Sábado, 15 de diciembre de 2012 | Hoy
DESCARTES Y EL MATERIALISMO BIOLOGICO
¿Cómo es eso de ser una máquina con un alma inmortal? El espíritu de la era tecnológica y el idealismo de una visión religiosa no son del todo incompatibles: coincidieron hace cuatro siglos en un mismo precursor: Descartes (1596-1650).
Por Marcelo Rodriguez
Atribuirle a Descartes la proeza de haber sido el primero en intuir que el organismo puede funcionar como una máquina (el organismo humano, que es el que en este caso nos importa) tal vez no sea guardar fidelidad estricta con los hechos, pero la verdad es que el autor de la frase más famosa de la historia de la Filosofía –“Pienso, luego existo”, de popularidad sólo comparable a la socrática “Sólo sé que no sé nada”– hizo suficientes méritos para ocupar ese lugar, aunque sea en el bronce.
Con su idea del sistema nervioso como una fina red de tuberías transparentes por donde fluía el “aliento vital” –el spiritus animalis, según lo había postulado Galeno en el siglo II–, Renatus Cartesius, o René Descartes, como lo llamaban en su lengua materna, dejó una huella muy profunda en Occidente. Tanto que hoy a nadie le extraña que discursos tan dispares (médico, publicitario, biológico, sociológico, informático, empresarial) equiparen cuerpo y máquina, cerebro y computadora, e inviertan constantemente los términos poniendo a aquellos como modelos de éstos y viceversa.
Hay que decir que, pese a que se la pueda considerar como el punto de partida de un gran reduccionismo mecanicista con consecuencias incalculables y duraderas, la intuición cartesiana sobre el cuerpo, expresada en su Tratado del Hombre, publicado en París en 1662, rebosaba poesía e inventiva: el aliento vital podía fluir por nuestros nervios en forma caótica y ruidosa, cuando el ánimo está alterado, siendo ésta la causa del desorden en los movimientos, en las pasiones y en las ideas. Y cuando esos “vientos interiores” se conminaban para fluir más coordinadamente, armonizando unos con otros en su tono y adquiriendo la organización propia de un lenguaje sonoro y nítido, se daban el milagro del pensamiento, de las buenas acciones, de la gracia y del talento. El cuerpo para Descartes era máquina, pero también era música.
Por “cartesiana” se entiende la visión racionalista del mundo, aunque su mentor no fue tan fundamentalista de la racionalidad como la posteridad lo pintó. También se llaman cartesianos los gráficos de coordenadas con sus ejes X e Y, y es porque fue el propio Descartes (matemático también) el que inventó esa forma de representar geométricamente las funciones aritméticas.
Intriga a ojos de hoy saber cómo se las arregló para hacer compatibles su materialismo radical y riguroso y su subversivo espíritu científico con su inconmovible fe católica. Una tarde de noviembre de 1619, a los 23 años, Descartes manifestó haber recibido la “iluminación” creadora que le reveló su misión como filósofo; sin embargo marcó diferencia con la mayoría de los demás filósofos, cuando decidió dedicarse a desterrar para siempre todo saber esotérico, toda alquimia y todo misticismo del campo del conocimiento verdadero mediante un Método.
Después de graduarse como abogado en Poitiers, el joven René, católico devoto, se marchó a Holanda para enrolarse en el ejército de Mauricio de Nassau; allí conoció a Isaac Beckman, quien lo inició en las pasiones que hicieron tambalear sus cimientos: la física, las matemáticas y la geometría.
Todo conocimiento se podía y se debía contrastar en la práctica, pero Descartes estaba convencido de que no era ése su trabajo: si su Método para pensar llegaba a ser correcto y universal, debía dar la seguridad intrínseca (lógicamente deducible) de que la realidad concordaría con la teoría. Incluso, le interesaba más la intuición, una percepción inmediata y absolutamente evidente de una verdad simple e indudable.
Pero cuando se lanzó a buscar tales verdades encontró que ninguna afirmación era lo suficientemente indudable y autoevidente como para calificar en ese rango de “intuición primaria”. Ni siquiera la propia existencia: nadie puede decir “yo existo” y estar seguro de que eso es verdad, porque todo podría no ser más que una ilusión.
La noche lo sorprendió sentado junto al fuego, buscando una afirmación verdaderamente indudable en la cual basar todas las demás. Y se encontró con que lo único realmente indudable era que él estaba pensando. Ni siquiera podía asegurar que existiese, pero sí que estaba pensando, y se bastaba a sí mismo para saberlo. Y ahí escribió su más famosa frase, reivindicación de la experiencia del ser por sobre cualquier otra forma de conocimiento instituido. A partir de esa afirmación, por mera deducción lógico-matemática, surgía el resto: una visión el mundo.
En Cogito, ergo sum resuena además la premisa bíblica (citada en el Evangelio de San Juan) de que “en el principio fue el Verbo, y el Verbo se hizo carne”, y una toma de posición por la filosofía idealista, de modo que los materialistas le endilgarán a Descartes el haber puesto el carro del espíritu por delante del caballo que suda. Su concepción religiosa del mundo, dirán, traicionó a la rigurosidad de su espíritu científico.
Y eso hace más asombroso su Tratado del Hombre, publicado póstumamente en París en 1662. Allí dibujó ojos con sus manojos de conexiones al cerebro, cortes longitudinales del encéfalo mostrando su interior, manos evocando una trayectoria, corazones y pulmones conectados por un circuito de tuberías... Su concepción del cuerpo humano como un sistema mecánico de manejo de fluidos con sus válvulas y esclusas daba cuenta de un materialismo llevado hasta las últimas consecuencias. Y las ideas, siguiendo el modelo de otra tecnología muy en boga en su época, eran “impresas” en el “órgano del sentido común” –en el cerebro– mientras el corazón era una caldera en permanente combustión.
Descartes, que vivió la mayor parte de su vida en Holanda y Suecia –de hecho murió en Estocolmo, en 1650– concibió al cuerpo humano como un autómata cuyo funcionamiento está regido enteramente por las leyes de la naturaleza: “Supongo –escribió– que el cuerpo no es más que una estatua o una máquina, formada expresamente por Dios para hacerla lo más semejante posible a nosotros”. En ese “nosotros”, desde luego, identificaba al alma, esencialmente diferente del cuerpo y alojada en la glándula pineal, en el interior del encéfalo. En el Tratado del Hombre y en el Discurso del Método, su obra más famosa (1637), prometió ocuparse de congeniar esa idea del alma con su concepción mecanicista del cuerpo, pero nunca cumplió. Algunos historiadores llegaron a sostener que sí lo hizo, pero en una supuesta segunda parte del Tratado del Hombre que jamás fue publicada y finalmente se perdió. Pocos lo creen posible.
Descartes tuvo la deferencia de advertir que sus trabajos eran “sólo suposiciones”, y que no debían ser tomados como verdad. Pero puede haber sido sólo un gesto de corrección política para que la Inquisición no se pusiese pesada con él como lo había hecho con Giordano Bruno y como lo estaba haciendo con su contemporáneo Galileo.
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