Sábado, 11 de mayo de 2013 | Hoy
Por Jorge Forno
Desde mediados del siglo XX, los satélites artificiales han sido símbolo de poder militar y científico y –para qué negarlo– fetiches tecnológicos de la Humanidad. Sin embargo, la existencia orbital de estos objetos creados por el hombre suele transcurrir discretamente al servicio de las telecomunicaciones, las actividades de defensa, las predicciones climáticas o como poderosas herramientas para la investigación científica. Tanto es así que en la actualidad –superado el brillo de lo novedoso– sólo gozan de una fugaz fama en ocasiones extraordinarias tales como la concreción de saltos tecnológicos significativos en el área aeroespacial o cuando suenan las alarmas frente a reingresos peligrosamente inesperados a la atmósfera terrestre.
Durante la Guerra Fría, los satélites eran ingredientes indispensables del dantesco juego geopolítico que libraban las superpotencias. Mientras la Unión Soviética y los Estados Unidos se jactaban de sus conquistas del espacio, la ficción hacía sus aportes a la popularización de los satélites. En 1958 –plena época de furor aeroespacial–, la película War of the Satellites narraba el uso de estos artefactos en un combate contra invasores extraterrestres. Según la trama del film, la guerra se desencadenaba porque unos alienígenas todopoderosos no soportaban la idea de que los humanos desafiaran su dominio del espacio exterior. El argumento de ficción pareció inspirar un plan pergeñado por el ex actor y luego presidente estadounidense, Ronald Reagan, en los años ’80. Reagan no pensaba en enfrentar alienígenas sino a sus muy terrestres enemigos soviéticos, a partir de la construcción de un escudo misilístico montado sobre satélites para fines bélicos que, si bien nunca se concretó en la práctica, puso en jaque todo el andamiaje defensivo de las potencias del momento. Y para algunos analistas aportó su granito de arena a la caída de la Unión Soviética.
La Argentina había incursionado en la actividad aeroespacial desde mediados del siglo XX. El esfuerzo de los científicos y técnicos, sazonado con las políticas estatales activas que se aplicaron hasta mediados de los ’70, permitió lograr un proceso de aprendizaje tecnológico que dio lugar a un muy respetable desarrollo de cohetes y misiles.
Sin embargo, en materia de satélites, el primer artefacto con componentes criollos llegó recién a principios de los ’90. El satélite Lusat I fue concebido para mejorar las comunicaciones de los radioaficionados locales, que participaron de la iniciativa y apostaron fuerte al éxito del desarrollo. Si bien el Lusat I no era totalmente argentino, en general se lo reconoce como el primer satélite con componentes nacionales. Y alimentó el orgullo de sus creadores no sólo por eso sino porque continuó sorprendentemente activo mucho más allá de su tiempo de vida útil planificado.
En 1996 llegó el turno del Víctor I, también conocido como Musat, un satélite experimental integralmente argentino que fue cabal heredero de los programas de desarrollo de cohetes que los científicos y técnicos locales llevaron a buen puerto en las décadas anteriores. El Víctor I fue puesto exitosamente en órbita gracias a los servicios de un vector ruso.
En los años siguientes, tanto los satélites argentinos de la serie SAC (Satélites de Aplicaciones Científicas), el Pehuensat (construido por la Universidad Nacional del Comahue) o los más modernos desarrollos de Invap apuntaron no sólo a su uso científico y tecnológico sino que también tenían un propósito estratégico. Se buscaba ocupar efectivamente la porción orbital asignada a la Argentina por los convenios internacionales.
A medida que la carrera espacial se profundizaba con ingredientes militares y políticos, los satélites fueron evolucionando en complejidad, peso y tamaño. Tanto es así que el segundo satélite artificial puesto en órbita por los soviéticos sextuplicaba el peso del Sputnik I –el primer artefacto de este tipo en la historia de la Humanidad– y también le ganaba con holgura en tamaño. Para satélites más grandes y pesados había que contar con cohetes que tuvieran cada vez más potencia de empuje y una gran fortaleza en su estructura para colocarlos en órbita. También eran necesarios más y más recursos para afrontar los costos y las necesidades tecnológicas del momento.
Pero en las últimas décadas soplaron vientos de cambio para esta tendencia. Hacia el final de la Guerra Fría, y con la puesta en marcha de programas espaciales más o menos cooperativos, la tecnología satelital salió de la encerrona que significaba el hermetismo de las estrategias geopolíticas. Además, de la mano de la informática y la miniaturización de los componentes electrónicos, se crearon satélites mucho más pequeños y versátiles, de bajo costo y con menores requerimientos para ser puestos en órbita. Estos satélites pueden ser lanzados en forma individual o grupal a pedido de uno o más interesados, y orbitar conformando agrupaciones conocidas como enjambres o constelaciones que les permiten interaccionar entre sí.
