Sábado, 31 de agosto de 2013 | Hoy
Por Mariano Ribas
Hasta hace apenas medio siglo, nadie hablaba de quásares. De hecho, el camino hacia su descubrimiento recién comenzó con el nacimiento de la radioastronomía. Una ciencia surgida inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, en países como Estados Unidos, Inglaterra y Australia. Los primeros radioastrónomos escudriñaban el cielo con toscas antenas que, poco a poco, fueron ganando tamaño y elegancia. Hasta convertirse en una suerte de “platos” de decenas de metros de diámetro: eran los primeros radiotelescopios (parientes de los telescopios que, en lugar de mirar al universo en luz visible, lo hacían en las mucho más largas, menos energéticas e invisibles, ondas de radio). Y con esos aparatos, frecuentemente, los científicos detectaban llamativas emisiones de radio que provenían de distintas partes del cielo. De hecho, algunas de esas señales eran particularmente intensas: entre ellas, Cygnus A, una “radiofuente” emblemática, detectada en 1951 en la constelación boreal del Cisne. Fue el primer paso hacia la detección de los quásares.
Pero los radiotelescopios no podían determinar, por sí solos, la posición exacta de Cygnus A en el cielo. Y lo mismo pasaba con las demás radiofuentes. Y determinar la posición exacta era fundamental para saber cuál era el objeto responsable de esas emisiones de radio. Por lo tanto, había que recurrir a los telescopios. Y así fue: un grupo de astrónomos del flamante observatorio de Monte Palomar, en California, se lanzaron a la cacería visual de Cygnus A con el “Telescopio Hale”, también conocido como “el 200 pulgadas” (por su colosal espejo primario de 5 metros de diámetro). Curiosamente, el único objeto visible que estaba en la zona de la radiofuente era una pálida manchita de luz. La contrapartida visible de Cygnus A no parecía gran cosa, pero resultó muy importante en toda esta historia: teniendo en cuenta la potencia de esa radiofuente, los científicos pensaban que, sea lo que fuere, debía ser un objeto propio de nuestra galaxia. Pero cuando los astrónomos de Monte Palomar analizaron espectralmente la luz visible del objeto sospechoso, concluyeron que esa cosa estaba a unos impresionantes 1000 millones de año luz. Conclusión: Cygnus A era una radiofuente prodigiosa. Sólo así era posible que, desde tan lejos, sus ondas de radio llegasen hasta la Tierra con tanta intensidad. Hoy sabemos que Cygnus A es una de las tantísimas galaxias activas conocidas por los astrónomos. Islas de estrellas con núcleos extremadamente activos y brillantes. Pero Cygnus A no es un quásar. A pesar de toda su furia y energía central, le falta mucho para ponerse ese traje.
Hacia 1959, los radioastrónomos ya habían detectado unas 2 mil radiofuentes en todo el firmamento. Y sus colegas visuales, los astrónomos, ya habían observado y fotografiado con sus telescopios a decenas de sus posibles “contrapartidas visibles”: en general, se trataba de galaxias lejanas (como Cygnus A), supernovas extragalácticas, e incluso estrellas muy calientes y luminosas de la propia Vía Láctea. Pero había un puñado de radiofuentes que se resistían a identificarse: eran tan intensas como puntuales. Y eso impedía que los radiotelescopios pudieran ubicarlas, lo que, a su vez, hacía que toda pesquisa telescópica posterior fuese casi imposible. Pero todo cambió de golpe, cuando un joven radioastrónomo australiano se despachó con una estrategia muy ingeniosa...
En 1962, un grupo de radioastrónomos se lanzó a explorar el cielo con un flamante radiotelescopio de 64 metros de diámetro, instalado en Parkes, Nueva Gales del Sur, Australia. Allí estaba Cyril Hazard (Universidad de Sydney). El sabía que ni siquiera con esa antena monumental podría determinar con precisión la ubicación de las misteriosas radiofuentes más pequeñas. Pero tenía un plan: contratar a la Luna de ayudante. En pocas palabras, la idea de Hazard era observar y medir el momento exacto en que la Luna –en su movimiento en torno de la Tierra– ocultara, y luego destapara, a una de esas radiofuentes. La elegida para el experimento fue una de las más brillantes: 3C 273, ubicada en el cielo en la constelación de Virgo (el nombre tiene explicación: es el objeto número 273 del Tercer Catálogo de radiofuentes de Cambridge). Si se rastreaban las señales de radio de 3C 273 antes, durante y después de que la Luna la ocultara, se podrían determinar con precisión los momentos en que esas señales desaparecían y reaparecían. De ahí a ubicar su exacta posición en el cielo sólo había un paso. Hazard y su equipo no observaron una sino tres ocultaciones (y reapariciones) lunares de 3C 273. Y así determinaron su ubicación con una precisión asombrosa e inédita (menos de 1 segundo de arco). La poderosa radiofuente ya estaba acorralada. Sólo había que apuntarle un gran telescopio para revelar su identidad visual.
