› Por Pablo Capanna
A quienes pertenecemos a alguna de las generaciones que crecieron acostumbradas a las vacunaciones, la prevención y las campañas sanitarias, nos cuesta llegar a entender lo catastrófica que podía ser una epidemia en una gran ciudad de antaño.
A mediados del siglo XIX el cólera era casi incontrolable. Pero desde que las epidemias se habían llevado a regimientos británicos enteros en la India, y habían hecho estragos entre ingleses y franceses por igual durante la guerra de Crimea, el tema despertaba una especial preocupación.
Siendo así las cosas, en 1854 se desató una epidemia de cólera en pleno centro de Londres. En apenas diez días provocó quinientas víctimas, todas las cuales vivían en un radio de cinco cuadras del barrio del Soho. La mortandad recién se detuvo cuando el médico John Snow llegó a la conclusión de que el foco del contagio estaba en una bomba de mano a la cual los vecinos acudían para abastecerse de agua. La leyenda dice que Snow irrumpió en la calle Broad, desarmó el brazo de la bomba y se lo llevó. Los vecinos se vieron obligados a ir a buscar agua a otra parte, y en pocos días se cortó la epidemia.
Un siglo más tarde, el municipio lo recordó colocando en el lugar una réplica de la bomba, y algún empresario avispado aprovechó para poner justo enfrente un pub con el nombre de Snow. Irónicamente, el médico había sido un enemigo jurado del alcohol, pero había sido más fácil derrotar el cólera que el alcoholismo.
Al año siguiente, el médico publicó el libro Sobre el modo de transmisión del cólera, donde contaba toda la historia. Preocupado por la virulencia de la plaga, Snow había visitado las casas del barrio para trazar un mapa de los casos fatales. Todos estaban en un radio de cinco cuadras, en torno de la bomba de la cual los vecinos sacaban agua. Todo indicaba que la bomba era el foco del contagio.
Para esa época el municipio, imbuido de fervor liberal, había privatizado el suministro de agua, para adjudicárselo a distintas empresas, que no sólo competían entre sí sino que a menudo se interferían. La bomba de Broad Street pertenecía a la Southwark & Vauxhall Co., que extraía el agua del río Támesis, muy cerca de donde se vaciaban las aguas servidas. La madre de un niño que había muerto de cólera en esa misma calle había tirado el agua de los pañales al pozo y la bomba no había hecho más que diseminar el contagio. Por contraste, de los quinientos obreros que tenía una fábrica cercana sólo se habían enfermado cinco, porque la mayoría consumía agua potable suministrada por otra empresa.
Todo esto resulta bastante obvio para nosotros, porque hoy sabemos que las epidemias tienen un agente, que existe un huésped que lo transmite y que requieren de un ambiente favorable para prosperar. Pero la teoría microbiana recién comenzaba a ser esbozada por un médico suizo y otro francés, y el vibrión colérico recién sería descubierto por Koch en 1883. En general, no se le daba demasiada importancia a la higiene. Se discutía acaloradamente si el contagio se transmitía por el aire o por el agua, pero se desconocía cuál era el agente causal. Snow estuvo entre los primeros que apuntaron al agua como medio de transmisión y acertadamente sugirió que los responsables podían ser unos pequeñísimos “animálculos”, es decir, microbios.
La leyenda de Snow le debe bastante a la dura resistencia que tuvo que vencer, tanto de las autoridades de Salud Pública como de la prestigiosa revista The Lancet y hasta de la Academia de Ciencias francesa. Todos criticaban su hipótesis y su metodología.
El grueso de la comunidad científica creía entonces que las pestes eran transmitidas por el aire contaminado, y en especial por los gases que emanaban de la materia orgánica en descomposición: los famosos miasmas.