El término nanosatélite apareció hace dos décadas, asociado a una clasificación internacional de los satélites sustentada en algunas características como su peso y su potencia. Hoy en día, el concepto se amplió y hablar de nanosatélites es hablar de una amplia gama de artefactos pequeños y baratos, pero no por ello menos funcionales. Para tener una idea, la misión internacional de la que forma parte el satélite argentino SAC-D –un satélite hecho y derecho en términos convencionales– tiene un costo de unos 400 millones de dólares, incluido el vehículo y el equipamiento. Un nanosatélite, en cambio, requiere de cifras bastante menores, con montos que rondan los 60 mil dólares, una vez dominado el proceso de producción.
Es mucho lo que se espera de los nanosatélites. Detección de vida extraterrestre, predicción de terremotos, producción de medicamentos en el espacio y las más sofisticadas formas de espionaje, son algunos de los asuntos en los que distintos grupos de interés depositan sus expectativas frente a estas pequeñas maravillas tecnológicas.
Si todo va bien, en un futuro no muy lejano estas tecnologías serán aun más accesibles. De ese modo, institutos tecnológicos, universidades y emprendedores podrán cumplir el sueño del satélite propio, y así la tecnología aeroespacial dejará de estar fabricada y controlada por unos pocos.
No todas son buenas noticias. Uno de los riesgos más palpables que aparecen en el horizonte es que estos artefactos incrementen significativamente la cantidad de chatarra espacial al final de su vida útil. Para ello se han ideado mecanismos que los hagan retornar de manera programada a nuestro planeta, y que en un inexorable viaje final produzcan su de-sintegración por el rozamiento con la atmósfera. En opinión de algunos expertos, las regulaciones internacionales deberían exigir que estos mecanismos estén estandarizados y sean obligatorios para todos los nanosatélites que se coloquen en órbita.
Siguiendo con el tema de la basura espacial, existen también desarrollos experimentales de nanosatélites programados para guiar hacia el espacio exterior a sus hermanos más grandes y así ayudarlos a terminar sus días lejos de la órbita terrestre. De esta forma se evitarían colisiones orbitales y se reducirían los riesgos de daños ambientales y materiales que surgen cuando, luego de sus días de gloria, los viejos satélites reingresan a la atmósfera terrestre fuera de control.
La Argentina busca reverdecer viejos y bien ganados laureles en estos desarrollos tecnológicos de punta, luego de exitosas experiencias que en su mayoría fueron abortadas por las erráticas políticas del pasado. Invap, la empresa tecnológica estatal de la provincia de Río Negro, supo sobrevivir a los tiempos difíciles y juega desde hace años en las grandes ligas de la industria satelital.
El Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación y la empresa rionegrina brindaron un fuerte apoyo a un grupo de emprendedores que encaró la tarea de construir un nanosatélite argentino. El proyecto requirió una inversión de unos 6 millones de dólares que ayudaron para poner en marcha la empresa Satellogic. Tres profesionales formados en el país –Emiliano Kargieman, Gerardo Richarte y Eduardo Ibáñez– lideraron el equipo de trabajo que dedicó sus esfuerzos a construir el Cube Bug-1, un nanosatélite experimental rebautizado, en honor a Spinetta, como el Capitán Beto y que fue puesto en órbita desde China en abril de 2013.
El satélite es monitoreado a distancia desde Bariloche, en lo que hace a parámetros vinculados con su órbita, posición y estabilidad. Toda la información recolectada será analizada y tenida en cuenta a la hora de diseñar las futuras camadas de nanosatélites nacionales. Para acompañar al Capitán Beto pronto llegará Manolito, otro satélite nacional producido por Satellogic, con un nombre que nos remite a Mafalda, la genial historieta de Quino.
Componentes habituales de computadoras y celulares fueron adaptados para construir este pequeño gigante, que además cuenta con una plataforma de software libre y abierto. Todas estas características vienen de perillas para explorar la innovación, el aprendizaje y el desarrollo de esta prometedora tecnología.
Fabricar nanosatélites en la Argentina a través de una plataforma experimental de carácter abierto y modular no sólo permite formar profesionales y técnicos sino que, además, aporta a la generación de tecnologías estratégicas de factura criolla. Hacerlo con responsabilidad social y ambiental, y definiendo metas claras a corto, mediano y largo plazo, será la frutilla del postre para llevar a buen puerto este formidable desafío.
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