› Por Mariano Ribas
Y vaya que ha viajado el viajero: partió de la Tierra hace ya 36 años, y ahora está a casi 19 mil millones de kilómetros de nosotros. Cuatro veces más lejos que Neptuno. Ciento veinticinco veces más lejos que el Sol. Cincuenta mil veces más lejos que la Luna. Tras protagonizar, junto con su gemela, la epopeya espacial más grande de todos los tiempos, la legendaria Voyager 1 ha vuelto a ser noticia en estos días. Y no es para menos: la NASA acaba de anunciar que, técnicamente hablando, la nave ha ingresado en el “espacio interestelar”. Es decir, ha cruzado la frontera de la “heliósfera”, una suerte de colosal y sutil “burbuja” de partículas cargadas –generada por el viento solar– que envuelve al propio Sol y a los planetas. En realidad, el cruce habría ocurrido hace un año, pero recién ahora los científicos de la misión terminaron de analizar los complejos datos que, justamente, les permitieron hacer el resonante anuncio, publicado recientemente en la revista Science.
Pero a no confundirse: es cierto, Voyager 1 ya transita otras aguas cósmicas. Y estamos ante un nuevo “hito en la historia de la exploración del espacio”, tal como lo definió el propio John Grunsfeld, administrador asociado de la NASA. Pero también es cierto que la nave no ha salido completamente del Sistema Solar. Hay otra frontera. Muchísimo más distante, en espacio y tiempo. E incluso habrá un encuentro relativamente cercano con otra estrella, en un lejanísimo futuro. Por ahora, suspenso. Veamos, poco a poco, de qué se trata todo esto...
Las naves gemelas Voyager 1 y Voyager 2 (“Viajeros 1 y 2”, de la NASA) fueron lanzadas al espacio el 5 de septiembre y el 20 de agosto de 1977, respectivamente (sí, la 1 salió 16 días después que la 2). Y aprovechando una afortunada alineación de los cuatro planetas gigantes –que sólo se da cada 176 años– completaron el más grande tour espacial de todos los tiempos. Un tour lleno de grandes hitos (ver nota de contratapa). Ambas sondas visitaron Júpiter y Saturno (entre 1979 y 1981), y luego Voyager 2 siguió su marcha hasta llegar a Urano (1986) y Neptuno (1989). Voyager 1, en cambio, tomó otra ruta, y tras su sobrevuelo a Saturno y varias de sus lunas, se alejó del plano principal del Sistema Solar. Y así inició un acelerado viaje hacia aguas espaciales más profundas. Literalmente: en sus encuentros con Júpiter y Saturno la sonda de la NASA aumentó su velocidad original mediante la ingeniosa técnica de “asistencia gravitatoria” (es decir, fue naturalmente acelerada, aprovechando –tras una maniobra y trayectoria bien calculadas– el tirón gravitatorio de ambos planetas gigantes). Y así alcanzó unos impresionantes 17 km/segundo. O en buen criollo, 57.600 km/hora. Una velocidad suficiente como para dar la vuelta al mundo en 40 minutos. O viajar de la Tierra y la Luna en 7 horas. Así de rápido viaja el viajero. Y así de rápido fue como llegó hasta donde ninguna otra nave llegó antes.
El 17 de febrero de 1998, la Voyager 1 ya estaba a 10.400 millones de kilómetros de la Tierra, una marca establecida en 1988 por la Pioneer 10 (que, al igual que la Pioneer 11, fueron, justamente, pioneras en la exploración de Júpiter y Saturno, unos años antes que las Voyager). Con el correr del tiempo, la tremenda velocidad del Voyager 1 le permitió igualar y superar las distancias de las dos Pioneer (a pesar de haber salido de la Tierra unos años después que ambas). De hecho, en septiembre de 2004, llegó a 14.000 millones de kilómetros de nuestro planeta. Y pasó a ser el objeto más lejano de la humanidad.
Dos años más tarde, el 15 de agosto de 2006, Voyager 1 alcanzó la muy redonda marca de 100 “unidades astronómicas”. Es decir, 100 veces la distancia Tierra-Sol (que es de casi 150 millones de kilómetros). A esta altura, los instrumentos de la nave ya registraban claramente los primeros indicios de su histórica transición espacial. A partir de distintas mediciones, los científicos de la misión notaron que la velocidad e intensidad del “viento solar” venían disminuyendo a ritmo sostenido desde hacía unos años (el “viento solar” es la corriente de partículas cargadas –protones y electrones– que nuestra estrella emite en todas direcciones). Al punto tal que, desde 2004, esa velocidad ya era subsónica. Y seguía bajando año tras año.
La merma del “viento solar” era un síntoma claro, y esperado, de que Voyager 1 se estaba acercando a la frontera de la heliósfera: la inmensa y sutil esfera de partículas del viento solar, que rodea al Sol, a los planetas (y también, claro, a sus lunas, y a los millones de asteroides y cometas). Esa frontera se llama “heliopausa”, y es la zona del espacio donde el viento solar prácticamente se frena por completo, y se calienta, al chocar contra las corrientes de plasma interestelar (gas ionizado), que provienen del viento estelar de otros soles, e incluso de estrellas que ya se han apagado. De algún modo, la “heliopausa” es uno de los límites posibles del gran imperio solar. Pero no el único, como veremos hacia el final.
