LIBROS Y PUBLICACIONES: ADELANTO
Los barcos que comenzaron a cruzar el Atlántico después de Colón trasladaron no sólo hombres y metales preciosos, sino también organismos menos conocidos como insectos, hierbas, bacterias y virus, generando lo que para muchos fue el acontecimiento ecológico más importante de la historia. En adelanto especial para Futuro, aquí un fragmento del primer capítulo de 1493, Una nueva historia del mundo después de Colón, donde el historiador y periodista científico Charles C. Mann investiga el intercambio colombino.
Aunque apenas había parado de llover, el aire estaba caluroso y pesado. No había nadie más a la vista; el único sonido aparte de los insectos y las gaviotas era el bajo y entrecortado que producían al romper las olas del Caribe. A mi alrededor sobre el suelo rojo escasamente cubierto había un desorden de rectángulos marcados por líneas de piedras: las siluetas de construcciones hoy desaparecidas, reveladas por los arqueólogos. Entre ellas corren senderos de cemento de los que se alza un ligero vapor, producto de la última lluvia. Uno de los edificios tenía paredes más respetables que los demás: los investigadores lo habían cubierto con un techo nuevo, la única estructura que decidieron proteger de la lluvia. Erguido como un centinela junto a su entrada hay un letrero escrito a mano: “Casa del Almirante”. Marca la primera residencia americana de Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océano, el hombre a quien generaciones de escolares aprendieron a llamar el descubridor del Nuevo Mundo.
La Isabela, que es como se llama esta comunidad, se encuentra sobre el lado norte de la gran isla del Caribe llamada La Española, en lo que hoy es la República Dominicana. Fue el primer intento de los europeos por establecer una base permanente en América. (Para ser exactos, La Isabela marcó el inicio de la colonización europea en serio; los vikingos habían establecido una aldea en Terranova cinco siglos antes, pero duró poco.) El almirante ubicó su nuevo feudo en la confluencia de dos pequeños ríos de rápida corriente: un centro fortificado en la orilla norte, una comunidad satélite de agricultores en la sur. Para su residencia, Colón eligió el mejor lugar del pueblo: un promontorio rocoso en la zona norte, al borde del agua. Su casa estaba perfectamente ubicada para recibir la luz de la tarde.
Hoy, La Isabela es un lugar casi olvidado, y a veces parece que el mismo destino amenaza a su fundador. Colón no está ausente de los libros de Historia, por supuesto, pero en ellos parece cada vez menos admirable e importante. Los críticos actuales dicen que era un hombre cruel y que estaba equivocado, y fue por pura suerte que tropezó con las islas del Caribe. Fue un agente del imperialismo y una calamidad en todas las formas posibles para los primeros habitantes de América. Sin embargo, otro punto de vista, distinto pero igualmente contemporáneo, afirma que debemos seguir teniendo en cuenta al almirante. De todos los miembros de la humanidad que han andado sobre la Tierra, él fue el único que inauguró una nueva era en la historia de la vida.
Los reyes de España, Fernando II e Isabel I, apoyaron el primer viaje de Colón a regañadientes. En aquellos tiempos, un viaje transoceánico era tremendamente costoso y riesgoso, posiblemente equivalente a los vuelos en el transbordador espacial de hoy. Tras mucho suplicar, Colón sólo logró que los monarcas apoyaran su plan cuando amenazó con llevar el proyecto a Francia. Un amigo suyo escribió más tarde que ya iba camino a la frontera cuando la reina envió a un mensajero a toda velocidad para hacerlo regresar. Probablemente el cuento es una exageración, pero está claro que las reservas de los soberanos obligaron al almirante a reducir su expedición –si no sus ambiciones– al mínimo: tres barcos pequeños (el más grande medía posiblemente menos de veinte metros de largo) y una tripulación de alrededor de noventa hombres en total. El propio Colón tuvo que aportar un cuarto del presupuesto, según un colaborador, que probablemente pidió prestado a mercaderes italianos.
Todo cambió con su regreso triunfal en marzo de 1493: traía adornos de oro, papagayos de colores brillantes y no menos de diez indios cautivos. El rey y la reina, entusiasmados, apenas seis meses después despacharon a Colón en una segunda expedición mucho mayor: diecisiete barcos y una tripulación que en total alcanzaba posiblemente a 1500 hombres, incluyendo a una docena o más de religiosos encargados de llevar la fe a esas tierras nuevas. Como el almirante creía haber encontrado una ruta hacia Asia, estaba seguro de que China y Japón –con todas sus opulentas riquezas– estaban apenas un corto viaje más allá. El objetivo de esa segunda expedición era crear un bastión permanente para España en el corazón de Asia, un cuartel general para la exploración ulterior y el comercio.
