› Por Marcelo RodrIguez
En la ciudad de Porto Alegre aún se yergue el aplomado edificio de un templo del Culto de la Humanidad, la iglesia laica fundada en 1847 en Francia con el objetivo de construir lo que el cristianismo no había logrado: un credo universal, capaz de brindar a todos los seres humanos la posibilidad de convivir con “el amor por principio, el orden por base, el progreso por fin”, regidos por el “buen sentido universal” y la metodología de la Ciencia. El autor de la liturgia de este culto no era otro que Auguste François Xavier Comte (1798-1857), el mismo que sentó las bases del positivismo, doctrina influyente si las hubo en la edad contemporánea, y quizás el sustento filosófico mismo de la era tecnológica.
La leyenda Ordem e Progresso –lema de cabecera de Comte– inscripta en el globo celeste que ondea en la verdeamarelha bandera de una de las naciones más grandes del Nuevo Mundo, da cuenta de lo significativas que fueron las ideas del positivismo para las elites políticas del mundo decimonónico, que acababa de descubrir en el poder de la ciencia y la tecnología una inesperada clave para forjar nacionalidades pujantes. Es la línea en la que se inscribió (un poco más al sur) el docente y estadista Domingo Faustino Sarmiento.
Obstinado en descifrar y sistematizar las claves del raciocinio y del “buen sentido” –únicas herramientas con las que la intelligentzia europea sería capaz, según su criterio, de conducir a la Humanidad a través de ese nuevo y necesario camino de “orden y progreso”–, Auguste Comte acabó por convertirse en pionero de la filosofía de la ciencia casi por accidente, como si fuese un efecto colateral de su pensamiento sobre la sociedad.
Contemporáneo, entre otros grandes transformadores, de Charles Darwin y de Karl Marx, Auguste Comte se inició como secretario privado del Conde de Saint Simon, gran referente del socialismo utópico en Francia, pero terminó distanciándose de él por diferencias supuestamente irreconciliables. La vida no fue para él un lecho de rosas: rechazado por la academia, vivió de dar clases particulares, sufrió en carne propia las penurias de más de una internación psiquiátrica, se casó con una prostituta que tenía la costumbre de abandonarlo cada tanto y se han atribuido sus tardías inclinaciones místicas al dolor que le produjo la pérdida de su amada Clotilde de Vaux sin que pudiera consumar su amor. Marcó su vida la vulnerabilidad ante el desorden, la angustia y la crueldad en que había caído la sociedad francesa en medio de nuevos e interminables conflictos sociales y lo obsesionaba la falta de una ideología política capaz de normalizar a una sociedad desorientada por la caída del viejo orden monárquico y teocrático. Los valores que por siglos habían mantenido al hombre con una cierta ilusión de seguridad se habían derrumbado; pero esa nueva sociedad regida por los valores de la Razón y el Progreso que habían prometido los intelectuales del Iluminismo para cuando cayera el régimen absolutista se demoraba demasiado. Empezaba a parecer que todo podía no ser más que un fraude, un mal sueño.
Así, se convenció de que hacía falta una filosofía verdaderamente nueva, capaz de unificar la subjetividad diezmada por cinco siglos de transformaciones sociales y de acompañar la evolución de la inteligencia humana. O al menos en lo que él consideraba “los pueblos más adelantados” es decir, naturalmente, los de Europa.
“La revolución fundamental que caracteriza a la virilidad de nuestra inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo a la inaccesible determinación de las causas propiamente dichas, por la mera investigación de las leyes, es decir, de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados.” Cuando Comte publicó su Discurso sobre el espíritu positivo, en 1844, pocos años antes de que Darwin diera a conocer la teoría de la evolución por selección natural, era claro que la idea de evolución estaba muy arraigada en el pensamiento de las clases cultas europeas y americanas, y el Progreso –con mayúsculas– era su anhelo universal concomitante.
El espíritu conservador de entonces seguía viendo toda alteración del orden como un signo de decadencia; Comte pensaba que el futuro podía ser mejor, pero sólo a condición de que hubiera ciertos cambios. También pensaba que la inteligencia –que por entonces era considerada un atributo sólo humano– estaba sujeta a una “gran ley” que guiaba su evolución hacia estados gradual y cualitativamente superiores. Así, “la infancia de la inteligencia” o fase teológica se había caracterizado por su propensión a “las cuestiones más insolubles” y a los temas “más inaccesibles a toda investigación decisiva”. Como resabio de aquella infancia quedaba una humanidad compuesta “más de muertos que de vivos” en la que los cuerpos vivientes cohabitaban con fantasmas del pasado y con otros que habían aparecido cuando el hombre primitivo le confirió a cada objeto inanimado un “espíritu” propio.
Como muchos intelectuales europeos de entonces, Comte consideraba que ciertos pueblos –y entre ellos, no casualmente, los pobladores originarios de las colonias de ultramar– aún se encontraban en las instancias más primitivas de esa fase teológica, previas incluso al politeísmo y a las religiones monoteístas. El monoteísmo –creía– era la instancia final de esta fase de la inteligencia, porque había permitido a los hombres hacerse a la idea de la existencia de un principio ordenador universal y de otra manera no habría sido posible arribar al concepto de Razón.
