Sábado, 5 de enero de 2013 | Hoy
VIDA Y OBRA DE FRANCIS BACON
Por Pablo Capanna
Podría empezar con la frase “Una tarde de invierno, un viajero...”, pero lamentablemente ése es un título registrado a nombre de Italo Calvino. Tampoco es aconsejable usar “Era una noche oscura y tormentosa...” porque esa cursilería de Bulwer Lytton la sabía hasta el perrito Snoopy. En consecuencia, voy a atenerme a los fríos y crudos hechos.
Caía la tarde de un frío y ventoso día de invierno en 1626 cuando un viajero que iba de Londres a St. Albans hizo detener su carruaje, pidió que le consiguieran un pollo eviscerado y estuvo un rato largo rellenándolo con nieve, a la cual comprimió cuidadosamente. Se había propuesto averiguar cuánto tiempo podían conservarse los alimentos con el frío, y eso lo obligó a estar a la intemperie más tiempo de lo debido. Algunos dicen que inventó la heladera, pero el hecho es que se pescó un enfriamiento. El viajero optó por no seguir viaje y alojarse en la mansión que un amigo tenía en Highgate, pero le dieron un cuarto tan frío y húmedo que contrajo una neumonía y murió en menos de una semana.
Uno de sus remotos descendientes, que tenía el mismo nombre, fue un célebre pintor del siglo veinte. Curiosamente se especializó en pintar cortes de carne cruda y presumiblemente congelada, quizá para honrar la tradición familiar.
El hombre que se había inmolado en aras del freezer era Francis Bacon. Una persistente tradición que carga con una buena dosis de chauvinismo británico lo ha ensalzado como el padre de la ciencia experimental. Pero lo cierto es que, sin menoscabar sus aportes a la epistemología, la historia que acabo de contar es la del único experimento que nos consta que haya hecho.
El papel que jugó Bacon en su doble rol de político y filósofo al inspirar la fundación de la Real Sociedad para el Avance de las Ciencias le dio un prestigio que duró varios siglos. La fama de Newton, que sería el duodécimo presidente de la Royal Society, contribuyó a entronizar a Bacon como padre de la ciencia, por lo menos entre los historiadores británicos. Sir Francis hasta pudo beneficiarse con la fama de Roger, ese otro Bacon que había sido una figura destacada de la ciencia medieval.
Un efecto secundario de ese prestigio fue esa teoría que nunca acabó de convencer a los críticos, según la cual Bacon era el autor de las obras de Shakespeare. No era el único a quien se las atribuían, pero en su caso se decía que no se había dado a conocer para no poner en riesgo su prestigio político. Cualquiera que haga la experiencia de comparar las obras de ambos podrá constatar que la pomposa retórica de Bacon no tiene nada que ver con el brillante estilo shakespeareano.
Por su parte Voltaire, que era newtoniano pero francés, sentenció que en la edificación de la ciencia moderna el papel de Bacon había sido apenas el de un andamio.
Herschel, el astrónomo descubridor del planeta Urano, proclamó que Bacon era “el hombre que destronó a Aristóteles”. Hace unas pocas décadas, el divulgador Adrian Berry todavía aseguraba que Bacon era el padre de la ciencia moderna y que su herencia iba a sobrevivir a todas las ideologías del siglo XX. En efecto, algunas ideologías caducaron, algunas mutaron y otras se empobrecieron, pero también cambió nuestra visión de la historia de la ciencia. Hoy existe consenso en considerar que el padre del método científico moderno, o por lo menos del método que triunfó en las ciencias físicas (como no dejaba de aclarar Stephen Jay Gould, que era paleontólogo) fue Galileo Galilei.
Hace casi un siglo el gran historiador de la ciencia Jan Dijksterhuis redimensionó la figura de Bacon e hizo que lo viéramos más como un promotor que como un teórico. Con ironía lo comparó con Tirteo, el poeta espartano que exhortaba a las tropas a la lucha sin haber participado nunca en un combate. Algo tan conocido como aquel “¡Tomemos las armas, y vayan a pelear!” que tantas veces se ha escuchado, antes y después de Tirteo.
