Sábado, 3 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Pablo Capanna
El hecho ocurrió en París un día de julio del año 1623. Esa mañana, en las esquinas céntricas y en los portones de las iglesias aparecieron unos vistosos carteles. En ellos una misteriosa sociedad de sabios convocaba a quienes quisieran unírsele y hacía promesas que pronto los rumores se encargarían de exagerar. Ninguno de esos carteles se ha conservado, y quienes llegaron a verlos nos dejaron versiones distintas del texto. Lo esencial era este anuncio: “Nosotros, los delegados del Colegio Principal de los Hermanos de la Rosa-Cruz, estaremos presentes en esta ciudad, de manera visible e invisible (...) para salvar a los hombres del error y la mentira”. Por supuesto, la dirección que daban no existía y la firma eran apenas dos letras: “R. C.”. Pero en París había muchos que sabían que R. C. significaba “Christian Rosenkreuz” y conocía la fama que los Hermanos tenían en Alemania.
Mencionar esta historia siempre fue obligatorio para quien escribiera sobre Descartes y los rosacruces, pero varios siglos después seguía rodeada de misterio. Una de las evocaciones más recientes estaba en el best-seller El retorno de los brujos (1960) de Pauwels y Bergier, el libro que anticipó en veinte años todos los temas de la New Age.
Los testimonios del hecho que pudieron reunir los eruditos procedían de fuentes muy calificadas: una carta del pintor Rubens, varias referencias en las obras del matemático Mersenne y hasta en un cuaderno del filósofo inglés John Locke. Descartes llegó a decir que había tratado de ponerse en contacto con los rosacruces sin conseguirlo, pero podemos sospechar que lo había logrado. Hasta Cyrano de Bergerac imaginaba haberlos encontrado en la Luna, en uno de sus viajes interplanetarios.
Los rosacruces gozaban de fama en el mundo de habla alemana, aunque Locke dudaba que fueran otra cosa que una “sociedad imaginaria”. El misterio de que se rodeaban daba pie a una leyenda que les atribuía poderes extraordinarios: la capacidad de hacerse invisibles, hablar cualquier lengua, curar las enfermedades y poseer la receta para transmutar los metales en oro. Era todo lo que se les atribuía a los alquimistas.
El hecho es que los famosos carteles provocaron una ola de rumores entre los parisinos, y pusieron en circulación gran cantidad de panfletos. Unos pocos ridiculizaban a los autores de los carteles llamándolos “bufones”, pero muchos los denunciaban como una peligrosa secta. Fueran protestantes, ateos o iluminados, parecían tan temibles que las autoridades abrieron una investigación, para calmar los ánimos. Por las dudas, aprovecharon para meter presos a todos aquellos que no les gustaban, acusándolos de subvertir el orden.
En este clima, no podía faltar la versión según la cual tanto Descartes, que decía haberlos buscado en vano, como Mersenne, que los denunciaba, eran agentes de la sociedad secreta. Es algo que suele ocurrir con las conspiraciones, donde es inevitable que los denunciantes acaben por ser denunciados. En total, entre los años 1614 y 1625 se publicaron unos cuatrocientos escritos, que defendían o condenaban a los rosacruces.
Pasaron más de tres siglos sin que el misterio se disipara. El retorno de los brujos apeló por última vez al espectro de la sociedad secreta, para imaginar una conspiración de científicos rosacruces comprometidos con la paz mundial. Pero no habían pasado diez años cuando dos eruditos acabaron con la leyenda de los carteles de 1623. Por supuesto, sus papers no sólo se vendieron mucho menos que el libro de Pauwels; ni siquiera encontraron audiencia en el gremio de los historiadores. En 1971 el francés François Secret (¿qué mejor nombre para develar un secreto?) encontró un documento que contenía una prueba decisiva, y el español Carlos Gilly le sacó todo el jugo posible.