Y bien, resulta que en junio de 2012 la NASA se despachó con un anuncio por demás sugerente: los instrumentos de Voyager 1 ya detectaban una brusca caída en la intensidad del viento solar y, al mismo tiempo, un marcado aumento en la incidencia del plasma interestelar. Los científicos ya sabían que la nave estaba arañando “heliopausa”. Así lo marcaban los datos que llegaban por ondas de radio desde el viajero (señales que, dicho sea de paso, tardaban 16 horas en llegar a la Tierra, viajando a la velocidad de la luz: 300.000 km/segundo. Así de lejos estaba Voyager 1). Pero también sabían que no sería nada fácil determinar el momento preciso de esa tan significativa transición: ni más ni menos que el ingreso formal al espacio interestelar.
Y así llegamos al gran momento. Tras largas mediciones y sesudos análisis, el pasado 12 de septiembre un equipo de científicos de la misión Voyager, encabezados por el Dr. Donald Gurnett (Universidad de Iowa), anunció que la veterana nave de la NASA ya había hecho su entrada triunfal al espacio interestelar. Pero no fue ahora, sino alrededor del 25 de agosto de 2012. Gurnett y su equipo se basaron, esencialmente, en el abrupto aumento de las “olas de plasma interestelar”, que Voyager 1 registró en torno de esa fecha. “La densidad del plasma resultó ser de unos 100 mil electrones por metro cúbico, un valor casi exactamente igual al que esperábamos en el plasma interestelar”, dice Gurnett. Para entenderlo mejor, y para que no queden dudas, esa cifra es 40 veces más alta que la esperada para la zona más externa de la heliósfera. “Cuando vimos estos datos saltamos literalmente de nuestros asientos, porque nos mostraban que la nave estaba en una región de espacio enteramente nueva, y totalmente diferente de la burbuja solar”, cuenta Gurnett. Y con un tono comprensiblemente heroico, agrega: “Voyager 1 cruzó la heliopausa, y llegó a donde ninguna otra nave ha llegado antes, marcando uno de los logros más significativos en la historia de la ciencia, y agregando un nuevo capítulo a los sueños y desafíos científicos de la humanidad”.
Lo de la Voyager 1 es indudablemente maravilloso. Y no faltará mucho tiempo para que su gemela, la Voyager 2, también cruce la heliopausa, y salga de la “burbuja solar”. Entonces, será momento de volver a festejar. Sin embargo, a esta altura, bien vale aclarar algunas cuestiones. Esencialmente dos. Primero: Voyager 1 no salió completamente del Sistema Solar. Lo que hizo fue ingresar a una nueva región del espacio, dominada por el plasma interestelar, y ya no por el viento solar. Si hablamos de fronteras “físicas”, vale la pena recordar que el Sol y los planetas están envueltos, a una enorme distancia, por la Nube de Oort, una suerte de cáscara, más o menos esférica, formada por cientos de miles de millones de cometas “dormidos”. Para alcanzar las paredes internas de la Nube de Oort, Voyager 1 aún deberá viajar unos cuantos siglos. Y para salir completamente de ella y, ahora sí, del conjunto completo del Sistema Solar, tendrá que viajar otros 10 o 15 mil años. Segundo: la nave sigue, y seguirá, por miles de años más, ligada principalmente a la influencia gravitatoria del Sol.
Y a propósito de todo lo anterior: ¿hacia dónde viaja el viajero? Ahora, Voyager 1 está a 18.750 millones de kilómetros de la Tierra. Unas 125 veces la distancia que nos separa del Sol. No es poco para nuestros parámetros domésticos. Sin embargo, la nave, que ahora se ubica en dirección visual a la constelación de Ofiuco, tiene por delante un derrotero abrumadoramente más grande. Y solitario. Todo indica que sus baterías de plutonio se agotarán definitivamente hacia 2025. Quedará eternamente dormida. Y viajará, y viajará. Y así, eternamente dormida, no encontrará estrella alguna hasta el año 40.272: por entonces, Voyager 1 pasará a sólo 1,7 año luz de una modesta
“enana roja”, que de tan modesta apenas lleva un nombre de catálogo: AC+79 3888. Y luego, probablemente, quede orbitando en el centro de la Vía Láctea, perdida como una botella flotando en el mar. Una botella que lleva un mensaje: un disco de oro, donde hay grabados sonidos e imágenes de la Tierra y de la vida. Y así, quizá, como soñaba el inolvidable Carl Sagan, alguna remotísima vez, en un remotísimo lugar, alguien sepa de nosotros. Nosotros que, desde siempre, desafiamos fronteras y soñamos con viajes cada vez más grandes. Por eso, por todo eso, hoy celebramos el viaje del viajero.
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