Otro historiador, Hugh Kearney, llega a calificar a Bacon de neoaristotélico. Le reconoce el mérito de haber rescatado, más allá de las polémicas, al espíritu del Aristóteles histórico, purgándolo de las deformaciones que había sufrido.
Crecido en una familia de cultos funcionarios de la Corte, Bacon aún estaba estudiando abogacía cuando un embajador se lo llevó a Francia para que fuera su secretario. No tenía veinte años cuando perdió este empleo. Tuvo que regresar a Inglaterra y llegó para asistir a la muerte de su padre. La magra herencia que recibió no le hubiera alcanzado siquiera para completar los estudios, cuando un golpe de suerte lo introdujo en la política, nada menos que como asesor de la reina Isabel I. Hizo una brillante carrera en la Corte y fue escalando posiciones al servicio del rey James I. De tal modo, en pocos años fue procurador, fiscal, guardasellos y por último canciller.
Su actuación política estuvo bastante lejos de ser ejemplar, pero durante esos años gozó del poder y supo aprovechar sus ventajas para cultivar su vocación filosófica. Al servicio del rey, Bacon llevó al patíbulo a su propio benefactor, el conde de Essex, intervino en la injusta condena de Sir Walter Raleigh y presenció sesiones de tortura. Algunos piensan que esos hábitos inquisitoriales inspiraron su metodología, que parece pensada para “hacer hablar” a la naturaleza.
Con todo, él también cayó en desgracia y poco después de haber sido proclamado barón de Verulam y vizconde de St. Albans lo acusaron de recibir cuantiosas coimas. Admitió el cohecho ante el Parlamento, pagó la multa, fue inhabilitado para los cargos públicos y hasta tuvo que pasar una semana en una celda de la Torre de Londres. Con toda su erudición, no había logrado justificar la fortuna que había acumulado en su paso por el gobierno, y eso era algo que entonces se acostumbraba castigar.
Bacon fue uno de los tantos que se sublevaron contra la escolástica decadente. Como Descartes, su mayor preocupación fue encontrar un método eficaz para la ciencia. Según rezaba uno de sus aforismos, el método lo es todo, porque el cojo que anda bien encaminado puede ganarle al atleta, si éste corre sin rumbo. Fue un defensor de la observación y de la inducción, algo que en su tiempo era necesario destacar, y también uno de los primeros en darse cuenta de que “a la Naturaleza se la vence sólo conociendo sus leyes”. Su crítica de los “ídolos” (los prejuicios, las trampas del lenguaje, los lugares comunes, las apreciaciones subjetivas) nunca perdió validez. Pero sus métodos estaban más cerca de la alquimia que de la ciencia moderna.
Los libros de lógica deductiva de Aristóteles eran conocidos como Organon, de manera que Bacon se propuso escribir un Nuevo Organon que fuera inductivo. Pensaba que era posible descubrir las leyes naturales anotando las circunstancias en que un determinado fenómeno se presentaba, aquellas en las que no lo hacía y esas donde lo hacía parcialmente. Estas tablas de Presencia, Ausencia y Grados eran una suerte de contabilidad que no llegaba muy lejos. El fenómeno del calor, por ejemplo, estaba presente en 27 casos, ausente en 32 y presentaba 41 variaciones. Con ese criterio se ponía en el mismo grupo a las fermentaciones, la fiebre, el vulcanismo y las combustiones, lo cual hacía muy difícil sacar conclusiones.
Bacon era contemporáneo de Galileo, Kepler y Descartes, y sabía de la obra de Copérnico. Pese a eso aseguraba que la hipótesis atómica era “absolutamente falsa” y que el telescopio y el microscopio no eran confiables. Por alguna rencilla personal ignoraba a Gilbert, que había estudiado el magnetismo con metodología baconiana y juzgaba que los fenómenos electromagnéticos eran una fantasía. Confiaba en la astrología, recopilaba recetas alquímicas para hacer oro y después de Galileo seguía dudando si aun en el vacío los cuerpos pesados no caerían más rápido que los livianos.