Y así fue: inmediatamente después, Hazard envió sus preciosas y finísimas coordenadas celestes al Observatorio de Monte Palomar: nuevamente, el telescopio más grande del mundo (por entonces) jugó un rol clave en esta historia. Lejos de encontrar una galaxia, o algún otro objeto llamativo, “el 200 pulgadas” reveló una especie de estrella borrosa, bastante brillante (magnitud 13, es decir, al alcance de un telescopio amateur), y con un fino apéndice. A partir de esta observación se empezó a hablar de 3C 273 B (la “estrella”) y 3C 273 A (el apéndice, o “jet”). La cosa iba tomando color. Color quásar. Aunque, la verdad, esa palabra todavía no existía.
El gran hito llegó al año siguiente. Y su protagonista fue Marteen Schmidt, un joven astrónomo holandés, que trabajaba en el Instituto de Tecnología de California (Caltech). Schmidt dio un paso más allá y echó mano a la herramienta de oro de la astrofísica: la espectroscopía (el análisis de la luz emitida –o reflejada– por los astros). Y se sorprendió: “Medí el espectro de 3C 273 con el Telescopio Hale del Observatorio de Palomar, y me encontré con líneas no reconocibles”, cuenta el científico, ya anciano, en un reciente número de la revista especializada Sky & Telescope. Y agrega: “Pero seis semanas más tarde, volví a mirarlas (...) y descubrí que esas líneas de emisión tenían la misma intensidad y espacios entre sí que las líneas emitidas por los átomos de hidrógeno. Para mi asombro, esas líneas estaban corridas hacia el extremo rojo del espectro en un factor de 0,158”. Ese “corrimiento al rojo” de casi 16 por ciento que mostraba la luz de 3C 273 tenía asombrosas implicancias, tanto en velocidad, y más aún en distancia: sea lo que fuere, esa cosa se estaba alejando a más de 40.000 mil km/seg de nosotros. Siguiendo la venerable Constante de Hubble, esa velocidad también indicaba que 3C 273 debía estar a más de 2000 millones de años luz de la Vía Láctea. “Sabía que debía ser un objeto de tipo galáctico muy lejano”, recuerda Schmidt. “Y si estaba a semejante distancia debía ser increíblemente luminoso: una ‘estrella’ que superaba en brillo a galaxias enteras.”
Las revelaciones de Schmidt patearon el tablero de la astronomía: ¿cómo era posible que algo tan lejano pudiese verse tan brillante (en términos relativos, claro está)? Para levantar más la temperatura, y poco más tarde, Schmidt hizo un análisis espectral de 3C 48 (otra potente radiofuente, inicialmente identificada por Allan Sandage, de Carnegie Observatories), y calculó que estaba a 4 o 5 mil millones de años luz de la Vía Láctea. Lógicamente, ante semejantes números muchos astrónomos dudaron de sus mediciones. Lo que no les cerraba no eran las distancias (al fin de cuentas, ya se habían observado cúmulos galácticos aún más distantes), ni tampoco las velocidades de alejamiento (hacía décadas que los astrónomos ya sabían que el universo estaba en velocísima expansión, arrastrando consigo a las galaxias). Lo que les resultaba teóricamente insoportable era la supuesta y extraordinaria luminosidad (y energía asociada) de estos especímenes. Para verse como se veía (en radio y en luz visible), el ahora legendario 3C 273 (A y B) debía brillar 40 o 50 veces más que las galaxias más luminosas conocidas en aquel entonces.
Después del histórico hallazgo de Schmidt, pasaron años y años de largos y acalorados debates sobre la verdadera naturaleza de 3C 273, 3C 48 y otras potentes radiofuentes de aspecto engañosamente estelar (por lo puntuales). Lo que no tardó mucho más en aparecer fue su nombre, que tenía una directa relación con lo anterior: en 1964, el astrofísico estadounidense de origen chino Hong Yee Chiu (Universidad de Princeton) acuñó el término “quásar”, una juguetona abreviatura de quasi stellar radio source (“radio fuente casi estelar”). El nombre remitía a lo básico e indiscutible: los quásares eran objetos emisores de ondas de radio, que en luz visible se parecían a las estrellas. Pero con el tiempo esa palabrita adquirió dimensiones literalmente monstruosas.
