Sábado, 3 de agosto de 2013 | Hoy
Por Pablo Capanna
El 4 de noviembre de 1818, el Old College de la Universidad de Glasgow convocaba a estudiantes y curiosos para un macabro espectáculo. El doctor Andrew Ure, asistido por un profesor de Anatomía, iba a realizar una experiencia pública. Aplicaría electricidad sobre el cuerpo del reo Matthew Clydesdale, ahorcado el día antes por robo y homicidio, con el propósito de llegar a revivir a los ahogados recientes. Ure quería probar que con la estimulación del nervio frénico se podía activar el diafragma y provocar la respiración. Pero la leyenda urbana que nació ese mismo día sostuvo que había pretendido resucitar a los muertos; y encima, ladrones y asesinos.
Por cierto, Ure no era el primero. La electricidad era todavía un fluido misterioso y los médicos franceses ya habían intentado hacerlo bajo el Terror, aprovechando el abundante suministro de decapitados que garantizaba la guillotina.
Según el relato del propio Ure, el cadáver del reo tuvo convulsiones, pateó a uno de los asistentes y por un momento pareció ponerse a respirar. Pero en cuanto le estimularon el nervio supraorbital soltó una serie de “horribles muecas de rabia, horror, desesperación, angustia y hasta grotescas sonrisas”. Para entonces, varios estudiantes novatos se habían descompuesto y se llevaron desmayado a un caballero.
Eran los tiempos del Romanticismo, que era tan necrófilo como esas películas de zombis que hoy hacen furor, y la fama del experimento no hizo más que propagarse.
Recordemos que el infortunado monstruo creado por el doctor Frankenstein, que se inspiraba más en Rousseau que en los fisiólogos, había sido armado con piezas sustraídas de las morgues y cobraba vida por medio de la electricidad, en una famosa escena que el cine llenó de relámpagos. Hay quien asegura que Mary Shelley se inspiró en Ure para escribir Frankenstein, que apareció ese año. Pero Mary había comenzado a escribir la novela dos años antes. Bien pudo ocurrir que la ciencia imitara a la literatura.
En esa época, la especialización recién estaba naciendo, de modo que a nadie le llamaba la atención que el médico Andrew Ure diera cursos de mecánica para los obreros, escribiera tratados de química y organización industrial, y fundara un observatorio astronómico. También le había dedicado mucho tiempo a elaborar, sin éxito, un tratado de geología que aspiraba a ser compatible con el relato bíblico. Con todo, Herschel lo felicitó por su observatorio y Faraday le hizo un elogio fúnebre bastante cauteloso, cuando celebró que sus resultados nunca hubieran sido impugnados. En realidad, algunos de ellos sí lo habían sido (nada menos que por Karl Marx), pero no eran investigaciones científicas sino los informes sobre las condiciones de trabajo en la industria textil que Ure había hecho por cuenta del gobierno.
Las tejedurías protagonizaban entonces la Revolución Industrial, y las condiciones de trabajo eran las que cabía esperar del capitalismo salvaje. Abundaban las denuncias de maltrato, insalubridad y explotación del trabajo infantil. Cuando el gobierno le encargó a Ure que investigara el tema, daba por supuesto que iba a refutarlas, porque en caso contrario se hubiera visto obligado a actuar. Ure se pasó todo el año 1834 recorriendo las fábricas de tejidos de algodón, lana, lino y seda, y para 1835 publicó su Filosofía de las manufacturas, un libro lleno de cuadros estadísticos y hasta diseños de máquinas, cuyo tema principal era el trabajo.
James Kay, el inventor de una máquina de hilar que los industriales habían adoptado sin reconocerle la patente, había hecho otro tipo de informes. Kay denunciaba que los niños empleados en las fábricas no recibían educación, trabajaban diez horas diarias entre polvo, humo y gases tóxicos, sin cuidados sanitarios. El propio Ure, a quien le pagaban por decir todo lo contrario, mencionaba un proyecto de ley que prohibiría emplear a niños de 8 años por más de 13 horas diarias.
A diferencia de esos informes, que redactaba como un científico orgánico deseoso de conformar a sus empleadores, las ideas que Ure defendía en el plano teórico no dejaban de ser progresistas.