Gracias a ellos, nos enteramos de que los carteles habían sido una broma ideada por un estudiante de medicina llamado Etienne Chaume. Su intención había sido burlarse de alquimistas, cabalistas, seguidores de Lull y Paracelso; todos ellos abundaban en Francia y solían presentarse como seguidores de los rosacruces. Los carteles habían sido hechos a mano por Chaume y sus amigos, lo cual explica que no todos los textos fueran iguales y hasta que alguno se hubiera animado a escribirlos en latín. Por supuesto, cuando se desató la paranoia y los parisienses comenzaron a sospechar de cualquier vecino, Chaume hizo silencio y aprovechó para volver por un tiempo a su Viena natal, por lo menos hasta que pasara el alboroto.
Se cree que los rosacruces nacieron como una sociedad, por cierto no demasiado secreta, de alquimistas alemanes que soñaban con una reforma cultural con algunos componentes políticos. Si se mantenían en secreto era para no sucumbir a la censura, porque en su tiempo la intolerancia era considerada una virtud cívica. Algunos ubican su origen en el círculo de los “giordanisti” que se formaron en torno de Giordano Bruno cuando éste dictaba clases en Wittenberg. Frances Yates, que fue autoridad indiscutida en este tema, prefería atribuirles un origen inglés. Pensaba que habían nacido de una misión política que la corona británica le había encomendado a John Dee, para explorar la posibilidad de una alianza de potencias protestantes.
Dee era un personaje extraño, mago y matemático a la vez, a quien Shakespeare tomó de modelo para componer a Próspero, el mago de La tempestad. En ese tiempo, los límites entre ciencia y seudociencia no eran muy claros.
La misión política fracasó, pero Dee hizo sus contactos en la corte de Bohemia e instruyó a un grupo de estudiantes jóvenes que respondían al biblista Tobías Hess. Uno de ellos era Johann Valentin Andreae, un estudiante de teología que tenía veintiún años cuando escribió la Fama Fraternitatis, el manifiesto de los rosacruces. La rosa y la cruz estaban en el escudo de Lutero y en el de su propia familia, por lo cual algunos especulan que la Hermandad había sido pensada como una suerte de versión protestante de los jesuitas.
Los avatares de la política (el rey a quien Andreae había jurado lealtad fue depuesto por las tropas imperiales a comienzos de la Guerra de los Treinta Años) persuadieron a los rosacruces de que les convenía entrar en la clandestinidad. Se hicieron “invisibles”, optaron por no reconocer públicamente su pertenencia a la Hermandad y se conectaron formando células de seis miembros.
Mucho antes de los hechos de París ya había aparecido en Alemania un segundo documento (la Confessio Fraternitatis) que ampliaba la convocatoria. Andreae también escribió un tercero, Las bodas alquímicas de C. R., pero ésta era una novela en clave.
Los manifiestos, que circularon como manuscritos antes de ser editados en forma anónima, se presentaban como el legado de un imaginario sabio alemán, Christian Rosenkreuz, que había sido iniciado en Egipto en los secretos de la alquimia. Sus discípulos los ofrecían ahora a quienes quisieran seguirlos en su reforma del saber, y prometían la prosperidad general si se seguían sus recomendaciones.
Los textos hablaban de alquimia y milenarismo, legitimados por enfáticas confesiones de fe luterana. Se acercaba una nueva era en que la ciencia haría feliz a la humanidad, y había signos en los cielos que la anunciaban. La aparición de estrellas novas y supernovas, observadas por Tycho, Kepler y Galileo, parecía ser un signo divino. Sin embargo, Kepler, que tenía contacto directo con el grupo de Andreae, desconfiaba de ellos.
En los textos rosacruces se hablaba de un saber universal llamado Pansofía que iba a popularizar el educador Comenio, un discípulo de Andreae, y de Teosofía, siglos antes de Mme. Blavatsky.