El primero en formular la teoría, allá por el siglo XVII, había sido Thomas Sydenham, que era amigo de Locke y de Boyle. En tiempos de Snow, la doctrina de los miasmas estaba aún en plena vigencia. Entre quienes la apoyaban estaban el químico Justus von Liebig, el mismo que llevaría la revolución industrial a Alemania, y hasta la legendaria enfermera Florencia Nightingale. Los partidarios de la teoría miasmática insistían en la ventilación y la limpieza, lo cual sin duda era parte del problema, aunque no la principal. Pero a pesar de no acertar con la hipótesis correcta, diríamos que también contribuyeron a despertar conciencia sanitaria.
Según la teoría miasmática, las pestilencias que se desprendían de un basural o de una carroña, al ser llevadas por el viento, podían causar distintas enfermedades en distintas personas. Lo que en uno sería diarrea, en otro sería influenza y en un tercero cólera; todo dependía de su “constitución”, un término que hemos heredado aunque le damos otro sentido.
Sirva de ejemplo un pintoresco informe sobre las epidemias de Asturias del siglo XVIII, que llevaba la firma del médico Gaspar Casal, al servicio del rey Fernando VI. Casal sentenciaba que “la fogosa constitución del tiempo agita, enciende y turba los líquidos del cuerpo”. No dudaba en asegurar que habían sido los vientos australes los que habían causado todas las plagas: ictericia, paperas, catarros, viruela y hasta unas fiebres de malísima casta...
La leyenda de John Snow parece ser otra de esas historias de grandes hombres de ciencia que propuso el positivismo para que las contaran los maestros en lugar de las fabulosas vidas de santos. Tiene todos los elementos que suelen encontrarse en las estampas que inmortalizan a gente como Pasteur o Pinel: el chispazo de intuición genial, la resistencia de los mediocres, un acto de arrojo y el reconocimiento tardío. Como toda leyenda, incluye una buena deformación de los hechos y puede ser tan poco digna de creer como esas historias de heroísmo militar que plagaban la educación de entonces.
Con estas premisas, historiadores más minuciosos han demostrado que la escena en la cual Snow se lleva la manija de la bomba pudo no haber ocurrido nunca, aunque lo que sí sabemos es que gracias a sus recomendaciones días después lo hizo la municipalidad.
Los mapas epidemiológicos, por otra parte, tampoco eran exclusividad de Snow. En 1798 el médico Valentín Seaman había trazado dos mapas similares para combatir la fiebre amarilla. Un siglo antes, un brillante aficionado llamado John Graunt había sido el primero en hacer estudios demográficos para prevenir la peste bubónica. Lo había hecho tan bien que el rey lo había recomendado para la Royal Society a pesar de no tener títulos académicos. En Francia también se venían ocupando de estos temas, que recrudecían a medida que las ciudades se hacían más grandes y más sucias. Para la época de Snow, con los mismos principios, en Estados Unidos ya se habían clausurado varias bombas públicas.
Tampoco faltan los epistemólogos puntillosos que argumentan que la experiencia no era decisiva, porque mientras no apareciera el agente microbiano, los gases también podrían haber contaminado el agua. Eso apenas nos sirve para entender por qué le objetaron a Snow que los pacientes se hubieran podido contagiar al respirar el mismo aire cuando hacían fila junto a la bomba. Optar por el agua tampoco significaba que respirar el aire cargado de olores pestilentes fuera inocuo.
Algunos, por fin, critican a Snow por su falta de “distanciamiento científico”. Su hipótesis, argumentan, ya venía cargada de teoría y no estaba abierta a la refutación.
Si algo hay que parece estar fuera de discusión es que la ciencia no siempre avanza por actos espectaculares protagonizados por individuos heroicos. Más bien lo hace por la acumulación de pequeños aportes que en un momento provocan un salto cualitativo. Pero lo cierto es que la epidemia se detuvo, que la hipótesis era correcta y que desde entonces cuidamos más el agua. Después de todo, lo más importante no es quién figure en el Guinness.
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