Se diría de Bacon que fue el primer funcionario con poder que comprendió que la ciencia y la técnica también podían ser fuerzas políticas. Ya que no fue el padre de la ciencia sino apenas el padrino, quizás no sea descabellado verlo como el abuelo de la revolución industrial.
Fue él quien preparó el terreno para que en 1660 el rey Carlos II pensara en favorecer al “colegio invisible” de Boyle auspiciando la fundación de la Sociedad Real y dotándola de un modesto presupuesto que sería suficiente para garantizarle un futuro. En la oda que se escribió para conmemorar la fundación de la Sociedad, se ensalzaba a Bacon como el hombre a quien “un sabio Rey y la sabia Naturaleza eligieron como Lord Canciller de sus respectivas leyes”.
Es muy probable que Bacon estuviese en contacto con los Rosacruces alemanes, que acababan de desembarcar en Inglaterra y daban forma al colegio invisible de Boyle y Newton. De hecho, la utopía que escribió Bacon fue leída en su momento como una exposición del programa de los Rosacruces.
La Nueva Atlántida (1626) de Bacon es la única utopía entre todas las que se escribieron en ese siglo que hace girar a toda la sociedad en torno de la investigación científica y la industria. Diferenciándose de los utopistas que confiaban en que una constitución perfecta aseguraría la virtud y la felicidad de todos, Bacon enseñaba que el saber podía ser la clave del poder.
Como ya lo había hecho More, ubicaba en América a la isla de Bensalem, su utopía. Pero a pesar de compararla con la Atlántida, la situaba en el Pacífico y la vinculaba con el imperio incaico, un lugar por entonces bastante fabuloso.
Los viajeros que llegaban a la isla de Bensalem eran recibidos sin mucho entusiasmo por los nativos, que no deseaban tener contacto con el mundo exterior. Sólo accedían a dejarlos desembarcar ante una emergencia sanitaria, pero durante toda su permanencia no les permitían entrar en contacto con la población y sólo les daban a conocer algo del país por medio de algunas visitas estrictamente guiadas.
La utopía de Bacon quedó inconclusa, de modo que sólo podemos rescatar las páginas que se refieren a la religión de los bensalemitas (el cristianismo reformado), a las costumbres de los nativos en cuanto a higiene sexual y eugenesia, y una larga disertación sobre las actividades del Colegio de Salomón, una academia entregada exclusivamente a lo que hoy llamaríamos “investigación y desarrollo”.
La isla era una verdadera tecnocracia, pues el Colegio era el que se encargaba de designar a los funcionarios y fijar las políticas de Estado. Los viajeros visitaban sus enormes laboratorios subterráneos y las altísimas torres donde se estudiaban las leyes naturales, siguiendo pautas que tenían mucho de alquímicas. Al parecer la mayor parte de la investigación estaba volcada a la industria y al consumo. Se estudiaban las coagulaciones y evaporaciones, la producción de aromáticos y colorantes, y por supuesto la refrigeración de los alimentos para conservarlos.
No todo el conocimiento que empleaban los bensalemitas provenía de sus laboratorios. Solían enviar espías al mundo exterior para apropiarse del saber técnico y artesanal de otros países, practicando lo que hoy llamaríamos espionaje industrial.
Tampoco se limitaban a desarrollar tecnología para la paz. Por el contrario, disponían de terribles máquinas de guerra, una importante cohetería militar, una sustancia incendiaria “que ardía bajo el agua” y explosivos mucho más potentes que la pólvora. También contaban con submarinos, máquinas voladoras, carros más rápidos que las balas, telescopios, microscopios, teléfonos, sintetizadores de sonido y algo muy parecido al cine.
Los sabios bensalemitas fabricaban robots capaces de imitar el comportamiento de hombres, animales y peces. En materia de biología, habían logrado criar por cruzamiento algo que hoy llamaríamos animales transgénicos. Sin embargo, tenían un consejo especial que determinaba qué descubrimientos serían publicados y cuáles serían mantenidos en secreto, en el caso de considerárselos peligrosos.
Era todo un programa, que los próximos siglos se encargarían de desarrollar, para bien o para mal.
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