LIBROS Y PUBLICACIONES: ADELANTO
En adelanto especial para Futuro, aquí va un fragmento del segundo capítulo (“Atmósfera, sin ti me falta el aire”) del libro de Diego Manuel Ruiz, un nuevo volumen de la colección Ciencia que ladra.
A fines del siglo XIX, Léon-Philippe Teisserenc de Bort –que, por si al lector le quedaba alguna duda, en efecto, era francés– realizó una serie de ascensos experimentales en globo. Esperaba confirmar un hecho que, en principio, no parecía demasiado lógico: que la cercanía con el Sol no implica un aumento de la temperatura sino, más bien, todo lo contrario. Desde los primeros viajes en globo, unos cien años antes, se venía registrando que, cuanto mayor era la altura, más frío hacía.
La experiencia de De Bort, realizada con los mejores instrumentos de medición de la época, lo confirmó: la temperatura descendía 6 grados centígrados por cada kilómetro que se subía. Pero también observó que, a una altura cercana a los 10 kilómetros, la temperatura dejaba de bajar. De golpe, se estabilizaba a 57 grados bajo cero y después... ¡comenzaba a aumentar! Otro hecho igual de interesante es que, a partir de esa altura, el aire permanece estático, es decir, que prácticamente no se perciben vientos ni corrientes de aire.
Tras repetir la experiencia en distintos lugares del mundo, De Bort estableció un límite para la atmósfera y la dividió en dos capas: debido a la quietud del aire, llamó estratosfera a la capa superior (que comienza a unos 10 kilómetros de altura) y troposfera (que significa “esfera de movimiento”) a la inferior.
Como los avances en la ciencia de la meteorología y de la aeronáutica siguieron arrojando sorpresas, en la actualidad ya no se divide la atmósfera en una o dos “esferas de aire” (eso quiere decir la palabra “atmósfera”), sino en cinco, cada una de las cuales posee características distintivas.
La troposfera es la parte de la atmósfera que está en contacto con el suelo. Es la más movediza y experimenta cambios constantes que, finalmente, son los que determinan el tiempo en cada lugar y en cada momento. Vientos, nubes, tornados, tormentas y muchos otros fenómenos meteorológicos dependen casi exclusivamente de esa capa. Y por cierto es la capa que mejor conocemos, seamos científicos o no, por el simple hecho de vivir en ella.
La troposfera se extiende hasta una altura de entre 10 y 12 kilómetros, salvo en el Ecuador, donde llega a los 17. Pese a que es sólo una de las cinco capas de la atmósfera, gracias a la fuerza de gravedad contiene el 80 por ciento de su materia (sí, la fuerza de gravedad también actúa sobre los gases).
En ella encontramos el aire que respiramos, compuesto por 78,03 por ciento de nitrógeno, 20,99 por ciento de oxígeno, 0,94 por ciento de argón, 0,03 por ciento de dióxido de carbono, 0,00123 por ciento de neón, 0,01 por ciento de hidrógeno, 0,0004 por ciento de helio, 0,00005 por ciento de kriptón, 0,000006 por ciento de xenón, 0,00001 por ciento de monóxido de carbono, 0,0002 por ciento de metano, 0,00005 por ciento de óxido nitroso, 0,000002 por ciento de dióxido de nitrógeno y 0,000001 por ciento de yodo. A esto deben sumarse las partículas de polvo, el ozono y el vapor de agua, presentes en cantidades variables en las diferentes capas. Por ejemplo, el ozono predomina en la estratosfera (con un contundente 0,000007 por ciento), mientras que el agua puede variar entre el 1 y el 4 por ciento en la troposfera y bajar a cerca de 0,40 por ciento en las capas más elevadas. Ciertas áreas presentan, además, otros componentes cuyo origen no es natural y que suelen considerarse contaminantes atmosféricos, de los que hablaremos en otro capítulo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los aviones bombarderos que lograban elevarse casi hasta los límites de la troposfera descubrieron que allí había vientos fuertes y constantes con una velocidad promedio de 300 kilómetros por hora, aunque en ocasiones pueden llegar a duplicar esos valores. Esas corrientes de aire, denominadas corrientes en chorro o jet streams, se ubican entre los 9 kilómetros de altitud y el límite con la estratosfera, y poseen miles de kilómetros de extensión (imagen 1). Algunas aeronaves suelen aprovecharlas para desplazarse a lo largo del planeta reduciendo su consumo de energía. Estas corrientes existen en el Hemisferio Norte, en la latitud promedio de los Estados Unidos y el norte de China, y en el Hemisferio Sur, en la de Argentina y Nueva Zelanda. Dado que suelen ejercer influencia sobre las masas de aire inferiores, resultan de gran importancia para la predicción meteorológica, ya que estas corrientes participan en la formación de las superceldas, que son los sistemas tormentosos que generan tornados. Un ejemplo típico de su incidencia es el tan mentado viento norte, que afecta algunos países del sur de Sudamérica, como Paraguay, Uruguay y la Argentina.