Años más tarde, cuando Andreae ya era un respetable catedrático, escribió una utopía luterana llamada Cristianópolis (1619), donde Dios era “el Gran Arquitecto del Universo”, la fórmula que luego identificaría a los masones. Para ese tiempo admitió que él había escrito los tres manifiestos, les restó importancia y se disculpó diciendo que habían sido una broma de estudiantes.
Leibniz, que sería el co-creador del análisis matemático, también era rosacruz y presidía una sociedad de alquimistas. Newton practicaba la alquimia, y en uno de esos manuscritos que recién daría a conocer Lord Keynes reprodujo toda la historia de Christian Rosenkreuz, aunque no dejó de calificarla como “impostura”, lo cual, considerando el secretismo de la Hermandad, no era necesariamente peyorativo y hasta podía ser un guiño de complicidad.
Cuando los rosacruces desembarcaron (o volvieron) a Inglaterra no sólo transformaron los inocuos ritos de iniciación del gremio de constructores en lo que se llamaría masonería especulativa, sino que actuaron como catalizadores de la revolución científica. El químico Robert Boyle y el filósofo Henry More, ambos amigos de Newton, crearon en Oxford el “Colegio invisible”, una corporación de rosacrucianos de la cual también participaban el alquimista Robert Moray y el astrólogo Elias Ashmole.
Los “invisibles”, con Thomas Sprat a la cabeza, fundaron esa Royal Society que más tarde sería presidida por Newton. Para eso se inspiraron en el Colegio de Sabios que Francis Bacon había imaginado en su utopía La Nueva Atlántida (1620), una obra que la opinión pública atribuía a los rosacruces. Cuando aparecieron los famosos carteles de París, los invisibles estaban en Inglaterra y muy bien organizados por cierto.
Luego, la ciencia quedó atrás y los rosacruces pasaron a ser un grado en la jerarquía masónica, se dividieron y multiplicaron, como suele ocurrir en muchas instituciones.
En el siglo XIX se volvió a hablar de ellos gracias a la novela Zanoni, (1842) de Sir Edward Bulwer Lytton. El autor era un ocultista que echó a rodar algunos otros mitos esotéricos como el vril y la Tierra hueca. También era autor de grandes best-sellers, y las malas lenguas lo recuerdan por esa frase (“era una noche oscura y tormentosa”) que solía citar el perrito Snoopy. Lytton aportó su granito de mármol al remontar el origen de los rosacruces hasta la antigua Mesopotamia. Era muy respetado por Mme. Blavatsky, quien lo citaba como autoridad, por Wagner (que hizo una ópera sobre un libro suyo) y se sospecha que hasta por Nietzsche.
Entre los últimos que usaron el nombre de los rosacruces hay una institución con sede en California que hasta hace unos años dictaba cursos a distancia.
A pesar de que todo nació de una broma francesa, basada en una mentira alemana, se diría que tuvo efectos muy positivos para vincular a los hombres de ciencia, lo cual no es poco. Quizás haya que admitir que la mentira no tiene las patas tan cortas como se suele creer, porque después de que Gilly y Secret esclarecieron los orígenes de la leyenda, pasaron más de treinta años antes de que la comunidad de los historiadores de la ciencia lo registrara. Durante varias décadas se siguió hablando de un misterio que no existía, por una sencilla razón. El paper donde se daba a conocer el descubrimiento había aparecido en una revista de estudios sobre el Renacimiento, pero los hechos pertenecían cronológicamente al Barroco. Es cierto que los límites entre Renacimiento y Barroco son un tanto difusos, y que los siglos no empiezan un 1º de enero para terminar un 31 de diciembre, pero los especialistas del Barroco tenían que leer tantos papers para mantenerse informados que ni se les ocurría mirar la revista del Renacimiento, y por supuesto los expertos del Renacimiento no se interesaban en esas cosas.
La especialización ha sido clave para el progreso científico, pero a veces puede producir efectos indeseados.
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