(...) Generalmente los periódicos describen la globalización en términos puramente económicos, pero es también un fenómeno biológico; en realidad, en una perspectiva a largo plazo sería posible considerarla como un fenómeno primariamente biológico. Hace doscientos cincuenta millones de años el mundo sólo tenía una masa de tierra, que los científicos llaman Pangea. Fuerzas geológicas fracturaron ese enorme espacio, separando a Eurasia de las Américas. Con el tiempo, las dos mitades divididas de la Pangea desarrollaron conjuntos extraordinariamente diferentes de plantas y animales. Antes de Colón, algunos seres terrestres más aventureros habían cruzado los océanos para establecerse del otro lado. En su mayoría eran insectos y aves, como cabía suponer, pero la lista incluye también, para nuestra sorpresa, algunas especies hortícolas –las calabazas en forma de botella, los cocos, los boniatos– que hoy causan perplejidad a los académicos. Por lo demás, el mundo estaba limpiamente dividido en campos ecológicos separados. El logro más importante de Colón fue, según la frase del historiador Alfred W. Crosby, volver a coser las costuras desgarradas de la Pangea. Después de 1492, los ecosistemas del mundo chocaron y se mezclaron a medida que los barcos europeos transportaban miles de especies hacia nuevos hogares al otro lado de algún océano. El intercambio colombino, como lo llamó Crosby, es la razón de que haya tomates en Italia, naranjas en los Estados Unidos, chocolate en Suiza y chiles en Tailandia. Se podría afirmar que, para los ecologistas, el intercambio colombino es el acontecimiento más importante desde la muerte de los dinosaurios.
Como se podía imaginar, ese enorme trastorno biológico tuvo repercusiones para la especie humana. Crosby sostenía que el intercambio colombino es responsable de buena parte de la historia que aprendemos en la escuela: fue como una ola invisible que barrió a reyes y a reinas, a campesinos y a religiosos, sin que nadie lo supiera. Esa afirmación es polémica; de hecho el original de Crosby, rechazado por todos los grandes editores académicos, fue publicado finalmente por una editorial tan minúscula que él mismo me dijo, bromeando, que para distribuirlo “lo arrojaron a la calle, con la esperanza de que los lectores lo encontraran”. Sin embargo, en las décadas transcurridas desde que él acuñó el término, un número cada vez mayor de investigadores ha llegado a creer que el paroxismo ecológico desencadenado por Colón –así como la convulsión económica que inició– fue uno de los hechos fundadores del mundo moderno. (...)
Pese a lo breve de su existencia, La Isabela marcó el inicio de un cambio enorme: la creación del paisaje moderno del Caribe. Colón y su tripulación no llegaron solos: iban acompañados por todo un zoológico de insectos, plantas, mamíferos y microorganismos. Empezando por La Isabela, las expediciones europeas trajeron ganado vacuno, ovejas y caballos, además de cultivos como la caña de azúcar (originario de Nueva Guinea), trigo (del Medio Oriente), bananas (de Africa) y café (también de Africa). Igualmente importante, al viaje se agregaron una serie de bichitos de los que los colonizadores no tenían conocimiento: lombrices, mosquitos y cucarachas; abejas, dientes de león y pastos africanos; ratas de todas clases, y todo ello salió de las naves de Colón y de las de quienes lo siguieron, lanzándose como turistas ansiosos sobre tierras que nunca habían visto nada parecido.
Los vacunos y los ovinos molieron la vegetación americana entre sus dientes chatos, impidiendo el rebrote de plantas y árboles autóctonos. Bajo sus pezuñas brotarían pastos africanos, posiblemente traídos en los jergones de los esclavos, que crecieron densos sobre el suelo y con sus anchas hojas ahogaron la vegetación nativa. (Esos pastos extranjeros soportaban el pastoreo mejor que las plantas que cubrían el suelo originalmente, porque los pastos crecen desde la base de la hoja, a diferencia de la mayoría de las demás especies, que crecen desde la punta.
El pastoreo consume las zonas de crecimiento de las últimas, pero no tiene mayores efectos sobre las primeras.) Con los años, las selvas de palmeras caribeñas, caobas y ceibas se convirtieron en selvas de acacia australiana, juncos de Etiopía y campeches de Centroamérica. Deslizándose por debajo, mangostas de la India se esforzaban por llevar a las serpientes dominicanas a la extinción. Y el cambio continúa hasta hoy. Recientemente, montes de naranjos llevados a La Española desde España han empezado a padecer las depredaciones de las mariposas cola de golondrina del limón, plaga originaria del Asia sudoriental que probablemente llegó allí en 2004. En la actualidad, La Española conserva sólo pequeños fragmentos de su selva original. (...) Antes de Colón no existía en América ninguna de las enfermedades epidémicas comunes en Europa y en Asia. Los virus que causan la viruela, la gripe, la hepatitis, el sarampión, la encefalitis y las neumonías virales; las bacterias causantes de la tuberculosis, la difteria, el tifus, el cólera, la escarlatina y la meningitis bacteriana, por un capricho de la evolución histórica, todos eran desconocidos en el Hemisferio Occidental. Transportados al otro lado del océano desde Europa, esas enfermedades cayeron sobre la población indígena con rapacidad asombrosa. La primera epidemia registrada, debida quizás a la gripe porcina, ocurrió en 1493. La viruela hizo una entrada terrible en 1518: se extendió a México, barrió Centroamérica y siguió hacia el Perú, Bolivia y Chile. Y tras ellos vinieron los demás, en una cabalgata patógena.
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