Sábado, 8 de junio de 2013 | Hoy
Por Marcelo Rodríguez
Por Marcelo Rodríguez
Si en vez de medir la presión arterial de la manera habitual (con el mango y la perilla) se aplica una serie de electrodos para poder ver las formas de onda que los osciloscopios registran ante el fluir de la sangre, el clásico binomio “14/9” que marcaría el límite entre la salud y la enfermedad –cifras que en realidad son 140 y 90, los valores límite de presión arterial sistólica y diastólica medidos en milímetros de mercurio– debe cederle lugar a parámetros más complejos. Aparecen curvas, mesetas, cadenas accidentadas, ciclos de hiperactividad y reposo, languideces, rispideces y otras formas y figuras que serán diferentes en cada persona y en cada momento. Suena lógico pensar que esas formas no son caprichosas ni azarosas y obedecen a algún tipo de ley. Que encierran un lenguaje ansioso por ser descifrado. Pero hasta ahora los intentos por indagar en él han sido muy escasos. Casi una rareza. Hasta ahora la medicina ha preferido cotejar otros parámetros.
En la Antigüedad, antes incluso de que los médicos de Oriente y de Occidente hubieran tomado caminos tan dispares entre sí, no era una rareza. Los médicos chinos, con sus dedos, su experiencia y su sensibilidad poética como herramientas, intentaron traducir esas herméticas señales dadas por la vida que fluía a un lenguaje con el que pudieran diagnosticar y tratar a los enfermos. Los médicos de la escuela Nei Jing, hace dos mil años, establecieron una suerte de laborioso sistema con 24 características mayores y otras menores para codificar el pulso. Apoyaban tres dedos sobre el brazo de un paciente y describían si lo que palpaban se sentía “hueco”, “flotante”, “resbaladizo”, “tenso”, “intermitente” o de otra forma, y en base a tal escrutinio diagnosticaron, pronosticaron e impartieron tratamiento con un grado de eficacia tal que, al menos, les alcanzó para seguir detentando por siglos su lugar de médicos en la sociedad.
Luego, en el siglo II y a orillas del Mediterráneo, el gran maestro Galeno, ávido de claridad y de conceptos límpidos, dedujo que el pulso no es mucho más que el simple eco de los latidos del corazón, y así la medicina occidental dio por respondida la pregunta, y dejó de preguntarse por aquel murmullo que los médicos chinos decían sentir tan claramente.
La complejidad
En la década de 1920 se puso la mira en la capacidad que tienen los organismos vivos de autorregularse y mantener un medio interno –un “adentro” diferenciado de un “afuera”– y se la llamó “homeostasis”. Los primeros modelos de homeostasis estaban inspirados en artificios de ingeniería y la asemejaban a un servomecanismo de control con la función de corregir “en tiempo real” cualquier posible desequilibrio en la composición química, la humedad, la temperatura o la presión interna del organismo.
Pero la forma en que se las arregla el organismo para controlar la presión de la sangre en las arterias parece estar entre los fenómenos más complejos de la naturaleza. La red arterial se ramifica en millones de vasos que se subdividen hasta su mínima expresión, de modo que cada célula recibe la cantidad exacta de nutrientes que necesita para sus funciones vitales en tiempo y forma. La vida –la vida en tanto vitalidad, no en tanto biografía– parece consistir más bien en millones de desequilibrios simultáneos con diferentes magnitudes y sentidos y operando en diferentes niveles, y se complementa con otros millones de movimientos que reaccionan antes los anteriores y tienden a compensarlos. El resultado visible de ese caos es tal que en el siglo XVII René Descartes se maravilló de la racionalidad de la naturaleza e imaginó la salud como un estado en que el spiritus animalis fluye haciendo sonar bellos acordes diatónicos, pero todo indica que la música del organismo debe parecerse más a un caos desafinado y ensordecedor donde, a pesar de todo, es posible encontrar una rara especie de armonía, sin que se pueda predecir si un cambio en apariencia insignificante pasará inadvertido o, por el contrario, producirá una hecatombe.
Para entender ese caos y poder operar sobre él, la biomedicina lo diseccionó. Eso permitió establecer leyes generales y elaborar modelos eficaces que permitieron, por ejemplo, el tratamiento de la hipertensión arterial y las afecciones cardiovasculares en forma masiva a partir de la segunda mitad del siglo que pasó. Pero esos modelos simples son menos precisos a la hora de vérselas con la particularidad de cada caso: ¿Cómo saber –por ejemplo– por qué una determinada persona tiene dificultades para controlar su presión arterial? ¿Por qué una persona fallece tras un infarto mientas que otra, internada en el mismo lugar, con el mismo diagnóstico, la misma edad y sometida al mismo tratamiento, no, sobrevive y se recupera? ¿Cuán súbita es en realidad la “muerte súbita”? La causa es como una aguja en un pajar.
El surgimiento del paradigma biopsicosocial de la salud –no para suprimir al paradigma biomédico sino supuestamente para complementarlo– les complicó todavía más las cosas a quienes seguían con su modelo bien armado, porque hizo evidente que el contexto social, la subjetividad y la disponibilidad o falta de recursos económicos, físicos y simbólicos, jugaban en la misma cancha que las ciencias más “exactas” con las que los médicos se enfrentaban a la incertidumbre. Para peor, las enfermedades que más gente matan hoy –hipertensión, infartos, cáncer– son las que más se ajustan a estos nuevos modelos de análisis con mayor grado de incertidumbre, donde hallar la causa puntual ya no es tan sencillo como hacerlo ante una enfermedad infecciosa.