Si el tema de las distancias y los brillos de los quásares ya había incomodado a muchos astrónomos, qué decir cuando algunas observaciones –basadas en sus rápidas fluctuaciones de luminosidad– sugerían que eran objetos relativamente chicos. Quizá, de “sólo” 10 o 20 mil millones de kilómetros de diámetro. Más o menos comparables con el tamaño del Sistema Solar. Parecía inconcebible que algo tan pequeño pudiese liberar semejantes cantidades de energía en forma de ondas de radio y luz visible. Ante todo este panorama, no es raro que hayan surgido explicaciones alternativas: quizás el corrimiento al rojo de los quásares no se debía a extraordinarias velocidades de alejamiento –y, en consecuencia, a sus colosales distancias– sino a otros factores. Tal vez eran simples objetos del “Grupo Local” de galaxias (al que la nuestra), situados a pocos millones de años luz, moviéndose –vaya a saber por qué– a velocidades cercanas a la de la luz. O quizá su corrimiento al rojo podía deberse a una “nueva física” por entonces desconocida.
Sin embargo, todas estas dudas y especulaciones se cayeron a pedazos a partir de 1978, cuando Alan Stockton (Universidad de Hawai) descubrió que varios quásares estaban rodeados por galaxias con corrimientos al rojo muy similares. Y ni hablar cuando, en los años ’80 y ’90 entró en acción la poderosa alianza súper telescopios-cámaras CCD: equipados con estas herramientas (entre ellas el infaltable Telescopio Espacial Hubble), los astrónomos comenzaron a fotografiar varios quásares, confirmando una vieja sospecha: las difusas brumas que rodeaban a objetos puntuales como 3C 48, 3C 273, y muchísimos otros, no eran otra cosa que cuerpos galácticos. Los quásares eran los brillantísimos núcleos de galaxias situadas a miles y miles de millones de años luz. Abrumadoramente más brillantes que los núcleos de galaxias como la Vía Láctea, Andrómeda, o tantísimas otras de la vecindad cósmica. Pero... ¿por qué?
Había cosas que estaban claras: los quásares no estaban asociados a supernovas, “estallidos de rayos gamma”, u otros fenómenos violentos y brillantes, pero a la vez de cortísima duración. Más allá de sus fugaces fluctuaciones, estas criaturas mostraban una luminosidad tan extrema como duradera. Y además parecían ser objetos chicos. ¿Cuál podía ser el motor de semejante furia energética? La explicación más convincente surgió a poco de su descubrimiento. A fines de la década del 60 los astrofísicos rusos Yakov Zeldovich e Igor Novikov, por un lado, y el británico Donald Lynden-Bell, por el otro, lanzaron esta hipótesis: los quásares serían agujeros negros supermasivos –con miles o millones de masas solares– rodeados de colosales “discos de acreción” de gas ardiente (a temperaturas de millones de grados). La radiación que emite el quásar, justamente, proviene de esos materiales que, además, “alimentan” al monstruo gravitatorio al que rodean y orbitan. El modelo actual de los quásares conserva lo esencial de esta explicación (ver nota aparte).
Curiosamente, las evidencias más fuertes que avalaron –y avalan– este modelo se encontraron “aquí nomás”: los núcleos de todas las grandes galaxias cercanas parecen estar dominados por agujeros negros supermasivos. Y a su alrededor, girando a toda velocidad, se han observado frenéticas corrientes de estrellas, y masas de gas y polvo. Incluso, en nuestra propia Vía Láctea. A una escala intermedia, los núcleos de las llamadas “galaxias activas” serían parientes de los quásares. O lo que queda de ellos en estos tiempos del universo. Esto explicaría muchas cosas. Por ejemplo, la amplia variedad de galaxias activas que se conoce. Al parecer, los quásares y las galaxias activas son parte de un mismo fenómeno, pero en distintas fases de su evolución. Los quásares serían la primera fase. La más violenta y energética.
Medio siglo después de su descubrimiento es mucho lo que se ha aprendido sobre las criaturas más poderosas del cosmos. Aun así, muchas cuestiones quedan pendientes. Entre ellas, cómo fue posible que esos agujeros negros supermasivos crecieran tanto y tan rápido, durante la infancia y juventud del universo, que fue, justamente, la época dorada de los quásares. O cómo han influenciado el propio desarrollo de sus galaxias anfitrionas. Preguntas asombrosas que esperan respuestas asombrosas. Nada raro, tratándose de criaturas asombrosas.
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