Sábado, 21 de septiembre de 2013 | Hoy
Por Martín Cagliani
La famosa primatóloga Jane Goodall relató el caso de Flint, un chimpancé que perdió a su madre cuando tenía 8 meses. Es la edad normal en que los chimpancés machos comienzan a ser más independientes, pero Flint se mantuvo cerca del cuerpo de su madre, y rechazó todos los intentos de su hermana Fifi para que la acompañara en busca de comida. Flint dejó de comer y no se movía. Murió a las tres semanas de fallecer su madre.
Una autopsia reveló que murió de gastroenteritis, pero todos los signos evidenciaban una depresión severa. El caso de Flint fue el más agudo observado entre los chimpancés de Gombe, pero hubo seis casos más de depresión entre infantes que habían perdido a su madre.
La antropóloga y psicóloga estadounidense Bárbara Smuts realizó estudios sobre las relaciones sociales en otros primates durante décadas, y opina que la explicación de la depresión es que tiene una función evolutiva, pero que puede volverse crónica. Diversos primates separados de sus madres, en estudios de laboratorio, experimentaron un aumento drástico de la hormona cortisol, que se libera como respuesta al estrés sufrido en situaciones traumáticas.
El cortisol facilita el aumento del flujo sanguíneo y estimula las respuestas conductuales, por lo que facilita la reunión con la madre, si es que se habían separado accidentalmente. Pero si la separación continúa, la hormona sigue secretándose, y termina deprimiendo el sistema inmunológico de la cría, volviéndola más susceptible a las enfermedades. Si nadie ocupa el lugar de la madre, se puede repetir el caso de Flint. En los humanos, las pérdidas pueden ampliarse al grupo de amigos y parientes, no sólo a la madre.
Charles Darwin fue el primero en notar que los humanos estábamos autodomesticados. El zoólogo Desmond Morris, en su libro El zoológico humano, de 1969, llevó la tesis de Darwin más lejos. Nos comparó con los babuinos, primates no tan relacionados con nosotros como los chimpancés o gorilas, pero que en comportamiento, según Morris, no estaban tan lejos de nosotros.
Los babuinos cautivos en un zoológico tienden a matarse entre sí cuando se encuentran hacinados, y muestran comportamientos repetitivos y rítmicos, como, por ejemplo, masturbarse. También descuidan a sus crías. Ninguno de esos comportamientos se dan en estado salvaje. Dos de los aspectos clave del comportamiento animal salvaje se violan –dice Morris– en el ambiente de un zoológico: territorialidad y jerarquías.
Las jerarquías son una forma de ordenar a los individuos dentro de un grupo. Por ejemplo, cuando estamos esperando en la cola del banco aceptamos que la persona delante de nosotros tiene más derecho a ir primero. Las jerarquías se han observado en casi todos los animales sociales, y tienen el efecto de reducir la agresión dentro de un grupo, ya que equivalen a una organización para determinar el acceso a los recursos, como la comida, el agua, el sexo, etc.
La agresión sólo aparece cuando esa jerarquía es desafiada. Pero incluso ante los desafíos, los individuos dominantes tienen una cierta válvula de apagado automático de la agresión cuando otro individuo se muestra sumiso. Esa válvula desaparece cuando todos los individuos son de baja jerarquía, como sucede en cautividad.
Los humanos no somos diferentes. Cuando vivimos en condiciones sofocantes, se libera la agresión, el comportamiento antisocial y la territorialidad exagerada. El máximo de agresión suele verse en ciudades atestadas, en las que prolifera la violencia de las bandas urbanas. O, sin tanta violencia física, en el ambiente de las oficinas corporativas, con trabajadores acorralados en cubículos, disputando el favor de los de arriba.
Nuestro género se ha adaptado durante miles y millones de años a una vida que ha cambiado muchísimo en tan sólo unos pocos siglos. Vivir en el ambiente atestado de las ciudades es como si nos hubiesen colocado dentro de zoológicos. Esto nos predispone a enfermedades físicas y mentales. A pesar de todo lo que tenemos, la depresión es tan común que se habla de epidemia en muchos países. Pero no es la acumulación lo que nos lleva a la depresión, sino lo que hemos perdido.
La adaptación de nuestra especie, que evolucionó hace unos 200 mil años en Africa, fue a vivir en grupos pequeños, de entre 25 y 100 personas, emparentados de una u otra forma, y que se conocen de siempre.
La vida social del ser humano suele estar dominada por la necesidad de predecir lo que los otros van a hacer, cómo van a reaccionar. Algo no muy difícil de lograr si vivimos rodeados de gente a la que conocemos de toda la vida. ¿Pero qué sucede cuando trasladamos a ese primate social de la sabana africana a un ambiente en el que se vuelve un individuo anónimo y donde no conoce a casi nadie de los que lo rodean, ni tampoco ellos lo conocen a él?
Nos falta el trasfondo en las interacciones sociales. La mayoría de nosotros solemos interactuar con un grupo de unas cien personas, el sustituto de nuestra antigua tribu homínida. Pero a este grupo de amigos y parientes no lo tenemos siempre cerca. Podemos estar en contacto con ellos a través del teléfono, el correo electrónico, o alguna reunión social cada tanto.
La mayoría de los Homo sapiens de los zoológicos urbanos lidian con esta “nueva” forma de sociabilizar con el propio grupo sin problemas, pero no tenerlos cerca, a mano, sigue siendo crítico para la salud mental de cada individuo. En el mundo industrializado urbano se pierde la jerarquía del mundo salvaje, y la gente no siente que tiene un lugar, un rol, o una identidad que importe a alguien.
Así, muchas personas pierden interés en las actividades de la vida, dejan de interactuar con otros. Se vuelven depresivos. La depresión solía tener una función adaptativa en la banda de homínidos, que se pierde en la gran ciudad, y termina volviéndose una enfermedad crónica.
La depresión es una adaptación biopsicológica que evolucionó en los primates sociales, y que está asociada con varios cambios en la química del cerebro. Los niveles de serotonina bajan en primates estudiados en laboratorio que han perdido su status dentro de la jerarquía. La serotonina es un neurotransmisor que, entre otras cosas, inhibe la transmisión de los impulsos nerviosos. Es la rival de la adrenalina y de la dopamina.
Los monos dominantes, calmados, tienen niveles altos de serotonina, mientras que los de los rangos más bajos tienen altos niveles de adrenalina, por lo que son más excitables, agresivos y propensos a la depresión. Las condiciones de cautividad y hacinamiento suelen crear poblaciones que sólo tienen individuos de rangos bajos, por ende propensos a la depresión.
También podría haber aspectos físicos que vuelvan adaptativa la depresión. Esta suele aparecer luego de momentos de estrés o trauma, como por ejemplo la depresión post parto, o tras alguna herida física. Una persona deprimida, en estas circunstancias, permitiría que se retirara de la actividad diaria, cuidada por sus seres allegados.
La función natural de los estadios previos a la depresión clínica es la de calmar al individuo que necesita ser calmado, y generar señales que lleven a los integrantes de nuestro grupo a ayudarnos. En el zoológico humano que son las ciudades, esto puede volverse muy difícil, razón por la cual la depresión es tan comúnF
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