Y la Razón abría la segunda fase evolutiva de la inteligencia humana: la metafísica o crítica, sintetizada en esa suerte de santísima trinidad griega clásica que conformaron Sócrates, Platón y Aristóteles. La metafísica hallaba continuidad en el poder especulativo de la Razón, en el cuestionamiento del orden establecido por la alianza entre el poder monárquico y el eclesiástico, y en el desconocimiento de todo poder sobrenatural, ya que, aunque fuera difícil tolerar la idea, nada podía existir por encima de las leyes de la naturaleza.
La metafísica, afirmaba Comte, había sido vital para poner en entredicho la concepción teológica sobre el mundo y rellenar provisoriamente los espacios que Dios había dejado vacantes en la mente de los sabios, pero el momento histórico la enfrentaba a sus propias limitaciones: no podía desentrañar los vericuetos de la Razón, porque era en sí misma una forma de inteligencia inferior a la Razón.
La fe religiosa y la racionalidad científica son, para el positivismo comteano, la infancia y la virilidad de la inteligencia, respectivamente. “Virilidad”: es ésa la palabra que usa en lugar de adultez, y a casi nadie debió de extrañarle en esa época en que las mujeres prácticamente no tenían acceso al saber académico. La inteligencia crítica es una instancia intermedia entre la niñez y la virilidad, pero Comte no disponía por entonces, para designar a esa instancia tan problemática y difícil de encasillar, del concepto de adolescencia como lo conocemos hoy.
Allí, en la adolescencia del pensamiento, “ya no es entonces la pura imaginación la que domina, y todavía no es la verdadera observación”. El pensamiento metafísico “no es susceptible más que de una mera actividad crítica o disolvente, incluso mental [...], sin poder organizar nunca nada que le sea propio”.
Esa filosofía “negativa” acaba siendo “una especie de enfermedad crónica inherente por naturaleza a nuestra evolución mental”, una actitud contraria a todo lo establecido la que el sabio positivista veía como el mayor obstáculo para la sociabilidad humana. Un obstáculo incluso más poderoso que cualquier religión.
Tan inconsistente en sí misma era la inteligencia “meramente crítica” que el pensamiento teológico la había absorbido a través de movidas clave como la obra de Santo Tomás de Aquino, muy resistido en su momento, pero a quien la Iglesia Católica en definitiva le debe el haberse apropiado del legado de Aristóteles. El poder divino se había aggiornado y los clérigos habían debido admitir que “el Motor que Todo lo mueve sin ser movido” no era en realidad todopoderoso, o al menos no era caprichoso, sino que estaba sujeto, en última instancia, a las leyes invariables que regían la naturaleza, la antigua Physis de los griegos.
La idea de Dios era suficientemente poderosa como para mantener cohesionada la ideología y la política europeas de entonces, pero para tener buenos resultados en la vida cotidiana era necesaria –y todo el mundo lo sabía, aunque no tuviese un lugar específico en la cosmogonía eclesiástica– una forma diferente de pensar, más amiga de las cuestiones prácticas, más parecida al saber que precisaban los comerciantes para lograr prosperidad.
Comte entendió que esta inteligencia práctica debía tener necesariamente un origen común con el de la lógica matemática, y lo llamó “buen sentido universal”. La filosofía positiva debía ser la encargada, según su creador lo sostenía, de sistematizar el buen sentido universal.
Montesquieu, Rousseau y el resto de los iluministas habían postulado el carácter esencialmente “bueno” del ser humano, que se “pervierte” al ingresar en el juego preestablecido de un orden social. Especulaciones metafísicas incomprobables, para Comte: las buenas intenciones de aquellos pioneros, bellamente enunciadas, en la práctica no habían sino degenerado en anarquía, guerras y nuevas atrocidades e injusticias.
La consecuencia de la supuesta “era de la Razón” era que todos pretendían tener razón, por más lejos que estuviesen de ella. La única manera de que el mundo no se convirtiese en un crisol de voluntades crueles y caprichosas convencidas de ser poseedoras de la verdad aniquilándose entre sí, era dejar del lado del arte a las preguntas sin respuesta, y construir un nuevo orden social restringiendo el poder de la especulación a la reflexión sobre los hechos reales y comprobados.
De esa manera, la Razón, cuyas límpidas reglas la tornaban supuestamente invulnerable al principio de autoridad que tan caro era al espíritu religioso, permitiría la construcción de un orden social equitativo, que le permitiera a la sociedad progresar en paz. Era, ni más ni menos, el ideal del Cristianismo original, que había surgido diferenciándose radicalmente de las demás religiones por proponer que todos, sin distinción de ningún tipo, podían alcanzar la salvación si se lo proponían: “Sólo la filosofía positiva puede lograr gradualmente aquel noble proyecto de asociación universal que el cristianismo había bosquejado prematuramente en la Edad Media, pero que era, en el fondo, necesariamente incompatible, como se ha demostrado plenamente, con la índole teológica de su filosofía, que establecía una coherencia lógica demasiado débil para proporcionar una eficacia social semejante”, escribió Auguste Comte en su Discurso.... Por otra parte, a pesar de que procuraba el orden, “la escuela teológica se ha mostrado, en nuestros días, radicalmente impotente para impedir el despliegue de las opiniones subversivas”, las cuales, para colmo, parecían prosperar tanto más cuanto más se empeñaban los poderes políticos por restaurar el decadente orden absolutista de raíz teocrática, decía.
Tal situación “no admitirá más que instituciones provisionales, mientras que una verdadera filosofía general no haya unido suficientemente las inteligencias”. Comte, cuyo pensamiento no daba lugar a una concepción democrática de la sociedad, murió prácticamente en la miseria, en 1857.
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