaicas que generan electricidad –de una manera, en principio, similar–, ya que la fotosíntesis produce un material que puede ser utilizado como combustible cuando sea necesario, no sólo cuando brilla el sol.

Hasta aquí todo parece ideal, pero hay un problema grave: la eficiencia de las plantas para transformar la energía solar en química, sobre todo glucosa, es muy baja; se calcula que sólo entre el 3 y el 6 por ciento de la energía solar se transforman en biomasa y el resto se pierde. Por eso, la clave de cualquier sistema de fotosíntesis artificial está en conseguir un catalizador del proceso que resulte más eficiente que la clorofila, es decir, que sea capaz de usar más fotones para producir combustibles como hidrógeno líquido o metanol. Superar a la naturaleza que llegó a este proceso luego de millones de años de prueba y error no es tarea fácil.

Catalizadores

Nuevos elementos son propuestos a diario como catalizadores. Los más promisorios hasta ahora son el manganeso (presente en la fotosíntesis natural), dióxido de titanio, óxido de cobalto e incluso, más recientemente, cápsulas de nanopartículas y espumas basadas en otras similares que usan algunas ranas para alimentar a su prole. La gran ventaja de la fotosíntesis artificial es que no debe gastar buena parte de la energía recibida en mantener funcionando a un organismo vivo. La fotosíntesis artificial también resulta particularmente atractiva porque no necesita competir con las tierras productivas, ya que le alcanzaría con poner el agua y el dióxido de carbono, además de la luz, a disposición del catalizador para que el proceso funcione, por ejemplo, en los escapes de un generador de combustible fósil.

Pero el desafío mayor, como en las otras energías verdes, es de costos: debe lograrse un sistema suficientemente barato como para competir con los combustibles fósiles, los cuales hicieron su proceso en forma natural durante millones de años (derrochados en buena medida por los seres humanos en un puñado de generaciones).

Las perspectivas más optimistas creen que serán necesarios diez años para llegar a un prototipo competitivo. En cualquier caso el éxito de las energías verdes es cuestión de tiempo, ya sea porque mejoren su eficiencia o porque el petróleo se agote y su precio suba indefectiblemente. Otro camino se abre entre las energías verdes que, tarde o temprano, serán la única opción existente.

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