Quienes están trabajando en la Argentina en la recuperación de esa complejidad de una serie de fenómenos clínicos no son médicos, sino ingenieros y físicos. Y desde luego usan más que sus dedos para examinar los parámetros vitales del paciente: apelan a la objetividad y la precisión que posibilitan complejos equipos electrónicos de visualización de señales y analizan lo que ven a la luz de la Teoría del Caos –que permite estudiar sistemas muy complejos y susceptibles a cambios– y la matemática de fractales, iniciada por Benoît Mandelbrot en 1975 y basada en el estudio de las propiedades de ciertas formas geométricas –simetrías, espirales, ramificaciones, ejes móviles y otras– que se desarrollan periódicamente en diferentes niveles a la vez, y según las cuales a las fuerzas de la naturaleza parece haberles quedado cómodo organizar la materia en los seres vivos. Ya generaron el interés de la comunidad médica especializada en el último Congreso Argentino de Hipertensión Arterial que se realizó en abril en Rosario, y cuentan con trabajos científicos publicados y algunas ideas claras, pero todavía hay demasiado por delante hasta saber con precisión qué dicen esas imágenes sobre la salud de las personas y, sobre todo, en qué puede contribuir esto a la salud pública.
Lidera este proyecto, llamado Gibio y llevado a cabo en la Universidad Tecnológica Nacional (UTN), el profesor Ricardo Armentano, decano de la Facultad de Ingeniería y Ciencias Exactas de la Universidad Favaloro. Armentano sostiene que la ciencia formal “descompone los problemas complejos en múltiples problemas más simples para poder analizarlos”, pero que finalmente, en la suma de esas partes para reconstruir la complejidad, algo se termina perdiendo, y eso que se pierde puede ser muy importante: “Nosotros decimos que nuestro abordaje va desde la célula hasta el banco donde está sentado el paciente. A nivel humano, hoy sería imposible poder interpretar tantas variables juntas. Y sin embargo, esto lo permitiría”. Junto con Armentano trabajan el ingeniero Leandro Cymberknop (que realiza su tesis de doctorado sobre medición de señales) y el físico Walter Legnani.
“Hoy se dispone de métodos de diagnóstico de alta tecnología, como ecografías o cámaras gamma, y en base a esto estamos buscando marcadores precoces de muchas enfermedades no transmisibles –explica Armentano–. Lo que ha sorprendido a los médicos es que con estas técnicas y con la Teoría del Caos es posible encontrar marcadores precoces de enfermedad de manera muy sencilla, porque las herramientas miden la complejidad biológica y permiten ver cuándo nos estamos alejando de ella.”
El descubrimiento
Para los seguidores del pensador francés contemporáneo Edgar Morin, el filósofo de la complejidad, aquello que goza de plena salud es por lo general más complejo que lo que está enfermo, lo que pierde vitalidad. Llevándolo al terreno del laboratorio, si en vez de medir el par “presión diastólica/presión sistólica” que tradicionalmente da el valor de la presión arterial se visualiza la forma de onda que deja el flujo sanguíneo al transitar por un punto del torrente arterial, lo que se ve en la pantalla no es igual en una persona enferma y en otra sana.
El ritmo circadiano, la respiración, los ciclos cardíacos le marcan al organismo una periodicidad y lo organizan en el tiempo, pero esa periodicidad no es exactamente una regularidad. En el torrente sanguíneo, sintetiza Cymberkomp, “hay caos, pero no anarquía ni aleatoriedad”. Las aceleraciones del ritmo y las fuerzas que despliega el organismo para contrarrestarlos en tiempo real, sea en la cabeza o en las puntas de los pies, se manifiestan como rispideces en el flujo arterial, como accidentes en la forma de onda, como ruidos, quejas y caprichos de la señal.
La hipótesis central con la que trabajan en el proyecto Gibio es que a medida que las hormonas reguladoras decaen, que los riñones responden menos, que el corazón pierde potencia, que las arterias pierden elasticidad o que el colesterol las tapa, esas formas fractales rugosas, complicadas, que logran repetirse sin que ninguna sea exactamente igual a la anterior, pierden esos minúsculos estados de desorden. Se tornan más estables y regulares, así como se mella y se suaviza la hoja de una sierra al desgastarse. La geometría de la enfermedad es más euclidiana –con sus rectas y sus curvas, propias del mundo de lo ideal– y menos fractal, menos propensa a adquirir las trabajosas formas que desarrolla la materia viva, a dibujar simetrías, arabescos infinitesimales y otros caprichos.
El determinismo
Volviendo desde el laboratorio a la filosofía, el caos es determinista. La salud y la enfermedad son un fenómeno biopsicosocial donde los factores que intervienen –biológicos, sociales, ambientales, psíquicos, sanitarios– son demasiado heterogéneos como para poder hacerlos encajar en una sola ecuación y determinar, por ejemplo, la causa de una enfermedad crónica. Pero el análisis basado en la Teoría del Caos viene a resolver este entuerto de manera determinista: en la pantalla del instrumento de medición se ve algo complejo, y la forma de esa complejidad significa algo. Hace referencia concreta a una causa, a un fenómeno particular que tiene una descripción exacta. “Hay modelos matemáticos para describir el caos, y hay equipos que lo pueden medir –explica Armentano–. No se olvide de que somos ingenieros, y lo que estamos diseñando son herramientas que permitan medir una enfermedad. No es una cuestión de azar: creemos que hay datos que nos van a permitir evaluar de manera precoz la causa de un fenómeno determinado.” El lenguaje aún no está descifrado, ¿se parecerá en algo al que usaban los viejos médicos chinos? Tal vez, pero en este caso estará despojado de toda subjetividadF
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