Las famosas manufacturas que tanto había elogiado Adam Smith se basaban en la extrema división del trabajo: la fabricación de un alfiler se dividía en decenas de operaciones, para que éstas llegaran a hacerse casi automáticas. Ure entendía que este sistema ya pertenecía al pasado, y tenía que dejar lugar a la fábrica, cuya meta ideal sería eliminar el trabajo humano y reemplazarlo por máquinas automáticas. Ure mencionaba los autómatas de Vaucanson, el germen de lo que nosotros llamaríamos robots, pero en ningún momento decía qué hacer con los desocupados.
Mientras tanto recomendaba sustituir a los niños y mujeres por hombres adultos, y entrenarlos para que renunciaran a sus malos hábitos y se identificaran “con la invariable uniformidad del autómata”.
En el primer libro de El Capital, al tratar de las manufacturas, Marx citaba repetidas veces al “inefable doctor” o “al amigo Ure”. Por cierto, no por su defensa de la automatización sino por la hipocresía con que supo embellecer las condiciones laborales de los niños en las fábricas que inspeccionaba.
Ure no escatimaba elogios para los empresarios, que habían puesto ascensores para los obreros, aunque reconocía que no era tanto para aliviarles la jornada como para hacerlos rendir más. Decía que, en la fábrica, los obreros estaban menos expuestos al cólera que en sus casas, y que si se enfermaban era por su desmedido apetito por las frituras. En cuanto a las denuncias de crueldad hacia los niños, juraba que nunca había visto a un niño abusado.
Para el buen doctor, las denuncias eran rumores insidiosos, que pretendían asustar a la ciudadanía con “el fantasma de la crueldad”. Si ésta existía, la culpa la tenían los obreros adultos, que obligaban a los niños a seguir su ritmo y hasta los arrastraban a la huelga, que como es sabido sólo servía para que cobrasen menos. Al fin y al cabo, rezongaba Ure y anticipándose a Taylor, se calculaba que un trabajador adulto permanecía ocioso 45 segundos por cada minuto de trabajo.
Para desmentir los rumores malintencionados bastaba ver a los niños, cuyos deditos eran insuperables para anudar los hilos que las máquinas rompían a cada rato. Estaban alegres y despiertos, y disfrutaban del placer de ejercitar sus músculos. Se notaba que para ellos el trabajo era un deporte y les gustaba mostrar lo que hacían. Al cabo de la jornada de nueve horas, o más, no se los notaba cansados, y en cuanto salían, se ponían a jugar. ¿No habría que exigirles más?
Gracias a los bondadosos patrones, los niños se ganaban su comida, ropa y vivienda. Muchos de ellos comían mejor en la fábrica que en su hogar, donde a menudo eran abusados por sus padres. Cuando se quedaban a dormir lo hacían en cuartos aireados y limpios; dormían mejor que algunos aristócratas, envueltos en el humo de sus antiguas chimeneas.
Todo esto está dicho, casi literalmente, en esa Filosofía de las manufacturas que el amigo Ure escribió para que todo siguiera igual. Sus libros se vendieron y nunca dejaron de mencionarse en los cursos de organización industrial.
¿Creía Ure en lo que escribía? ¿Mentía a sabiendas? ¿Sería incapaz de ver la realidad? Ante discursos como éstos tratamos de conservar el optimismo, burlándonos de los ideólogos como Ure. Hasta podemos regocijarnos de que hoy no haya muchos que sean capaces de escribir (o por lo menos de firmar) cosas similares. Pero el hecho es que el trabajo infantil, escondido en algún sweatshop asiático o cerca de los lugares que solemos frecuentar, es una realidad tan dura como el regreso de la esclavitud que habíamos dado por superada.
Llegaron los robots en los que tanto confiaba Ure y eliminaron muchos puestos de trabajo, pero no es justo hacerlos responsables del mundo en que vivimos. Ocurrió que el mercado y los ideólogos complacientes descubrieron bien pronto que los sufridos seres humanos eran más baratos que las máquinas. Ni siquiera a Ure se le había ocurrido.
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