Al llegar al final de la troposfera, los vientos desaparecen de manera abrupta y la temperatura permanece constante a 57 grados centígrados bajo cero, lo que marca un límite con la capa siguiente, denominada tropopausa. Su efecto sobre el aire que se encuentra debajo afecta las nubes de tormenta altas, que suelen achatarse en su cúspide y adoptan una forma de yunque al entrar en contacto con la frontera entre capas.
La capa que sigue a la troposfera es la estratosfera, que contiene cerca del 19 por ciento del aire total del planeta. Allí se percibe una calma tal que sorprendería a los que vivimos en la superficie. Otra particularidad de esta capa es que, a diferencia de lo que ocurre en la troposfera, allí la temperatura del aire comienza a aumentar paulatinamente a medida que se asciende.
Entre los 15 y los 40 kilómetros de altitud aparece en el aire un componente poco habitual en el resto de la atmósfera, el ozono. Como mencionamos más arriba, la famosa capa de ozono estratosférico que nos protege de la luz ultravioleta del Sol es de sólo 0,000007 por ciento en el aire. Ese porcentaje ínfimo alcanza para evitar que casi el 99 por ciento de la radiación más dañina del Sol llegue a la superficie. Otra curiosidad del ozono es que se trata de un gas muy reactivo y bastante tóxico para los seres vivos, por lo que debemos estar agradecidos de que se encuentre a más de 15 kilómetros de altura: si estuviera al nivel de la superficie, la vida tal como la conocemos no existiría.
En realidad, es probable que quien espere encontrar literalmente una capa en la estratosfera se sienta bastante defraudado; se trata de hecho de una franja que abarca unos 25 kilómetros de espesor, que contiene un gas que, si bien en estado puro tiene un tono azulado, al estar tan diluido en el resto de los gases del aire pasa bastante inadvertido.
Como señalamos en el capítulo anterior, el ozono tiene su origen en el propio oxígeno del aire. Químicamente, el oxígeno que respiramos consiste en moléculas formadas por dos átomos de oxígeno unidos mediante electrones compartidos entre sí con una determinada energía. Cuando la luz ultravioleta incide en la estratosfera, les aporta a las moléculas de oxígeno la energía suficiente como para romper la unión y liberar dos átomos de oxígeno. Este tipo de átomos es muy reactivo: en buen criollo, reacciona con lo que tiene más a mano (si se me permite la licencia poética de atribuir a un simple átomo extremidades con dedos), que suele ser alguna molécula de oxígeno vecina a la que se acopla para formar una molécula diferente, cuyos tres átomos de oxígeno conforman los vértices del triangulito molecular que es la molécula de ozono.
Ese mismo mecanismo, tomado a la inversa, explica por qué el ozono absorbe luz ultravioleta: las moléculas de ozono toman esa radiación para volver a separarse en una molécula de oxígeno y un átomo de oxígeno libre, que formará una nueva molécula de ozono, mientras que la energía residual de la transformación se libera en forma de calor (que es la causa principal del aumento de la temperatura en la estratosfera). Como ya vimos, la radiación ultravioleta es la luz con mayor energía que nuestro planeta recibe del Sol, pero, para estudiarla, se la suele dividir en tres tipos de diferente magnitud energética: la radiación UV-A (la menos dañina de todas), la radiación UV-B y la radiación UV-C (la más perjudicial y de mayor energía). La unión entre los átomos de las moléculas de ozono genera una energía similar a la de la radiación UV-C y una parte importante de la radiación UV-B. Esas formas de radiación no llegan a la superficie porque las moléculas de ozono las aprovechan para romperse, y es por eso que la capa de ozono nos protege de gran parte de la radiación UV.
La absorción de radiación también provoca que, en la estratosfera, la temperatura del aire aumente de manera paulatina, hasta aproximarse a unos 4 grados centígrados bajo cero a 50 kilómetros de altura, donde la temperatura vuelve a estabilizarse y marca un nuevo límite, la estratopausa.
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