Sábado, 26 de octubre de 2013 | Hoy
Cometas hay muchos, muchísimos. Pero los Grandes Cometas son mucho más raros, y aparecen, en promedio, una vez por década. O quizás, menos. Los cometas “comunes”, que son la inmensa mayoría, sólo están al alcance de los telescopios y las cámaras acopladas a ellos con los que los astrónomos, especialmente los amateurs, patrullan los cielos todas las noches. Los Grandes Cometas, por el contrario, se ven muy fácilmente a simple vista. Y más que eso: son verdaderamente deslumbrantes, incluso, hasta para el más distraído de los observadores. A su vez, para que un cometa se vea realmente deslumbrante, tiene que pasar relativamente cerca del Sol, y también de la Tierra. Y además, su núcleo tiene que ser intrínsecamente “activo”. O sea: debe reaccionar efusivamente ante el calor solar, para así sublimar y liberar a buen ritmo sus gases congelados (agua, dióxido de carbono, cianógeno, metano y otros) y grandes cantidades del polvo atrapado en su estructura. Materiales que, al reflejar la luz solar, forman las brillantes comas (la “cabeza”) y las emblemáticas colas de los cometas. De hecho, la palabra “cometa” viene del griego “kometes”, que significa “cabellera”.
Pero hay más requisitos: para que un cometa pueda considerarse “grande”, además de ser muy brillante y desplegar grandes colas (de, al menos, 10 a 15 grados de largo), debe tener la buena fortuna de aparecer a cierta altura sobre el horizonte, como para despegarse lo más posible del resplandor solar. O dicho de otro modo: verse con cielos medianamente oscuros como telón de fondo. Como vemos, no es fácil ser un Gran Cometa. Y por eso, vemos tan pocos a lo largo de nuestras vidas.
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